PRÓLOGO / INTRODUCCIÓN

UN NECESARIO PRÓLOGO:

El mito de los dioses. El auténtico Libro del Éxodo. Advertencia al lector. Preguntas que se hace el propio autor. Una proposición. Dos ruegos y una dedicatoria. Introducción. El mensaje de los masoretas. La verdad y la mentira. La regla de oro.


Este trabajo es bastante fácil de interpretar; sin embargo, puede resultar muy difícil de entender.
Por supuesto, esa dificultad no nace de la incapacidad para comprender; tiene su origen en el acto voluntario de no querer razonar.


EL MITO DE LOS DIOSES


Todos sabemos que por este mundo de los dioses transitan personas, que además de creer todo lo que les cuentan, son capaces de jurar que eso que les han contado es una dogmática verdad indiscutible por la que se debe morir y, por supuesto, matar. Por otra parte, casi todos sabemos que por este mundo de los dioses, también transitan personas algo menos “piadosas” y que conceden escaso crédito a los fabulosos mitos de los imaginativos sacerdotes; son personas que admiten que matar está muy feo y que saben, perfectamente, que más tarde o más temprano, y sin abonar peaje, ni como mártir ni como asesino ni como víctima, recibirán la visita de Átropos.

Pues bien, un día, estos últimos incrédulos individuos, dieron en sospechar, que tal vez los dioses no existiesen. ¡Imagínese! ¡Dudar de los dioses! ¡Absurdo! ¡Quién no conoce al menos a un par de dioses! No obstante, estos recelosos sujetos, tibios agnósticos o descarados ateos, procuraron disimular y ocultar sus maliciosas dudas.

—Y, ¿alguien sabe por qué silenciaron sus recelos?; ¿por qué no alzaron sus discrepantes voces contra el mito de los dioses?

Pues, los motivos más determinantes se concretan en dos:

Primero: La amenazadora represión impuesta por los píos representantes y comisionistas de los dioses. Los apoderados de las más enérgicas deidades les advirtieron: ¡Niño, eso no se toca!; ¡eso, caca!; ¡déjalo quieto o te sacudo!

Segundo: El otro motivo, menos agresivo pero también de gran eficacia, se fundamenta en la acogedora Ley del Porsiacaso, con su refugio-comodín:

“No te privarás de una quimérica protección de las divinidades y de su utópico, ingenuo e indefinido paraíso post mortem”.

Estos son los dos principales motivos que han propiciado el silencio de los tímidos escépticos y de los ansiosos sopla-sorbe, y que han servido para dar sustento al MITO DE LOS DIOSES.

Por ventura, aquellos que deseen razonar sin arrodillarse, sin darse golpes de pecho y sin poner velas, pueden recuperar la serena confianza que depara la verdad usando un sólido asidero:


EL AUTÉNTICO LIBRO DEL ÉXODO.


El sólido zócalo que fundamenta las conjeturas y comentarios recogidos de este ensayo se encuentra en las Sagradas Escrituras; y dentro de ellas, casi con exclusividad, en el Libro del Éxodo.

Para una buena parte de la humanidad, la Biblia es el más importante de todos los libros. Pues bien, admitida esta realidad, además deberemos aceptar que el Libro del Éxodo es, sin duda, el documento más importante de todos los que integran las Escrituras. Como consecuencia de las dos declaraciones anteriores, se puede afirmar con rotundidad y formidable redundancia que: El Libro del Éxodo es el libro más importante, dentro del libro más importante.

Ese segundo documento del Pentateuco o de la Torah, el libro conocido en un sitio como Éxodo y en el otro como Nombres, junto con unos pocos versículos que lo complementan −y que por razones que no he conseguido determinar, fueron extraídos de él e incluidos en Levítico, Números y Deuteronomio−, es absolutamente distinto del resto de la interesantísima colección de textos bíblicos. Se puede y se debe aceptar que ese libro, teniendo todo que ver, no tiene nada que ver con el resto de las Escrituras. Y esta contradictoria afirmación es sumamente cierta, puesto que, a pesar de la notable diferencia existente entre unos y otros textos, no tendremos más remedio que reconocer, y esto es de fácil comprobación, que la inmensa mayoría de los relatos bíblicos tienen sus raíces o cimientos en el Éxodo.

Ahora, y respecto a esa parte del Pentateuco, deseo llamar su atención sobre algo que también resulta de excepcional importancia:

En el auténtico y original libro del Éxodo no existen misterios inescrutables, ni ocultos designios, ni caminos impenetrables. Todo es diáfano, limpio y evidente. Yavé habló a los hombres con la máxima sencillez, claridad y “sin sueños”. Y si algo se nos presenta oscuro, es porque ha sido mal interpretado o porque constituye una enmarañada y lucrativa mentira.

En ese asombroso y fascinante libro ––el mayor best-seller de la historia––, obviando las chapuceras añadiduras, omisiones y absurdas interpretaciones, encontraremos la auténtica crónica de la presencia de aquel SER, que se nominó a sí mismo como YO SOY QUIEN SOY (Yo soy yo), pero a quien se dio en nombre de YAVÉ o YHVH o YHWH —las cuatro letras, mejor diríamos los cuatro signos o los cuatro números, del TETRAGRÁMATON—.

Ese genuino Segundo Libro del Pentateuco –genuino, como opuesto a adulterado−, nació como un conjunto de relatos datados en los primeros años pasados por los hebreos en el Sinaí tras su expulsión de Egipto. Resumía unas asombrosas crónicas −posiblemente memorizadas−, en las que se describían los puntuales acontecimientos relacionados con la presencia de Yavé entre aquel pueblo de pastores −sin historia de Moisés, sin zarza ardiente, sin plagas y sin ejércitos egipcios ahogados en el mar Rojo−.

Muchos años después de la aventura del Sinaí, y mientras el Tabernáculo se encontraba en Silo, esos relatos, con algunos folclóricos añadidos, quedaron asentados en un manuscrito que fue depositado en manos de los sacerdotes.

Siguieron pasando los años. A Moisés, el amigo de Yavé, el verdadero responsable y cronista del Éxodo, le sucedieron Josué, los Jueces, Samuel, Saúl, David y Salomón.

Fue entonces, fue durante el reinado de Salomón, cuando sucedió algo muy interesante; sobre todo por sus secuelas: En el momento en que rey sabio tomó posesión del trono de Israel y Judá, ordenó que se realizase una copia del manuscrito que obraba en poder de los sacerdotes. Después, el hijo más listo de David −nacido de su mujer más avispada−, y poco antes de su muerte, dejó esa copia oculta en un recinto que él mismo había ordenado edificar en Jerusalén: La Casa del Arca; también conocido como Templo de Salomón.

He calificado la actuación del hijo de David como muy interesante por sus secuelas, porque habida cuenta de las sórdidas, erróneas e interesadas interpretaciones de los levitas, el manuscrito primitivo, aquel que había quedado bajo la custodia de los sacerdotes, había ido padeciendo numerosas metamorfosis; sin embargo, la copia ordenada por Salomón, al permanecer oculta durante varios siglos —unos 400 años—, se mantuvo inalterada hasta ser hallada en tiempos del rey Josías. Después, como era de esperar, los sacerdotes volvieron a la carga y “reestructuraron, reeditaron, corrigieron y aumentaron” la copia de Salomón. Pero de ahí, de la comparación de ambos textos, surgen las muy interesantes secuelas.

En esas esenciales diferencias existentes entre los textos sacerdotales y la copia efectuada por el rey sabio, deberemos buscar esa verdad perdida. Una verdad que pondrá de manifiesto y en evidencia el MITO DE LOS DIOSES.

Nota. Para no liarnos debemos tener en consideración que no existen dos libros sino uno sólo: El Libro de Salomón −el genuino Libro de Moisés−, subyace en el adulterado Libro de los Sacerdotes. Por esta razón, la verdad verdadera presenta algunas dificultades para su localización e identificación exacta.


ADVERTENCIA AL LECTOR


El autor de este ensayo está haciendo uso de su libertad, de su derecho a pensar y de su opción a comunicar sus pensamientos. Por otra parte, el lector, que lógicamente disfruta de esa misma libertad e idénticos derechos y opciones, está en disposición de pensar, de comunicar sus pensamientos y, por supuesto, de seleccionar la información que desea recibir. A esto último, al derecho a elegir la información que consiente percibir, ahora, en el inicio de este ensayo, es a lo que desea referirse el responsable de este trabajo. Y, puesto que en los estudios e interpretaciones de asuntos sobre religiones, creencias y mitos es muy importante, casi definitivo, conocer las convicciones del autor, es por lo que parece conveniente hacer constar que:

El autor de este trabajo sólo cree en los dioses falsos.

Sin caer en idólatra adoración, en esos quiméricos, inventados y míticos dioses, sí que ha depositado el don divino de su inquebrantable fe.

Nota. Hay quien dice que todos tenemos algo de fe en un dios verdadero. Tal vez, quien eso afirma pueda estar en lo cierto; pero yo conozco una rotunda excepción.

A estas afirmaciones, y porque el autor reconoce que las mayoría de las personas tienen necesidad de creer en “los dioses verdaderos”, desea añadir que, acertado o equivocado, es muy posible que nadie tenga la menor atribución para romper un consolador sueño sembrando dudas en las lícitas creencias y esperanzas de muchos hijos del hombre. Así pues, si usted es una persona que siente necesidad de creer en un dios protector; si es de aquellos que en Éx. 32, 1, piden a Arón: Haznos un Dios que vaya delante de nosotros; incluso, si es de esos otros que se proclaman ateos convencidos y practicantes, pero que finalizan su declaración con el manoseado: yo no creo en Dios, pero pienso que algo hay.

A esas personas que piensan que “algo hay”, después de concederles la razón, pues, como esperanzadora posibilidad, y sin prodigiosos prodigios ni misteriosos milagros divinos, efectivamente, “algo hay”, desde estas líneas iniciales se le sugiere que no lea ni una sola palabra más. Aunque también, y si está muy interesado en la “VIDA ETERNA”, me permito recomendarle los subcapítulos titulados El ANKH y LOS PARAÍSOS POST MORTEN del capítulo dedicado a La Gloria.

Hecha la sencilla advertencia, por favor, sírvase usted mismo; queda abierto el buffet libre.


PREGUNTAS QUE SE HACE EL PROPIO AUTOR


Prometeo, después de burlarse de ellos, robó el fuego a los dioses para entregárselo a los hombres. Por este acto, el titán fue castigado con un espantoso suplicio. Pero eso no fue todo, los míticos dioses, a través de Pandora y del terrible contenido de su cofre, castigaron a la humanidad por el horrendo pecado de gozar del calor del fuego. Por esto, me pregunto:

¿Compensó a Prometeo su generoso gesto de ayuda a la humanidad? Y, sobre todo, ¿compensó a los hijos del hombre el regalo de Prometeo?

No lo sé; pero yo le doy las gracias. No tanto por regalarnos el fuego, sino por despojar a los dioses de su falsa apariencia de bondad.


UNA PROPOSICIÓN


Para una adecuada interpretación de estas páginas, sería muy conveniente que el lector fuese capaz de admitir que “algo”; aceptar que un suceso de excepcional importancia, ocurrió en el Sinaí hace más de tres mil años. ¿Podría usted reconocer, sencillamente, que en aquellos tiempos y en aquellos lugares sucedió “algo” asombroso? “Algo”, que es el fundamento y origen de los más extraordinarios relatos de las Sagradas Escrituras.

Si usted ha dado su consentimiento a esta propuesta, felicítese; aunque sólo sea, por la libertad de su espíritu.

Y, cuando intentemos identificar ese “algo”, deberemos tener en consideración estas dos axiomáticas afirmaciones:

“Una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad” (A.C.D.)

“Entre dos explicaciones posibles para un mismo hecho, escojamos siempre la más sencilla” (W.O.)

Y, aunque ninguna de las dos explicaciones que se presentan a continuación resulte excesivamente sencilla, ¿cuál escogería usted?:

1ª.- La que afirma que un dios desciende hasta los hombres para ayudar a los hebreos en su lucha contra los egipcios; para organizar las barbacoas de los sacerdotes levitas y para matar niños primogénitos.

2ª.- La que admite una visita de seres inteligentes procedentes de otro planeta-mundo; que, sin entrometerse en las luchas de los hijos del hombre, ayudan y favorecen a todos; y que, al alejarse de nosotros dejan un mensaje dando testimonio de su existencia y su visita.

¡Piénselo! ¡Medite las dos opciones! Sólo usted puede decidir por usted.

Nota. Cuando en este trabajo se encuentre con la expresión “hijos del hombre”, entiéndase como: seres humanos. Se utiliza, sencillamente, como un enunciado que pretende mostrar la diferencia con los “hijos de Dios” (Gen.6, 2).


DOS RUEGOS Y UNA DEDICATORIA


Primer ruego:

Por favor: Que levanten la mano quienes sean capaces de creer que un Dios desciende de los cielos para ayudar a los hebreos en su lucha contra los egipcios, y que, para conseguir esa misión, se ve en la necesidad de matar niños. (Éx. 3, 7-9; 11, 4-5; 12, 29-30)

Muchas gracias.

Usted, el señor que ha levantado la mano, ya puede bajarla.

Segundo ruego:

Ahora, que levantan la mano quienes que sean capaces de creer que un Dios desciende de los cielos y ordena que se construya una carpa-jaima, un baúl, una mesita para meriendas, una caprichosa lámpara, un incensario con perfumes y aceites, una gran parrilla-barbacoa, un pilón y unas ostentosas vestiduras para el sumo sacerdote. (Éx. 25-31)

Muchas gracias.

Usted, la señora que ha levantado la mano, ya puede bajarla.

Ésta es la dedicatoria:

El presente trabajo está dirigido y dedicado a todos aquellos y aquellas que no han levantado la mano.


INTRODUCCIÓN


Pero, con independencia de advertencias, propuestas, ruegos y selectivas dedicatorias, este insólito estudio monográfico requiere, inexcusablemente, de una introducción que facilite una breve reseña del fundamento de las teorías en él depositadas. Y más que nada, para que proporcione una sencilla clave que ayude a conseguir la adecuada interpretación de alguno de los discrepantes comentarios y conclusiones que estas páginas contienen.

A muchas personas recelosas o al menos escasamente crédulas –entre los que yo me incluyo–, se nos dibuja una mueca escéptica cuando se aborda un tema al que con frecuencia aludimos como el de los verdes marcianitos. Yo, —y lo digo con la mayor sinceridad—, no creo ni en una sola de las supuestas visiones de OVNIS. Me estoy refiriendo, naturalmente, a las más que dudosas y muy sospechosas apariciones habidas en los últimos tres mil años.

No obstante, que el universo puede estar habitado por seres inteligentes, y que existen planetas en los que la vida es posible, no resulta ningún disparate. Por el contrario, supone una evidente probabilidad que ha sido aceptada por una notable cantidad de acreditados investigadores; una posibilidad en la que se ha invertido y se sigue invirtiendo considerables cantidades de tiempo y dinero.

Nota. Admitamos, que según afirma la comunidad científica, existen más de cien mil millones de galaxias. Admitamos que, según informan esos científicos, en cada galaxia hay cientos de miles de millones de estrellas. Admitamos que, según opinan esos mismos investigadores, en cada sistema estelar hay al menos un planeta. Y ahora, nosotros, aunque lo pretendiese negar la comunidad científica, deberíamos admitir: Que la Tierra es un planeta que se encuentra en un sistema solar, que está incluido en una galaxia y que está habitado.
Pues bien, teniendo en consideración estas premisas, y aunque desestimemos la Ecuación de Drake y hagamos nuestros cálculos por la cuenta de la vieja, deberíamos admitir que en este inmenso universo puede existir algún otro planeta habitado.
Usted opina que no. Vale, está en su derecho; y yo le felicito por su singularidad.

Por esas dos razones que nos han advertido sobre un patológico exceso de imaginación de los hombres, pero, que al mismo tiempo, nos invitan a reconocer y, quizás nunca mejor dicho, que en el cielo hay más estrellas que aquellas que divisamos a simple vista, es por lo que propongo una alternativa:

¡Olvidemos los ovnis! Sólo aceptemos que, tal vez, no seamos las únicas inteligencias del universo.

Y aceptado esto, tal vez podamos admitir que esas otras inteligencias, igual que desde el siglo XX estamos haciendo nosotros, tengan capacidad para salir de “su pueblo”.


EL MENSAJE DE LOS MASORETAS


Mucho tiempo después de los sucesos del Sinaí –de ese “algo” que yo he propuesto, y que tal vez usted haya aceptado–, un selecto grupo de eruditos y estudiosos de las Sagradas Escrituras, se dedicó a organizar antiquísimos textos o tárgum, escritos en hebreo y traducidos al arameo. Esos documentos –unos conocidos y otros inéditos y apenas inteligibles–, recogían y contenían aquellos acontecimientos acaecidos siglos atrás.

Algunos de esos ilustrados hagiógrafos hebreos, conocidos como soferim o masoretas, reunieron los dispersos escritos que la cultura mosaica había ido atesorando en el transcurso de su dilatada y azarosa existencia. Después, esos textos fueron recopilados en libros y desglosados en capítulos que, a su vez quedaron delimitados y numerados en versículos.

Y ésta es una de las primeras de las cuestiones que nos planteamos en este estudio:

¿Qué mensaje quisieron transmitirnos los sagaces masoretas, cuando, para adjudicar un versículo a las palabras más identificativas de aquel “ser” que se presenta ante Moisés, eligieron el número más universal?; un número que rige en la totalidad del cosmos.

Me explico: Desde el principio del Pentateuco se habla de Dios, pero sólo en uno de los CINCO LIBROS, en el Libro del Éxodo, registraron el nombre que él mismo se dio. Y además, esa identificación de la divinidad, no se incluyó ni en el primero ni en el segundo capítulo del citado libro; aguardaron hasta el tercer capítulo para señalarlo en su versículo catorce:


Éxodo 3, 14

Y Dios dijo a Moisés: “Yo soy quien soy”.

Por poner un ejemplo:

Si usted, mi respetado lector, se encuentra algún día viajando por la inmensidad del cosmos y se ve en la necesidad de dar señal inequívoca de su inteligente existencia en el universo, una buena opción sería utilizar el número PI (∏). En cualquier mundo, por muy alejado que se encuentre de nuestro sistema solar, la relación (en sistema decimal=diez dedos) entre la longitud de una circunferencia y su diámetro será 3,14…

Por supuesto, esa asignación del número ∏ en el Libro del Éxodo, podría ser sólo el resultado de una simple coincidencia; sin embargo, cuando en las Escrituras leemos, entre muchos otros, los episodios de la luz en la zarza, la columna de nube y fuego, el tronar de la gloria, la auténtica travesía de los cenagales del mar Rojo, la verdadera finalidad del maná, el propósito de los ácimos, el oráculo del arca con los querubines de su propiciatorio, el desproporcionado reborde de la mesa de los panes, el “lucido y lúcido” candelabro, los dos altares con sus llamativos “cuernos”, la extraña, pero muy apropiada vestimenta del sumo sacerdote, la entrega de un documento en piedra conteniendo un testimonio, y, sobre todo, si nos detenemos en el estudio del sorprendente comportamiento de unos “dioses”, que no consienten en mostrarse ante los ojos de los hombres, y con los que sólo se puede hablar mediante cita previa, es entonces cuando el asunto deja de presentarse como una serie de coincidencias y la realidad más innegable se hace bien evidente.

Y también deberemos aceptar que, aunque se presente asediada por la mentira, en ese sorprendente libro se encuentra la más auténtica y prodigiosa verdad.

Y ahora es un buen momento para recordar algo que, por ser tan simple y evidente puede pasarnos desapercibido; es algo muy sencillo:

La verdad y la mentira, en ocasiones dan la sensación de caminar juntas; pero en realidad, viajan por caminos paralelos, y al final, divergentes.


LA VERDAD Y LA MENTIRA


La mezcla de mentiras y verdades que nos muestra el Éxodo, representa un problema cuya razonada solución no resulta demasiado fácil. Y no es fácil, sobre todo, si adoptamos el rol de los compañeros de Ulises en su huidiza relación con las exóticas y cadenciosas sirenas. Y hablo de la dificultad de hallar una razonada solución, porque solemos acogernos al subterfugio de la explicación milagrosa; y entonces sí; entonces, el asunto es más fácil, aunque, por supuesto, también será mucho menos razonable.

El compacto amasijo de ficciones y realidades que nos muestra el Libro del Éxodo, resulta ser la mayor complicación para conseguir llegar a identificar y poder diferenciar con un cierto grado de seguridad, lo que es cierto y lo que es falso. Si todo hubiese resultado una descomunal mentira, la solución a esta cuestión se nos presentaría bastante más asequible. Pero no todo es mentira, y, por lo tanto, estamos obligados a reconocer que:

En ese libro del Éxodo encontraremos legítimos mensajes de Yavé recogidos por Moisés.

Pero resulta, que esos mismos legítimos y auténticos mensajes, después de haber pasado por manos levíticas, y sin perder su autenticidad, concluyen en unos textos absolutamente irreconocibles por su deformación. Hasta tal extremo es esto así, que en muchas ocasiones, incluso bordean el absurdo, y nos incitan a caer en la tentación de despreciarlos. Y eso sí que supondría un gravísimo error.


LA REGLA DE ORO


Prescindiendo de ese invento que se conoce como la fe –que no es otra cosa más que el ilusorio anhelo de quien desea creer– y, admitiendo además, que aquellos extraordinarios seres hablaron a los hombres con absoluta y meridiana claridad, en principio, el método más elemental para poder efectuar una correcta interpretación del Libro del Éxodo, consiste en aceptar una práctica guía de conducta; una clave, que por ser tan sencilla y fiable, resulta una REGLA DE ORO que yo ofrezco a quienes pretendan comprender:

“Todos los mensajes de Yavé que se encuentren recogidos en el Libro del Éxodo, por muy disparatados que puedan parecernos, pero que resulten indiferentes para los intereses del gremio levítico-sacerdotal, son verdadera palabra del Señor de la Gloria”.

La Corporación de los Representantes de Dios, no solía modificar el texto si no podía “mejorarlo” en su propio provecho. Por supuesto, no debemos desestimar la posibilidad del chirriante error como una consecuencia lógica de: a) La muy limitada capacidad de los sacerdotes, b) Su ferviente deseo de deslumbrar a sus fieles con la magnífica ignorancia que atesoraban, y c) Una secuela de su delirio fanático.

Dos precisiones:

Una. Acabo de aludir al fanatismo. Aquí, en el fanatismo, además del irracional y ególatra ardor supersticioso que caracteriza al violento creyente, debe quedar incluido el fanatismo de algunos sacerdotes, que les faculta para luchar por unas creencias y dogmas que, bien asentados en la humana necesidad de creer en algo sobrenatural —para poder suplicar plegarias de ayuda—, posibilitan los muy sagrados y lucrativos privilegios de los religiosos.

Dos. Adviertan, que para la aplicación de esta Regla de Oro, únicamente me he referido a mensajes de Yavé, y que no incluyo las afirmaciones que son imputadas a Moisés ni, claro está, los relatos de los cronistas. Tanto las palabras de atribuidas a Moisés como las narraciones de los escribas deben quedar sometidos a un escrupuloso, escéptico y empírico estudio.

Como es lógico, yo admito que esta regla que acabo de enunciar resulta excesivamente elemental y simple; pero debemos tener muy presente que:

1. Quienes urdieron la mentira tampoco eran demasiado sofisticados.

2. Que tratándose de textos bíblicos, pretender ir más allá no resulta muy recomendable. Y resulta poco aconsejable, porque en ellos, como he dicho, podemos encontrar las mayores verdades camufladas en unos relatos que nos han sido presentados de una manera ilógica e incongruente.

Nota. Procurando una mayor precisión para este tema, al inicio del capítulo dedicado al Arca, y con el subtítulo de Las trampitas sacerdotales, se hace una pequeña reflexión sobre las mentiras levíticas. Así mismo, en el capítulo que aborda el tema de la Mesa de los Panes, encontrará un breve apunte sobre los errores sacerdotales. Pifias, que por cierto, jamás han subsanado en una Fe de Erratas.

Como una sencilla demostración de la eficacia de esta Regla de Oro, y después de remitir al lector al pedigüeño último párrafo de Éx. 23, 15, deseo ofrecer un fácil ejemplo. Para ello, tomaré dos versículos consecutivos de un mismo capítulo: Libro del Éxodo, capítulo trece, versículos dos y tres.

Éx. 13, 2: Conságrame todo primogénito…

Éx. 13, 3: …No se comerá pan fermentado.

En ese primer versículo, o sea, Éx. 13, 2, se atribuyen a Yavé estas palabras: Conságrame todo primogénito. Pues bien, si tenemos en cuenta que los primogénitos de los hombres o de sus ganados, primero debían ser ofrecidos a Dios, e inmediatamente después debían ser “rescatados”, o lo que es lo mismo, debían ser comprados y pagados mediante un precio en plata; si también reconocemos, que tal y como los mismos sacerdotes confiesan en Núm. 3, 49-51, el importe de ese “rescate” iba a parar a sus sagradas bolsas, no es muy difícil admitir, incluso podremos apostar, que esa cláusula de la consagración de los primogénitos es únicamente una añadidura de los interesadillos y mendicantes sacerdotes levitas.

Sin embargo, en el versículo inmediatamente posterior, o sea, en Éx. 13, 3, consta: ...no se comerá pan fermentado.

Pues bien, siguiendo la indicada Regla de Oro, y considerando que, en principio, en nada beneficia o perjudica a los sacerdotes el hecho de que el pan lleve o no lleve levadura, y aunque pueda parecernos absurdo y no podamos comprender en su integridad la intención de Yavé, deberemos aceptar que esas palabras son una disposición del Señor de la Gloria. Naturalmente, también convendría tener muy presente, que si no podemos entender con absoluta claridad el propósito de Yavé cuando dio esta orden referente al pan sin fermentos, posiblemente sea por la sencilla razón de que el texto nos ha llegado mutilado y tamizado por los más absurdos filtros.

De cualquier forma, insisto y puntualizo: Yo no digo que sea fácil diferenciar la verdad de la mentira —es una elección que sólo puede hacer usted mismo—. Y como una ayuda para gozar de esa responsabilidad libremente aceptada, remito al lector a un sabio pensamiento al que aludiré en otros capítulos:

“El respeto irreflexivo por cualquier autoridad es el mejor enemigo de la verdad”. (A.E.)

Y también tenga muy presente, que la verdad puede y suele presentarse asociada con la mentira. Por todas estas razones, debería creerme cuando digo:

El libro del Éxodo contiene las más grandes verdades…, contadas por los más grandes mentirosos.

Nota. Comprendiendo que usted pueda desear permanecer en sus creencias, yo le pido sinceras disculpas por haber puesto ante sus ojos lo que entiendo que puede ser una luz. Una luz, debo reconocerlo, que tal vez sólo sea un “iluminado destello cegador”. De cualquier forma, iluminado o apagado, este ensayo no es un ejercicio de fantasía. Este trabajo es el resultado de una sincera convicción que, errada o acertada, sigue siendo una convicción sincera.

Cartel de memoria:

Cuando los ungidos entiendan que en mis comentarios existe una evidente falta de respeto para con su casta sacerdotal, deberán recordar las “faltas de respeto” que ellos cometieron mediante anatemas y santas inquisiciones. Luego, deberán comparar mis burlas y desprecios con sus torturas, ejecuciones y beneficios económicos obtenidos a costa de sus víctimas. Es cierto que han pedido perdón, pero, siendo esa genta devotamente partidaria de penitencias, mortificaciones y amortizaciones, de todo corazón les animo a que devuelvan todo lo que han pillado.

Mi posición personal al respecto:

“Mientras la víctima asesinada no conceda su perdón, es una miserable burla, que en su nombre, perdonemos al asesino”.

Nota. En la crónica de la humanidad no encontraremos nada que haya causado más dolor y muerte que las celestiales y sagradas religiones. Yo no sé quién será el culpable, pero sí sé que los omnipotentes “dioses” no han dejado el asunto bien organizado.
Si alguien duda de estas afirmaciones, sólo debe consultar los libros de la Historia.

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