LAS TABLAS DEL REY SALOMÓN


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LAS TABLAS DEL REY SALOMÓN

“La sabiduría me enseño todas las cosas ocultas o manifiestas; es un tesoro inagotable para los hombres”.
(Salomón. Libro de la Sabiduría: 7:14 y 21)

“Si existe un tratamiento para tus males, no lo busques; ocúpate en las Alianza de Civilizaciones”.
(Remendón. Libro de los Remedios)

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Antes de entrar directamente en materia, invito al lector a una interesante meditación:

Yavé no nos hizo entrega del Tabernáculo, del Arca, del Propiciatorio, de la Mesa de los Panes, del Candelabro, del Altar de los Holocaustos, de las Vestiduras Sacerdotales, etcétera. Todos estos objetos de culto fueron hechos por los hebreos.

Siendo esto así, como sin duda es, deseo recordar una realidad innegable que ya dejé resaltada al inicio del capítulo dedicado al Testimonio:

Los únicos objetos materiales (no metafísicos) que nos entregó Yavé son solamente dos: El Testimonio y Urim-Tummim.

Bien, olvidemos ahora a urim-tummim, y solamente recordemos estas palabras pronunciadas por el Señor de los Cielos en Éxodo 25, 16:

“Dentro del arca pondrás el Testimonio que yo te daré”.

A ver si nos entendemos:

En dos Tablas de Piedra, Yavé escribe, con su propia mano, unas palabras para los hijos del hombre; después nos hace entrega del pétreo documento.

¿Puede existir mayor tesoro?

Siglos más tarde, ese Testimonio, el mayor tesoro material que recibimos de las Yavé, desaparece y no se vuelve a mencionar ni nadie lo echa de menos.

Y ésta es la interesante meditación a la que invito al lector:

¿Le parece lógico, normal, comprensible y justificable?

Ahora nos metemos en harina.

Este trabajo complementario al Testimonio, y tal y como indica su título, presenta una serie de reflexiones sobre un objeto que la confusa tradición nos ha ido transmitiendo desde la lejanía de los tiempos: Las Tablas de Salomón o de la Sabiduría; tablas que también son conocidas como Mesa de Salomón.

Y precisamente a causa de esa dualidad –en realidad, triplicidad de nombres−, ya desde este mismo momento, empezaremos a realizar la primera de esas reflexiones, pues parece conveniente identificar y precisar el significado de esos tres sustantivos: Table, Tabla y Mesa.

Para ello deberemos empezar por reconocer que estas dos palabras vienen traducidas del latín a las lenguas modernas. Y, de entre estas lenguas modernas –aunque no todas deriven del romance−, deberemos destacar como más conocidas el inglés, el francés y el castellano. Pues bien, resulta que en estas tres lenguas, esos dos sustantivos tienen una casi idéntica acepción:

Tanto en inglés como en francés como en castellano, TABLE (TABLA) y MESA presentan el mismo significado, o sea, que una table, una tabla y una mesa pueden identificar a un mismo objeto.

Nota. Recordemos a los Caballeros de la Tabla o Mesa Redonda.

Pero además de ese triple Table, Tabla y Mesa, a ese mismo objeto-utensilio también se han referido con otra denominación: Espejo de Salomón.

Pues bien: Si existe una palabra que pueda tener una relación directa con ESPEJO, esa palabra es REFLEJO. Y, nadie puede argumentar que:

Un espejo o un reflejo pueden significar una réplica, una capia o un duplicado.

Así pues, y concretando:

TABLE, TABLA, MESA Y ESPEJO pueden ser denominaciones para identificar una Tabla o el duplicado de una TABLA.

Una Tabla-Mesa, que al parecer recoge y alberga el nombre de “Dios”.

Sí, sí, lo acepto. A las personas que pretendan razonar –que no serán muchas−, les puede parecer rebuscada esta interpretación que identifica cuatro sustantivos como Table, Tabla, Mesa y Espejo. No obstante, y según vayamos entrando en materia, tal vez esas personas decididas a razonar, puedan aceptar que las Table-Tabla–Mesa de Salomón podrían ser un duplicado, reflejo, un espejo de otras Tablas.

Aunque este trabajo pretende concretarse en las TABLAS, MESA, ESPEJO de SALOMÓN, al mismo tiempo debemos mostrar nuestra intención de identificar otro par de TABLAS. En este sentido, me parecería una rebuscada omisión, no mencionar, aunque sea brevemente, LA TABLA ESMERALDA. Una Tabla de la que también se afirma que contiene y esconde el Gran Nombre de Yavé, o sea, el enigmático Tetragramaton. Un oculto nombre, que como ya vimos en el capítulo XIII, debemos identificar con un número capaz de proporcionarnos el acceso a la sabiduría del universo. Bueno, al menos esto es lo dicen algunos. Y, por cierto, yo soy uno de esos algunos.

Isaac Newton –uno de los más importantes científicos e investigadores conocidos−, durante la etapa de su vida en que se interesó por la alquimia y los textos herméticos, tradujo los textos de la TABLA ESMERALDA. El inmenso empeño que su excepcional ingenio puso en sus estudios sobre la Biblia, le llevaron a una convicción muy interesante, y que el eminente sabio defendió hasta su muerte:

En esos antiquísimos textos hebreos se encontraba oculto, además del Tetragramaton, un código secreto que proporcionaba los métodos para acceder al mundo de la Naturaleza.

Vamos a entendernos:

Esto de código secreto, no señala la posibilidad de un procedimiento inescrutable y recóndito; sólo pretende significar que se debe ser un iniciado (un estudioso, un especialista) para poder comprender algunas de las enseñanzas de las muchas que contienen las Escrituras. Y nos indica, sobre todo, que los estudios deben realizarse desde un enfoque lejano a los mitos religiosos; y en los tiempos de Newton, una alejada visión de los mitos religiosos, y simplemente para “no discutir con nadie”, debía ser presentada muy, muy en secreto.

Esa dedicación y perseverancia de muchos años en la investigación de los escritos herméticos y bíblicos, es la razón que ha sustentado la hipótesis de que la mayor parte de los descubrimientos del sabio inglés, o al menos de algunos de ellos, como La inducción al estudio de las Leyes de la Gravitación Universal y de la Mecánica, podían haber sido extraída de esos textos.

Y no quiero cerrar esta frágil exposición sin citar, solamente citar, otra Tabla:

La Tabla de la piedra filosofal.

Una piedra que, como todo el mundo sabe, entre otras razones porque su nombre así lo indica, es la Santa Piedra Sabia o Santa Piedra Sofía.

Pues bien, después de estas seis citas (table, tabla, mesa, espejo, esmeralda y filosofal), ahora solo quiero dejar en el aire una cuestión:

¿En qué Tabla de Piedra, estaba reflejada toda la sabiduría de universo?

En el capítulo XXVI del Testimonio se hizo referencia a una realidad determinante: La aparente dificultad de comprender al Señor de los Cielos. Y, sí, ciertamente puede resultar difícil comprender a Yavé; pero, en realidad, no lo es. Y no lo es, si logramos desprenderle de esa capa de impenetrabilidad que han procurado para él durante miles de años. Y para ello, para comprender al Señor de los Cielos, tengamos presente esta pauta de conducta:

Todo su comportamiento está basado en la triple S: Sensato, Sincero y Sencillo.

Para conseguirlo, busquemos en las Escrituras la interpretación más sobria y escueta. Desechemos toda explicación misteriosa en lo que se refiere a Yavé. Los misteriosos misterios, en algunas religiones se presentan con una sobreabundancia escandalosa; pero en realidad, sólo son una nube-cortina de humo, tras la que se oculta un precipicio al que sus sacerdotes han llegado, siguiendo con fanática determinación, un camino “inescrutable” que no lleva a ninguna parte. Nadie duda que se capta mucho más la atención del lector, si el relato de la búsqueda se rodea y acompaña de misterios, secretos y enigmas.

Pero esa no era la intención de Yavé. El Señor de los Cielos no es un juglar cuentacuentos. La solución al problema que desde hace miles de años nos supone la incorrecta incomprensión de Yavé, la encontraremos si logramos superar la manifiesta incapacidad de los sacerdotes para entender esa triple “S” (sensatez, sinceridad y sencillez). Una interesada incapacidad que les permitió, en milagrosa metamorfosis, un triple mensaje “I”: Insensato, Incierto e Incomprensible).

Nota: Todos deberemos reconocer que los sacerdotes no son unos incapaces. Por supuesto que no lo son. Sencillamente, sufren de una acusadísima dolencia también sufrida por muchos fanáticos e intolerantes, y que es identificada como INTERESADA INCAPACIDAD.

Después de estas sugerencias, y para este tema en concreto, debo admitir que no tengo otro mérito, ni otro demérito, que haber dedicado más de veinte años al estudio de las Escrituras y, no obstante, no haber podido conseguir que mis hipótesis concluyan en una razonada y razonable tesis. Pero esta incapacidad, además de alejar mi intelecto del de mi admirado Newton, no disminuye mi lealtad conmigo mismo y con el lector, a quien aviso desde el principio:

Al final de este capítulo complementario, seguirá sin conocer el contenido de las Tablas del rey Salomón. En este sentido, ni siquiera le podré ofrecer la socorrida solución brindada cinematográficamente. Aquí no habrá ningún laberíntico almacén donde hacer desaparecer el Arca de Yavé.

No obstante, esta incapacidad mía para obtener mejores resultados, además de proporcionarme la satisfacción de poder compartir mi ignorancia con algunas mentes privilegiadas, resulta un acicate para intentar seguir el consejo del rey sabio:

“Es gloria de Dios ocultar una cosa, y gloria de los reyes investigarla” (Proverbios, 25, 2).

Y cuando se refiere a Dios, Salomón está hablando de Yavé; y cuando menciona a los reyes, está aludiendo a los reyes de la creación, o sea, a los hijos del hombre; y además, tal y como menciona por dos veces ese versículo, es una verdadera gloria poder investigar las cosas ocultas.

Por este proverbio, y con independencia de burocráticos extravíos y salomónicas sentencias, también aceptaré sugerencia de un “lacrimoso” profeta, cuando, refiriéndose al Arca dijo:

...no se acordarán de ella, se les irá de la memoria, la olvidarán y no harán otra. (Jeremías. 3,16).

Aunque yo no esté de acuerdo con usted, don Jeremías, comprendo su buena intención, cuando, en un momento muy preciso y en un contexto muy determinante, escribió esas palabras. Y, ciertamente, nosotros podemos consentir en esa sugerencia y podemos olvidar el Arca de la Alianza; pero lo que no haremos jamás, será desistir de la búsqueda de las Tablas del Testimonio o de las Tablas del rey Salomón. Porque, si bien es cierto que no sabremos dónde están, sí que podremos señalar algunos lugares donde se puede y se debe buscar.

Por esta razón, ahora, en una muestra más de mi pedante ignorancia, ofreceré una mayor expectativa de esperanza para la localización de esas Tablas. Y aunque no se descarten inmensas y subterráneas bibliotecas romanas, este estudio apuntará a otros lugares concretos que resultan de una relativamente fácil localización y un asequible acceso. Naturalmente, esto será así, si ustedes consienten en ser tutelados por los mentores adecuados, que además, y como veremos, son unos tutores muy interesantes. Y aquí les presento al primero de ellos: El rey Salomón.


EL REY SALOMÓN


II SAMUEL Capítulos 7, 12-17 y 12, 24-25; I REYES. Capítulos 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11 y 12; II REYES. Capítulos 20, 21, 23, 24 Y 25; I CRÓNICAS: Capítulos 1, 6, 14, 18, 22, 23, 28 y 29; II CRÓNICAS: Capítulos 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 30, 33 y 35.

Hay, al menos, tres personajes que resultan determinantes para hacer un seguimiento cronológico de las Tablas de Piedra del Testimonio: Salomón, Josías y Jeremías. Por supuesto, de entre los tres destaca Salomón; por esa razón, y porque me da la gana, voy a extenderme en él. Su actuación, conocida y desconocida, fue absolutamente decisiva en la historia del Arca y de las Tablas de Yavé; y este trabajo, que ilusamente tiene la pretensión de aportar información sobre las Tablas, comienza por el sabio Salomón.

El propósito de este estudio sobre el rey sabio, y mediante unas hipótesis (nunca tesis) que tienen muchos visos de especulaciones o elucubraciones, es el de resaltar algunos significativos hechos muy puntuales de crónicas, más o menos ciertas, y de leyendas, más o menos fantasiosas, de ese interesante personaje. Pero al mismo tiempo que se efectúa esta tentativa, se pretende realizar algunas osadas interpretaciones que difícilmente se podrán encontrar en otros textos. Y digo difícilmente, porque en estos temas tan trillados, no resulta fácil hacer descartes de teorías más o menos disparatadas.

Antes de seguir adelante, y puesto que vamos a encontrarnos con frecuencia estos dos conceptos, creo necesario recordar al lector qué es lo que yo entiendo como especulación, y que es lo que califico como elucubración:

Especulación: Suposición o teoría o hipótesis, más o menos meditada y fundamentada, que se realiza sobre una cuestión.

Elucubración: Hipótesis o especulación no fundamentada y producto de la imaginación.

Yo, por supuesto, me inclino por admitir que, habiendo elucubraciones, este trabajo presenta una mayor abundancia de especulaciones. Pero de cualquier manera, sean especulaciones o elucubraciones, en mis hipótesis encontrarán, al menos la misma solidez científica, positivista y empírica, que en aquellas otras narraciones que los sacerdotes han adobado con buenas dosis de un mágico componente, que ellos, para poder incluirlas en las Escrituras, identifican como FE.

Así, pues, queda a elección del lector la identificación del vocablo adecuado; pero, ya sea de trigo o de cebada, nosotros vamos al grano.

Hace unos treinta siglos…,

¡Un momento! Ruego a ustedes que acepten lo que puede resultarles una provechosa sugerencia:

Olviden todo lo que crean saber respecto a la vida del hombre en la sociedad de hace tres mil años.

Y digo que lo olviden, porque aquel representante de los seres humanos —generosamente denominado homo sapiens— tiene pocos puntos de contacto con el actual individuo de cualquier país más o menos civilizado. Adviertan: he dicho más o menos civilizado.

Aquellas gentes vivían en un entorno tan duro y tan hostil, que si una máquina del tiempo nos transportase hasta aquellos días, además de quedar horrorizados por lo que se mostraba ante nuestros ojos, nos costaría verdadero trabajo el simple hecho comprender sus primitivas reacciones. A este respecto, me gustaría resaltar que no podemos establecer una comparación con el comportamiento, por ejemplo, de una jauría de lobos. El ser humano, al ser más débil que los lobos, es mucho más artero y cruel.

Insistiendo en que estamos hablando de países más o menos civilizados, hagamos un generoso `flashback´ e imaginemos un breve `videoclip´ que nos describe cualquier `populosa población´ de aquel entonces:

“Una desquiciada acumulación de míseras chozas de adobe con tejados de pieles de cabra o entretejidos de ramas y hojas. Entre esos toscos chamizos, serpentean angostos, sucios y hediondos callejones que apenas permitían el cruce de dos mugrientos individuos –y cuando digo mugrientos, me refiero a verdaderos y apestosos mugrientos−, que al cruzarse, se gruñen o disputan golpeándose. Una multitud de tullidos y ciegos clamando plañideros un poco de piedad y unas migajas de cualquier sustancia más o menos comestible; unos seres humanos, que precisamente por causa de su discapacidad, son objeto de burlas, escarnios y malos tratos. Borrachos haciendo sus necesidades ante los ojos de los demás. Prostitutas, que apoyadas contra la puerta de su casa, terminan su servicio e invitan al siguiente cliente que, a escasos metros, aguarda babeante. Unos desnudos o andrajosos chiquillos, que en medio de gran jolgorio y polvareda, arrastran animales muertos. Mercenarios armados, que sujetando perros de guerra y agresivos babuinos, abren camino a un personaje principal. Animales agonizantes; ratas husmeando entre escasos desperdicios y abundantes excrementos; cadáveres en descomposición de los ajusticiados colgando de jaulas, horcas o picas. Y todo esto, aromatizado por un insoportable hedor, y amenizado por una banda sonora de gritos, gruñidos, risas estridentes y lamentos angustiosos que hieren los oídos”.

Así, de esta manera, y no de la forma que nos ha mostrado Hollywood, era la realidad de aquellos tiempos. Una realidad que ni siquiera mencionan sus autores contemporáneos, por estar absolutamente acostumbrados a ella y que veían con toda normalidad.

Nota. En la actualidad, en los primeros años del siglo XXI, nosotros contemplamos con toda naturalidad a un hombre que pasea a un perrillo que va atado por el cuello con una correa. Yo, sin ser un iluminado profeta, puedo asegurarles, que esa misma imagen escandalizará al hombre del futuro.

Es bien cierto que esta es una pseudohistoria –créanme cuando la califico como pseudohistoria, pues cualquier historia que conozcamos y que se remonte a una antigüedad de más de diez minutos, es una pseudohistoria−. Pues, bien, siendo pseudohistoria, este relato que ahora pretendo hacerles llegar, tiene su génesis hace más de tres mil años. En realidad, no hace falta remontarse tres mil años atrás, pues, solamente por poner otro ejemplo, voy a transcribir las palabras de un “santo varón” que andaba por este mundo de Dios hace sólo mil años (1099). Este individuo, llamado Raimundo de Aguilers, que era canónigo de Puy, y que fue testigo y cronista de la Primera Cruzada, nos hace un relato de los dos días que siguieron a la conquista de Jerusalén por los cruzados. Y créanme, cuando hace referencia a ese cruel episodio como un maravilloso espectáculo, no entiendan que existe la menor ironía en su narración:

“Maravillosos espectáculos alegraban nuestra vista. Algunos de nosotros, los más piadosos, cortaron las cabezas de los musulmanes; otros los hicieron blanco de sus flechas; otros fueron más lejos y los arrastraron a las hogueras. En las calles y plazas de Jerusalén no se veían más que montones de cabezas, manos y pies. Se derramó tanta sangre en la mezquita edificada sobre el templo de Salomón, que los cadáveres flotaban en ella y en muchos lugares la sangre nos llegaba hasta la rodilla. Cuando no hubo más musulmanes que matar, los jefes del ejército se dirigieron en procesión a la Iglesia del Santo Sepulcro para la ceremonia de acción de gracias”.

Bien. Si ha sido capaz de imaginar el cuadro descrito, posiblemente todavía está muy lejos de comprender a nuestros ancestrales abuelos. Y, por favor, no insista en imaginar las más escabrosas escenas de asesinatos, torturas y violaciones de todos los miembros de una misma familia. De cualquier forma, ha tenido la oportunidad de percibir el “risueño” ambiente de uno de los múltiples núcleos urbanos que daban cobijo, permitían la vida y con gran frecuencia ocasionaban la muerte, de las gentes, en los más o menos históricos y civilizados países de aquellas oscuras edades.

Nota: Estoy seguro que usted sabe que aquellos lejanos tiempos no están tan lejanos. También estoy seguro, que usted tampoco ignora que en la actualidad, el odioso fanatismo nos ha arrastrado a comportamientos muy parecidos, y nuevamente están de rabiosa actualidad las decapitaciones y las hogueras.

Con estas dos pinturas que nos reflejan una idílica ciudad y un generoso comportamiento del guerrero vencedor, únicamente he intentado advertir al lector del error en que puede incurrir si pretende, no juzgar, sino sencillamente comprender aquel mundo, aquellas formas de vida, aquellas formas de muerte y aquellas formas de…

Y ahora sí; ahora retomo el relato en el mismo punto donde lo anunciamos.

Hace unos treinta siglos…,

Un espacio de tiempo que para la historia del universo es apenas un instante, pero que para la historia del los hijos del hombre es algo más que un ratito, nació, vivió y murió un hombre que determinó su época, y que tal vez, si existe algún fundamento en las hipótesis que se defienden en este trabajo, todavía pueda seguir influyendo en nuestros tiempos. Y digo que nació y murió, porque, por aquellas lejanas y brumosas épocas, y siempre según las Escrituras, algunos hombres no nacían sino que eran creados por los dioses, y algunos otros no morían sino que eran transportados o arrebatados a los cielos. Y también he afirmado que vivió, porque si resultasen ciertos sólo la mitad de los hechos que se le atribuyen, vivir, lo que se dice vivir, sí que vivió.

Todos hemos oído hablar de él. Es más, todos…, casi todos, sabemos de él al menos cuatro cosas: que era hijo de un rey; que fue un rey; que le gustaban mucho las mujeres y que era más listo que el hambre.

Ahora, si usted lo consiente, yo le iré abriendo algunas otras puertas que dan acceso al mundo de aquel hombre. Y ruego su generoso consentimiento, porque, aunque el asunto merezca la pena, yo sé que estoy disponiendo gratuita y descaradamente de su tiempo. Claro, que en el peor de los casos, siempre le quedarán dos opciones:

Primera. Negarse a seguir adelante con la lectura.

Segunda. Continuar leyendo para ver cuál es la dislocada ocurrencia del autor y, al mismo tiempo, desahogarse maldiciéndole en público y en privado.

Nota. Existen algunas otras tajantes alternativas, pero la segunda opción que se ofrece puede resultar una beneficiosa terapia que generosamente se pone a su disposición.

Como casi siempre ocurre, los actos que motivaron y posibilitaron los trascendentales sucesos que marcaron la existencia de aquel hombre y su excepcional historia, tienen su origen mucho tiempo atrás; en este caso, más de trescientos años antes de su nacimiento, en la asombrosa odisea de los hebreos en el desierto de Sinaí. Pero, como el lector ya conoce perfectamente todo lo referente al Testimonio de Yavé y al Arca de la Alianza, podemos centrarnos en la figura de nuestro protagonista; y creo que debemos comenzar por presentar al personaje. ¡Ah!, ¡se me olvidaba!, aquel hombre, aquel León Blanco de Israel y Judá que ciertamente gozaba de una personalidad muy compleja, ahora sería famoso con el nombre de Jedidías Davidson, pero en aquellos tiempos fue conocido como Salomón ben David and Betsabé.


PERSONALIDAD DE SALOMÓN


Lo diga quien lo diga o lo niegue quien lo niegue, lo cierto es que el hombre es una consecuencia de su naturaleza y de sus circunstancias. O lo que es lo mismo, que el ser humano es el resultado de su genética y de la influencia de su entorno. Por supuesto, quien esto afirme no puede atribuirse un gran descubrimiento puesto que, desde Abel y Caín, que compartían un casi idéntico ADN −resulta realmente difícil dudar de la paternidad de Adán−, pero que cada uno vivía su vida y la vivía a su aire, todo el mundo está al tanto esa gran verdad. Naturalmente, estamos obligados, yo al menos sí lo estoy, a desestimar una tercera variable muy propugnada por los arrebatados y piadosos profesionales de la adoración, me estoy refiriendo a la cómoda y socorrida:

Providencia divina, también conocida como celestial intervención.

Y digo que estoy obligado a no considerar esa tercera circunstancia, porque esa utópica variable, en definitiva, no sería otra cosa más que el resultado de la bienaventurada o malaventurada intervención del Cielo en la modificación de los genes o del entorno de un individuo; o sea, lo que podríamos denominar como un gene-suceso.

Así pues, sin conocer al individuo difícilmente entenderemos su comportamiento. Como consecuencia de esta incuestionable realidad, y con el propósito de intentar comprender, aunque solamente sea en una pequeña parte la discordante conducta de Jedidías-Salomón en determinados momentos muy puntuales de su extensa vida y reinado, debemos intentar conocer algo de su genética y de sus circunstancias. Si lo hacemos así, llegaremos a vislumbrar la compleja personalidad del heredero de David; nos recrearemos en las peripecias de su nacimiento; sus intrigas y luchas en defensa de una mera supervivencia para él, para su madre y para sus leales fans, en unos momentos muy críticos y peligrosos durante los últimos días del reinado de David; entenderemos sus primeras y tajantes decisiones al acceder al trono de Israel y Judá; identificaremos a esos fans, conocidos como sus estrechos y fieles colaboradores o cómplices. Y si todavía no estamos anímicamente bien curtidos, podemos completar nuestra ilustración mediante las noticias que, en la más rabiosa actualidad, nos facilitan los informativos sobre el repugnante comportamiento de algunos seres humanos. Con esa sensibilidad, pero sin olvidar que no deberíamos juzgar el comportamiento de los hombres en aquellas épocas, nos horrorizaremos ante sus crímenes más execrables −entre los que destaca el asesinato de su hermano−. Y, por supuesto, con la intención de resaltar las evidentes y paradójicas contradicciones de aquel típico hijo del hombre, también podremos admirar su prudente y sabia actuación como rey.

Con la ambiciosa intención anunciada en el parrafito anterior, y para estar bien informados, todos los interesados en aquellos sucesos deberían leerse los dos Libros de Samuel, los dos Libros de los Reyes, y los dos libros de las Crónicas. Pero, puesto que a mí ya me ha dado por ahí y he dedicado muchos años a estudiar esos libros con cierto detenimiento, puedo evitarles la fatiga de ojear los textos bíblicos −que yo no digo que no sean muy interesantes, pero que sí que digo que en ocasiones resultan fatigosos y hasta cansinos−. Así, pues, creo estar en condiciones de hacer llegar a usted un breve resumen de mis osadas interpretaciones, especulaciones y elucubraciones sobre este interesantísimo personaje. Un personaje, a quien podríamos definir en función de tres condiciones esenciales: Hijo intruso, hombre ambicioso y rey sabio.


HIJO INTRUSO


El padre de Jedidías-Salomón, el rey David, fue hasta sus últimos días un afortunado mujeriego. Y digo afortunado, porque lógicamente también existen mujeriegos desafortunados. Aquí, referido al rey David, entra en juego una pequeña variable que podría ser incluida en el apartado de las circunstancias sociológicas que modifican la personalidad: La bendita o puta suerte.

Conozcamos al padre de la criatura; veamos quien fue el rey David.

De este dichoso mortal de físico envidiable −alto, rubio y tirando a bellezo−; que además era rico y poderoso; que había sido dotado de una notoria capacidad amatoria y de un lírico talento, el menos entendedor entendería, que era un favorito de los Cielos, o sea, que era un tío suertudo. Después del acertado chinarrazo que propinó a un gigantesco y fanfarrón soldado hostil llamado Goliat −un suceso que le vino el jovencísimo David como pedrada en ojo de boticario−, el que luego sería padre de Salomón consigue el trono, el cetro y el látigo de Israel. Por supuesto, además de puntería y arte en el manejo de la honda, David hubo de valerse de algunas infamias y no pocas muertes para lograr la ansiada corona. Muchos años de su larga vida los empleó en luchar contra enemigos o amigos –deberemos tener muy en cuenta que para nuestro bíblico héroe, la posible diferencia entre coleguillas y adversarios tenía muy escasa importancia, y cuando no tenía enemigos a mano luchaba contra los amigos−. Todo, o casi todo, lo daba por bien empleado para lograr su “divino destino”.

Hasta aquí lo normal en un rey guerrero: pedradas, espadazos, heridas, muertes, vilezas y felonías. Adentrémonos ahora en la actividad del bello David en el reino de Eros.

Y para iniciarnos en el feudo amatorio de David y ponernos en antecedentes, debemos resaltar, que además de un desaforado harén de concubinas (casi un millar), −aunque yo pienso que serían algunas menos−, el rey pastor tuvo también un montón de esposas que, ante aquellos tolerantes legisladores, fueron sus cónyuges legales: Mical (hija de Saúl), Maaka, Abigail, Ahinoam, Haguit, Abital, Egla, Betsabé, y por último, ya al final de su vida, y como auténtico profesional de los viejos verdes, la jovencísima Abisag.

Pero ahora olvidemos a las demás mujeres y centremos nuestra atención en la que sería madre de Salomón, la hermosa Betsabé. Y para ello, antes de seguir adelante, creo muy necesario dar unas pinceladas que nos esbocen un cuadro en el que podamos reconocer a Betsabé.

El profeta Samuel, cuando se refiere a ella, dice:

Esta mujer era muy bella. (II Samuel, 11, 2)

No lo dudamos. Y digo que no lo dudamos, porque admitiendo que entre un hombre y una mujer pueden suceder de todo, no se comprendería fácilmente que un rey con un tan fabuloso harén se encaprichara de una mujer fea y deforme –¡o tal vez sí!; ejemplos haylos−. Sea de la forma que fuere, nosotros, agradecidos a la madre naturaleza y a la competente labor del director del casting, aceptamos la hermosura de aquella mujer. Pero además, estamos en la seguridad de que Betsabé gozaba de alguna cualidad más, que la dotaba de un extra y excepcional atractivo y que la distanciaban de una Barbie. Por otra parte, y según se desprende de su conducta, era una mujer muy ambiciosa. Y, por sus palabras al anciano David, cuando la sublevación de Adonías, deducimos que además de ambiciosa era una inteligente intrigante.

Estas características, que algunos llamarían cualidades, las puso al servicio de su hijo. Nadie debe dudar, yo al menos no albergo la menor incertidumbre, que fue Betsabé quien colocó en el trono a Salomón.

Nota. Por supuesto, para conseguir el cetro para su hijo, Betsabé recibió la inestimable ayuda proporcionada por el absurdo episodio protagonizado por su hijastro Adonías.

Así pues, y para ir conociéndolos, deberíamos aceptar que Betsabé era una joven muy bella, muy ambiciosa y algo “traviesa”, que puso a disposición de David todos sus encantos de mujer. Pero también aceptamos, que después de unas cuantas horitas cortas, esos encantos los supeditó a su innata y natural función como madre. Supongo que nadie le negará ese derecho.


DAVID Y BETSABÉ


Esta bíblica novela sucedió así…, poco más o menos.

Como todo rey que se precie, David tenía su ejército. Y uno de sus más cualificados oficiales, el capitán Urías, tenía por mujer a una preciosidad llamada Betsabé que, lógicamente, acapara la atención amatoria del promiscuo rey. Pues bien, de ese triángulo amoroso –David, Betsabé y Urías−, el leal militar es obligado a pasar a Retiro Forzoso en una vida mejor, y son el hermoso rey y la bella capitana los encargados de fundamentar el ADN de Jedidías-Salomón. La conducta de ambos progenitores es coautora de los especiales ingredientes de la personalidad del sabio monarca de Israel y Judá.

La historia de los amores de David y Betsabé, los apasionados padres del joven Jedidías −más conocido como Salomón−, no es un relato ejemplarizante; pero, por otro lado, resulta bastante novelesco; y además, ¿quién pretende encontrar ejemplos en la vida amorosa de un rey?

Lo dicho, David se enamora de la hermosa Betsabé que, por su parte, como era muy frecuente entonces −y posiblemente también lo sea ahora−, estaba bastante predispuesta a “conocer bíblicamente” al rey. Pero había un pequeño problema, una dificultad sin importancia que ya he mencionado: Betsabé era la esposa legítima del capitán Urías, con quien compartía hipoteca.

¿He dicho un pequeño problema? Ni pequeño ni grande. Con la permisividad de un Cielo que, frecuentemente sigue caminos inescrutables y suele ayudar a los malos cuando son más poderosos que los buenos, el enamorado monarca supo vencer lo que no suponía más que un contratiempo. Por su parte, la melancólica esposa del ausente militar, consoló su soledad, se alegró a sí misma y alegró las noches de David, compartiendo el dulce y gozoso tálamo. Y, como dice el Libro del Génesis, hubo día primero.

A ese primer día le siguieron algunos más con sus deliciosas noches y con alguna que otra placentera siesta hasta transcurrir varias semanas. Y claro, como sucede con alguna frecuencia cuando no se toman las medidas de protección adecuadas, la mujer quedó en estado de buena esperanza. Con su alarma correspondiente, la amante Betsabé informa a David del “venturoso” acontecimiento. El rey, obviando este segundo contratiempo, consigue “reprimir la desbordante alegría que brota de su paternal pecho”, y decide que lo más adecuado es buscar un padre putativo para el futuro bebé. Y, ¿qué mejor padre que el marido de la madre? Con ese fin, y flagelando su fiel corazón enamorado, David dispone que Urías regresase del frente.

Después de agasajarle y felicitarle por los servicios prestados, tanto al reino como al cariñoso rey, le concede un pase pernocta para que disfrute unas pocas horas con su sacrificada y “esperanzada” esposa, y así, de esta manera, entre los dos cónyuges facilitasen la llegada a este mundo de un inoportuno sietemesino.

Pero fuera por la razón que fuese, tal vez por solidaridad con sus reprimidos, célibes y castos camaradas del frente, o por doblegar su instinto más básico, o posiblemente, por alguna otra razón –no deberíamos pensar mal−, Urías, en lugar de solazarse con los muchos atractivos de su apetecible esposa, no se llega hasta su casa sino que permanece en las puertas del palacio real.

Nota arquitectónica. Que no les confunda la palabra palacio; el rey vivía en una casa de adobes o morteros de guijarros y argamasa un poco mayor que las de sus súbditos.

Y precisamente, ese comportamiento del capitán Urías, además de proporcionarle algunos adjetivos muy poco cariñosos, le condujo directamente hasta la muerte.

— ¿A la muerte?

— Sí; a la muerte.

El rey David comprende que le ha fallado el plan A, y pone el marcha el B. Haciendo gala de la más rastrera condición de ser humano, da instrucciones a Joab, jefe supremo del ejército, a quien ordena que el capitán Urías ocupe el lugar más peligroso y avanzado en las batallas. El diestro militar, después de lidiar hábilmente un elevado número de flechas, lanzas, espadas, pedradas y algunas otras armas estratégicas, es arrebatado por la gloriosa muerte de los elegidos. Sí, eso he dicho: elegido. Y diría mejor triplemente elegido: por su acreditada solvencia en las lides, por la “extremada” renuncia que denota su conducta y, por supuesto, por ser el esposo de Betsabé.

Como es lógico, esta crónica-leyenda-historieta puede ser relatada de una manera mucho más romántica. Si así lo hiciéramos, hablaríamos de una bellísima mujer casada que, sin quererlo y en pugna con ella misma, se enamora del apuesto príncipe-jefe de su marido; que el príncipe-jefe, de noble corazón, batalla denodadamente entre su pasión y su deber para un con su fiel vasallo-subordinado, pero que al final es vencido por el amor; que, como parte de su derrota, y casi a la fuerza, se ve obligado a meter en su cama a la hermosa y deseada mujer. Sin embargo, como rebuscada moraleja, y como consecuencia del justo dramatismo de la vida, sus más deliciosos momentos estarán siempre empañados al no poder olvidar que ella no es una mujer libre. Afortunadamente, el despiadado destino se torna compasivo con los dos enamorados, y el marido muere heroicamente al servicio de su entrañable amigo-enemigo y soberano.

Y éste, sí que hubiera sido un relato de telenovela venezolana histórica.

No obstante, la justicia divina no puede consentir ese comportamiento. Y, como la justicia, sea divina o sea humana, siempre se suele aplicar con todo rigor sobre el más débil, el primer fruto de ese amor prohibido sólo consigue vivir siete días. Nadie dudará que, en este suceso, el más débil era el inocente niño. Así, de esta forma, y según las Escrituras, los padres sufren el dolor de un merecido castigo.

Nota muy personal. Al contrario de lo que predican los piadosos sacerdotes, yo siempre he pensado que no existe buena acción sin el correspondiente castigo. En este caso, el castigo también llegó para una acción muy poco buena.

¡Pero bueno, no pasa nada! Afortunadamente, David y Betsabé habían cogido afición al lecho amoroso y consiguen sobreponerse a la muerte de su primer hijo y, respetada la necesaria cuarentena, reanudan su interrumpido hobby. Como una consecuencia de esta entretenida ocupación, resulta que meses después, finalizado un segundo periodo de gestación, el mundo recibió a un nuevo inquilino; y no fue un inquilino cualquiera. La historia le recuerda como el sabio rey Salomón, pero como ya he dicho, en la intimidad era conocido como Jedidías Davidson.

Como epílogo, queramos o no queramos, deberemos que admitir que ésta es la genética de Salomón; que en el transcurso de los años, ese ADN, junto con el conocimiento de su escasamente digna concepción, influiría en su personalidad, en sus escasos escrúpulos para tomar decisiones y, por supuesto, en sus maniobras y manejos encaminados al ascenso a los mejores puestos en la difícil escala sucesoria al trono de David. Una escala, en la que le antecedían varios hermanos mayores.

Nota. Si alguien entiende que familiares y deudos dispensan el mismo trato al hijo extramatrimonial y al heredero legal, que se dedique al sacerdocio.


SABIO Y AMBICIOSO


Es una realidad muy arraigada en las gentes, el pensar que sus emperadores, reyes y príncipes gozan de algunas cualidades que les coloca por encima de los demás mortales. Pues bien, eso es absolutamente incierto: ellos son exactamente iguales al resto de los nacidos de mujer, y como tales, disfrutan de virtudes y padecen defectos. La única diferencia está en su desmedida ambición y, por supuesto, en su ventajosa posición de salida.

Yo no sé muy bien…, ni muy mal, como se conjuga la sabiduría con la ambición. Claro, que el hecho de que yo no lo sepa, tampoco en demasiado significativo, puesto que unos afirmarán, que el sabio, siendo ajeno a cualquier ambición, debe ambicionar intensamente la sabiduría. Posiblemente, dependa de lo que se entienda por sabiduría y por ambición.

La influencia de esa genética heredada y de esa personalidad adquirida por el joven Jedidías en el trato diario con amigos y enemigos, se pone de manifiesto en los relatos contenidos en los dos iniciales capítulos del Primer Libro de los Reyes, que en síntesis nos dicen que:

Nos encontramos en los últimos días del rey David, que por cierto seguía conservando las mismas aficiones amatorias que en su juventud, si bien es verdad, y según cuentan los textos, el anciano rey ya había perdido algunas calorías y, al parecer, no estaba para repartir demasiados ardores. Esta frígida circunstancia obligó a sus fieles cortesanos a tomar una difícil decisión: O comprarle una buena manta-colcha de piel de carnero semental, o buscarle una bella jovencita que le calentase en la cama. No se sabe de quién partió la iniciativa ni quien fue el autor de la postrera decisión, pero según nos cuenta el citado libro bíblico, lo de la manta fue desestimado y el anciano rey, que posiblemente fue quien tomó la resolución final, fue calentado por la joven y hermosa Abisag. Pero, aunque ella lo intentó con gran entusiasmo, el resultado, al parecer, no fue suficiente para “levantar” los ánimos del anciano rey. Pero si aquella iniciativa calefactora fue insuficiente para David, se tienen fundadas sospechas que no lo fue, ni para el príncipe-aspirante Adonías, ni para el mismísimo Jedidías-Salomón. Para ninguno de estos dos ardientes hijos de David fue insuficiente (I Rey. 2, 13-25). Así, pues, estando en estos postreros episodios de su alborotada vida amorosa, al anciano David le crecen los enanos, y sus hijos comienzan a disputar por el trono.

El primer paso lo da precisamente Adonías, hijo de David y Haguit. El infeliz Adonías, tal vez mal aconsejado por la joven Abisag, no tiene otra ocurrencia que conspirar para proclamarse rey sin el consentimiento de su padre. En ese intento golpista estaba acompañado por el ruido de los sables del general Joab, orquestado por las piadosas oraciones-salmodias del sacerdote Abiatar y jaleado por la interesada participación de otros sediciosos y oportunistas patriotas.

He calificado como infeliz al príncipe Adonías, porque, en su ingenuidad, menosprecia tres circunstancias determinantes:

Una: Que su aliado principal, el general Joab, había sido el cómplice de David en el asuntillo con Betsabé y, por lo tanto, no traería buenos recuerdos a la conciencia del anciano rey.

Dos: Tampoco es para despreciar la enorme pesadez del cansino sumo sacerdote Abiatar que, como fervoroso postulante-pedigüeño, había estado importunando a David durante muchos años, mendigando y suplicando hasta la saciedad la construcción de un templo en Jerusalén.

Tres: Y tampoco tuvo en consideración el poder y la influencia de la mujer. Y ahora no me estoy refiriendo a la joven y bella Abisag, estoy aludiendo a Betsabé, la talludita madre de Salomón, que además de seguir conservando una parte de su espléndida belleza, ahora tenía muchos años de oficio como amante y como intrigante en la corte.

Al parecer, esta última circunstancia fue la decisiva. Nuevamente entra en juego la viuda de Urías y madre de Salomón. La siempre bella Betsabé reacciona en cortocircuito, y organiza un triunvirato entre el sacerdote Sadoc, el profeta Natán y el general Benaía. Acompañada de estas tres nobles almas, se presenta ante el rey David, a quien chiva la noticia de la travesura de Adonías. El frígido rey coge un regular calentón –que buena falta le estaba haciendo−, y en airado rebote, ordena que Salomón sea proclamado inmediatamente rey de Israel y Judá.

Es muy cierto que David estaba viejo y decrépito, pero resulta que aquello de que quien manda, manda, es bastante cierto. Como consecuencia de sus tajantes órdenes, Adonías es despojado de su efímero momento de gloria y de su poca afortunada pretensión al trono. Por el contrario, Salomón es elevado a la regia poltrona.

Y es ahora, es a partir de la “fastuosa” ceremonia de coronación –en la que Salomón subido en una mula, desciende al arroyo Guihón para ser ungido rey−, cuando los genes y los componentes sociológicos del nuevo rey entran en juego.

Lo primero que hace el joven Jedidías, es organizar la muerte de su hermano mayor, Adonías el Fugaz. Acto seguido, demostrando que es un rey equitativo, y con la evidente intención de que Adonías no se sienta discriminado, ordena que los cómplices del golpista le acompañen a disfrutar de “una vida mejor”. Y así, en el más puro estilo de Michael Corleone, ordena a Benaía –su Luca Brassi privado–, el asesinato de Joab –a quien incluso, se atreven a dar muerte en el interior del Tabernáculo–; y el de Simeí, otro incauto conjurado. Además de estas tres ejecuciones, y demostrando el gran respeto que siente por las autoridades religiosas, destierra a la aldea de Anatot, al sumo sacerdote Abiatar, y le sustituye por un hombre de su entera confianza, el sacerdote Sadoc.

Nota para la agenda: Recordemos el nombre de esa aldea a la que se desterró al Sumo Sacerdote.

Con esta pincelada que nos dibuja la escasa timidez-indecisión del joven Jedidías, todos podremos hacernos una ligera idea del poco esfuerzo que le supondría apoderarse de una reliquia del Templo. Sobre todo, si él no lo considera un acto de profanación, puesto que su propósito sería guardarla y protegerla mejor y con más seguridad.

Decidido a culminar su proyectos, y siguiendo al pie de la letra el refrán que aconseja: “lo que puedas hacer hoy…”, acto seguido, con prisa y sin pausa, el contundente Jedidías promociona a sus fieles seguidores Natán, Benaía y Sadoc, ascendiéndoles a los máximos rangos dentro del gobierno, del ejército y de las dignidades sacerdotales.

Y éstos, si ciertamente no fueron los únicos, sí que fueron los primeros y muy significativos pasos de gobierno de un hijo intruso y un rey ambicioso. Pero, lógicamente, el sucesor de David no fue solamente un hijo intruso y un rey ambicioso; ni mucho menos. También, y sobre todo, fue un hombre sabio y un rey prudente –o al menos, lo intentó−. Y además, ni su escasamente ejemplar concepción, ni su actuación como implacable aspirante al trono, merman ni un ápice su casi irreprochable actividad como juicioso gobernante.

Bueno; en realidad, esta última calificación de irreprochabilidad, sería cierta si olvidásemos que durante más de treinta años estuvo friendo a sus súbditos con unos impuestos excesivamente gravosos. Una desaforada presión fiscal-tributaria, que por cierto, fue la causa de la guerra civil que se desató a su muerte y que dio fin al reino de Israel-Judá.

Y ahora que acabo de hacer una referencia al sabio y juicioso gobernante, y antes de que se me olvide, quiero dejar constancia de mi opinión sobre un suceso que todo el mundo conoce del reinado de aquel monarca. Me estoy refiriendo al famoso Juicio de Salomón.

Para mí, y para cualquier persona que decida meditar unos segundos sobre el tema, ese relato no merecerá más que un calificativo: es una gilipollez.

Al parecer, y según las Escrituras, dos prostitutas compartían un coqueto apartamento en Jerusalén –por aquellos tiempos había prostitutas que no eran esclavas sexuales explotadas por mafias del Este; eran prostitutas y nada más; y, como dicen ellas, a mucha honra−. Bueno, pues resulta que…, pues resulta que yo me niego a seguir con esta historieta que ya he definido con un rotundo calificativo. Aquel sufrido lector que ya esté predispuesto e inmunizado después de haber seguido otra telenovela venezolana, puede informarse de esa chuminada judicial en I Reyes 3, 16 y siguientes.

Sin embargo, exceptuando ese estúpido episodio del Descuartizador de Inocentes Infantes, en los relatos bíblicos que describen el reinado de Salomón encontraremos pasajes sumamente interesantes.


ALIANZAS


Desde el primer año de su reinado, y una vez que hubo desarticulado la poco constructiva y escasamente leal oposición, el nuevo rey establece sólidas alianzas con sus vecinos.

Aquellos territorios tenían, y se puede decir que todavía tienen, una frontera oeste con el reino de Neptuno en forma de mar Mediterráneo. El lado opuesto, en los límites del este, una región trasnjordana, que está constituida por un extenso desierto que resulta bastante antipático para aquellos que se aventuren por él. Es muy cierto, que por esos dos puntos cardinales también se podía recibir desagradables visitas, pero, de verdad, de verdad, el peligro se encontraba en las fronteras del norte y en las del sur, que son en realidad por donde han venido siempre los problemas para Israel.

En aquellos tiempos, al norte del reino de Salomón se encontraban las ciudades-estado de Biblos, Tiro y Sidón, o sea Fenicia, o sea Líbano. Esas pequeñas naciones, como buenos comerciantes que eran, tenían pactada entre ellas una coalición federativa que, por aquel tiempo estaba presidida por Hiram, rey de Tiro. Y resulta que el tal Hiram, era un buen amigo de la familia Davidson; que ya había sido socio-aliado del padre de Salomón; y que en ese momento, era el principal abastecedor de materiales y obreros especializados para las obras que se estaban realizando en Jerusalén. Conclusión: el vecino del norte no era enemigo, y más que vecino era un paisano-colega. Pero de todas formas, Jedidías Davidson no olvidó que los mejores vecinos, amigos y colegas, a veces…, bueno, ya saben ustedes. Por ese motivo, como veremos muy pronto, reforzó las ciudades norteñas de su reino, amurallando Mejido, Migdal y Ramot.

De los cuatro puntos cardinales, y por aquellos días, el verdadero y acuciante problema estaba en el sur, en los territorios del Néguev, del Sinaí, y sobre todo, en el poderoso reino del faraón de las Tierras Negras, o sea, en Egipto. Por eso, lo primero que hizo Jedidías fue ordenar la fortificación de Ascalón y Jaffa, las principales ciudades al sur de Jerusalén.

Pero entendámonos, por muchas ciudades que amurallase al sur de Jerusalén, el reino de Salomón no era un enemigo para Egipto, porque, lo que resultaba muy cierto es que Israel estaba en el camino que debían seguir los faraones cuando tenían ganas de bronca contra sirios, hititas o caldeos-medo-persas. O sea que, para los egipcios, el país de los hebreos era un territorio neutral con un permisivo pasillo. Siendo esto así, Salomón, que era un tío bastante preparado, también conocía el refrán que dice: “Posa los ojos en tu amigo, pero no pierdas de vista a tu enemigo”. Por esta razón, en el registro de actuaciones inteligentes del hijo de David, también tiene enorme importancia su vínculo con Egipto. Un vínculo que se cita en 1 Rey. 3, 1 y en 2 Cró. 11, donde se dice, de pasada y casi furtivamente, que Jedidías-Salomón tomó por esposa a la hija del faraón. Naturalmente, esta discreta y casi solapada alusión, deberemos entenderla en base a un rescoldo del odio y del resentimiento del pueblo hebreo contra Egipto. Cuanto menos se mencionase aquella “casa de servidumbre”, aquel país donde habían estado sometidos y esclavizados, sería mucho mejor. Cualquier evocación a la poderosa nación del Gran Río, resultaba una cuestión que no se consideraba políticamente correcta. Por lo tanto, tampoco era cosa de andar aireando la boda de Salomón con la princesa egipcia, o sea, era más conveniente no mencionar la soga en casa del ahorcado. Pero resulta, que lo quisieran o no los hebreos, la realidad imponía al menos, un amoroso flirteo ente su rey y la hija del faraón. Salomón no hubiera podido reinar ni un cuarto de hora sin una fuerte alianza con el país del Nilo. Con estos argumentos, sólo he pretendido resaltar que la actividad diplomática de Salomón no fue nada desafortunada. Y, si por otra parte, tenemos en consideración la leyenda que atribuye una espléndida belleza a la princesa del Nilo, parece ser que la alianza le resultó bastante placentera.

Y, cubiertos el oeste, el este, el norte y el sur, en realidad, ya no hay más vecinos. O, ¿sí que los hay?

Lo pregunto, porque estos cuatro límites los he definido con el tolerante permiso se Saba. Y me refiero al indulgente permiso del reino de la hermosa Makeda-Balkis; porque, no se sabe muy bien, y por el contrario se sabe muy mal, cuál era el enclave geográfico de Saba. Unos afirman que era un país al sur de Egipto (Sudán, Etiopía); otros aseguran que era un reino situado al sur de la península arábiga (Yemen), incluso, se alude a una especie de enclave pirata del llamado cuerno de África. [Tengamos en cuenta que Salomón había conquistado y reconstruido el puerto de Azión-Geber, en la cabecera del golfo de Aqaba, y que sus barcos navegaban por el mar Rojo rumbo al Índico].

Yo, tal vez por llevar la contraria, y arrastrado por un sentido razonable –sustitutivo del caducado y cada vez menos utilizado común sentido común−, no veo muy lógico que una reina se largue una prolongada temporada abandonando su país, y, por lo tanto, no participo de esa teoría africana del reino de Saba. Es más, opino que el reino de Saba ni siquiera existió. Entendámonos, yo no niego la existencia de aquella mujer, solamente insinúo que Balkis −también conocida como Makeda, o como Lady Salomón−, no fue ninguna reina. Yo estoy en la creencia de que aquella hermosa mujer sólo fue una riquísima comerciante, propietaria y organizadora de formidables caravanas que transportaban, de oriente a occidente y viceversa, las mercaderías más valiosas (piedras preciosas, platino, oro y costosas especias). Cuando hago referencia a mercaderías valiosas y costosas especias, también estoy aludiendo a otras mercancías y sustancias, que alcanzaban y que alcanzan en la actualidad, unos precios desorbitados. Pero bueno, de momento lo dejamos aquí; de Saba, y sobre todo de su “reina”, ya hablaremos un poco después.


FORTIFICACIONES


Al mismo tiempo que despliega todo su habilidad y buen juicio en las actividades diplomáticas, y como ya he apuntado, en una demostración más de su prudente actuación, con la intención de prevenir posibles agresiones de vecinos pesados y aliados traidores, Salomón decide reforzar la mayoría de los enclaves estratégicos de su reino, y levanta atalayas fortificadas desde el mar Grande al mar de Galilea. Unas torres de vigilancia, que además de dar las alarmas, retrasen la marcha de un posible ejército invasor.

Después de fortificar las ciudades fronterizas y demás obras estratégicas, decide consolidar y reforzar las murallas destinadas a la defensa de Jerusalén, ciudad-capital de su reino.

Debemos tener muy en cuenta, que si exceptuamos la Ciudadela de David, la ciudad de Jerusalén solamente se encontraba relativamente bien protegida mediante el Valle del Cedrón en su sector este; por otra parte, el sur-oeste estaba parcialmente defendida con el foso-barranco de Tirapeón, que separaba la ciudad de Jerusalén, propiamente dicha, de la Ciudadela de David; y, todavía más al sur, su defensa contaba con el poco accesible Valle de la Gehena. De todas formas, y por muy bien que estuviesen consolidadas sobre la colina de Ofel –parte más meridional del monte Sión−, en su primera iniciativa, el rey sabio refuerza las murallas del fortín de la Ciudadela de David. A continuación, y desplazando gran cantidad de cascotes y tierra en una obra conocida como el Milo, ciega y nivela el barranco de Tiropeón. Con este último trabajo, en el que colaboran los Ministerios de Defensa y de Obras Públicas, une el monte Sión con el monte Moriá, consiguiendo una casi inexpugnable explanada artificial asentada sobre tres elevaciones (Ofel, Sión y Moriá) y dotada de unos sólidos muros de contención.

Lo de inexpugnable, si nos atenemos a la historia, es muy poco cierto.

Al mismo tiempo, dando importancia a lo que de verdad es importante, y desestimando la posibilidad de construir desoladas y pretenciosas piscinas municipales e inútiles y desértico pabellones polideportivos, y con el loable objetivo de abastecer de agua a la sedienta ciudad y a la ciudadela, realiza obras de mejora y mantenimiento en el subterráneo acueducto del arroyo Gihón –Túnel de Ciegos y Cojos−, que recogía y embalsaba sus aguas en un primitivo y rudimentario estanque de Siloé. Además, el rey sabio diseña una secreta e inteligente red de galerías, minas y cámaras subterráneas que, en caso de asedio, facilitaban la salida de soldados, y que al mismo tiempo eran de fácil cegado.

Nota pedante. Ese acueducto –“túnel de ciegos y cojos”−, es el mismo que había sido utilizado por el rey David cuando asaltó y conquistó el fortín Jebuseo (II Sam. 5). Siglos después, fue parcialmente reutilizado y modificado por el rey Ezequías (II Crónicas, 32).


ORGANIZACIÓN DEL REINO


Después de asegurar alianzas mediante pactos, fortalecer guarniciones de fronteras y reafirmar defensas con ciclópeos trabajos, Jedidías-Salomón Davidson ben David-Betsabé, decide convocar al Consejo del Reino. Un gabinete-consejo compuesto por los más ilustres enchufados de la corte: Un superintendente, doce intendentes-proveedores de la Casa Real y un prefecto de tributos −el ministro de Hacienda, (Don Isaac Sanguijuelo), y, con miras a la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado, como uno más de los demócratas-tiranos al uso, se ve en la obligación de adoptar y decretar las “no deseadas, pero inevitables” subidas de impuestos. Así consta en I Reyes 4, 21:

Salomón señoreaba sobre todos los reinos desde el río hasta la tierra de los filisteos y hasta las fronteras de Egipto; todos le pagaban tributos y le estuvieron sometidos todo el tiempo de su vida.

Y, si después leemos los versículos siguientes (desde el 22 al 28), comprenderemos mejor en qué se fundamentaba la ambiciosa iniciativa de Adonías cuando pretendió encaramarse al trono. Y si también leemos los primeros versículos de I Reyes 12, comprenderemos con meridiana claridad, que aquellos pobres súbditos estuviesen “hasta ahí mismo” de pagar diezmos, primicias, tasas, aranceles, peajes, transmisiones patrimoniales, plus valías, y por supuesto, estaban hasta debajo del ombligo del omnipresente IVA.

Después de trincar la cómoda, bendita y solidaria pasta de los impuestos, el rey sabio organiza las distintas ciudades y guarniciones de su reino; potencia la construcción de unos laboriosos astilleros en los puertos mediterráneos de Israel, y, con la presunta y aparente intención de comerciar con Ofir −región rica en oro−, ordena la construcción de navíos en los astilleros del puerto de Azión, en la cabecera del golfo de Aqaba (9, 26-28).


LAS “MINAS” DEL REY SALOMÓN


He dicho “intención presunta y aparente”. Y lo he dicho, con el propósito de intentar desmentir el mito de las famosas Minas del rey Salomón. Para que nos entendamos: No existe ni el menor fundamento para mantener esa leyenda.

La tapadera-coartada que ideó el astuto Jedidías Davidson, resultaba bastante más sencilla y lucrativa que andar por ahí, localizando y explotando minas de oro. Salomón, posiblemente bien asesorado por la “reina de Saba”, fletó una pequeña escuadra de navíos de guerra. Era una flotilla pirata-corsaria con base de operaciones en el puerto de Azión-Geber, en lugar más protegido del casi impenetrable golfo de Aqaba. Esos barcos corsarios se adueñaron del mar Rojo y de sus poblaciones más o menos ribereñas, respetando, por supuesto, los navíos de su suegro el faraón y de su compadre Hiram de Tiro. Cuando ya tenían bien controlados y defendidos los golfos de Suez y Aqaba, y abriendo la estrecha Puerta de los Lamentos (Bab el Mandeb), se aventuraban por el océano Índico a través del golfo de Adén. Por esos mares del sur de la península arábiga abordaban todo tipo de naves y, por supuesto, saqueaban todos los pueblos y ciudades hasta el golfo de Omán. Desde allí, con las bodegas bien repletas de un precioso y dorado botín, regresaban por la misma ruta hasta ponerse a salvo después de cruzar nuevamente la citada Puerta de los Lamentos.

Y esta rentable operación corsaria es la que podemos identificar como las legendarias Minas del rey Salomón.

Nadie debería extrañarse de esta especulación-elucubración sobre el filibustero comportamiento de Salomón Davidson, puesto que al menos existen dos razones que justifican ese modo de proceder:

En primer lugar, porque se actuaba en contra de enemigos declarados del joven reino de Israel.

En segundo lugar, esa conducta no era una actividad pirata, ni bucanera ni filibustera, sino que estaba amparada por una Patente de Corso. Este comportamiento de Salomón es sólo un reflejo de su talante en los asuntos comerciales. Y, ciertamente, el negocio era una “mina”.

Esta “habilidad” como negociador del afanoso y emprendedor Jedidías, se consolida y se hace evidente en el timo que le prepara a su proveedor, amigo y paisano, el rey de Tiro, cuando, en pago de veinte años de aportaciones de oro, materiales y mano de obra para los trabajos de los “palacios” de Jerusalén, le hace entrega de veinte míseras aldeas de Galilea, próximas a la frontera del Líbano. Quien lo desea, puede deleitarse con el majestuoso rebote de Hiram que se relata en I Reyes 9, 10-14, y que demuestra la muy escasa generosidad del hijo de Betsabé para con sus abastecedores, amigos y fieles aliados.

Nota. Esta salomónica actividad de corso, después, en otras versiones de piratería, bucanería y filibustería bajo distintas banderas, tuvo continuidad durante muchos siglos. Baste recordar al caballero cruzado Reinaldo de Chatillon, que dos mil años después de Salomón, montó el mismo negocio contra Saladino. Y, por supuesto, en la actualidad, a inferior escala pero en el mismo escenario, la siguen practicando los piratas somalíes.


LA “REINA” DE SABA


En los poco apetecibles territorios al este de Israel nos encontramos con un vasto desierto; lo que se dice un “señor desierto”. Eran unos inhóspitos territorios muy difíciles de cruzar, incluso para los escasos moradores de esos desolados lugares. Regiones, que únicamente eran transitadas por formidables caravanas de comerciantes que, después de agruparse y aliarse entre ellos, con el propósito de fortalecerse y de afrontar los gastos que les ocasionaba los pequeños ejércitos mercenarios que les acompañaban, se atrevían a transportar sus valiosas mercancías desde el más lejano oriente, pasando por ciudades como Babilonia, Susa, Persépolis, Nínive o Asur, hasta llegar a Egipto, y, lógicamente, el recorrido inverso. Por supuesto, para su defensa, además de ese numeroso contingente de hombres armados, estos comerciantes eran portadores de cartas credenciales expedidas por poderosos reyes, quienes, a cambio de esas licencias de transporte, se proclamaban como enemigos declarados de aquellos que osasen asaltar una caravana de la que obtenían jugosos beneficios.

Y, alguien podría exclamar:

— ¡A ver si me he enterado!: Al parecer, los transportistas organizadores de caravanas, y al mismo tiempo que ponen en riesgo sus vidas, hacen un desembolso en mercaderías, camellos y mulos, y asumen pérdidas y deterioros de mercancías; también están en la necesidad de contratar pequeño pero costoso ejército y, finalmente, deben repartir beneficios con los reyes y príncipes de los territorios que atravesaban. ¿Es así?

— Pues sí, señor; así eran aquellos “emprendedores”: Inversión, gastos y riesgos.

Después de meditar un ratito, cuando sale de su estupor, ese alguien podría preguntar:

— ¿Por qué? ¿Tan grande era su recompensa comercial?

— Pues sí, señor; las ganancias eran enormes; verán ustedes:

Las valiosas y rentables mercancías solían ser: Oro, platino, incienso, mirra y especias. Pero…, pero sobre todo, y como productos más deseados y costosos, transportaban drogas derivadas del opio-morfina, alcaloides y todo tipo de narcóticos refinados.

— ¿Y eso?

En aquellos lejanos tiempos, y mucho antes también, los hijos del hombre habían caído en la dependencia de los estupefacientes. Unos, apremiados por el dulce-amargo vicio; otros, obligados por la absoluta necesidad de aliviar el dolor o para calmar la ansiedad de sus enfermedades, usando de preparados con base en el opio, semejantes al láudano de Paracelso. Y no olvidemos que la droga, lo crean ustedes o no lo crean, produce cuantiosos beneficios económicos a los traficantes-transportistas y a los “camellos o mulas” (con o sin caravanas). Y si alguien cree que el tráfico de drogas no produce ganancias a los narcos, o piensa que es un invento moderno fortalecido por la prohibición de su consumo, está en su derecho a opinar así. Y además, en defensa de su tesis, puede argumentar las “enormes pérdidas” sufridas durante decenios por las empresas tabaqueras. Unas empresas, que autorizadas por los políticos profesionales, fabrican unos productos, que esos mismos políticos profesionales, en el colmo de la desvergüenza, condenan su consumo.

Perdón; pero, con los políticos profesionales, con los sacerdotes y con sus aberrantes contradicciones, me `enciendo´.

Pues bien, es muy posible que fuese una de esas colosales caravanas, tal vez aún mayor que las demás, que procedente de alguna de las ciudades de oriente –más allá del Golfo de Omán−, se presentase voluntariamente –o fuese obligada a presentarse voluntariamente− ante las puertas de Jerusalén. Al frente de esa expedición, o formando una parte muy destacada de ella, se encontraba la bíblica Reina de Saba.

Según se relata en las Escrituras (I Reyes 10, 1-13 y Crónicas 9, 1-12), y sirviéndose de una discreción envidiable −que debería servir de ejemplo a las famosos/as y famosillos/as para burlar el acoso de las revistas del corazón−, Salomón y Makeda-Balkis, mantuvieron un trato muy amistoso y correcto; o sea, que no se llevaban mal del todo.

Al parecer, la célebre Reina de Saba, y siempre según el relato bíblico −una interpretación que yo, desde luego, no comparto−, había hecho un larguísimo y peligroso viaje desde su hipotético reino (El País de Nunca Jamás), para gozar de la sabiduría de Salomón… y nada más; repito: y nada más. ¿Ven por lo que digo que yo y algunas otras personas más, no compartimos esa interpretación? Resulta, que una mujer inmensamente rica, que además era joven y hermosa, y por tanto en edad de merecer, se pone en marcha, atraviesa desiertos y se enfrenta a un peligroso viaje de meses, con la sola intención de llevar esplendidos regalos, proponerle pueriles acertijos y admirar la sabiduría de un individuo con fama de listo. ¡Venga ya!

No obstante, por la mera lectura de las Escrituras, no se puede afirmar ni negar, que es lo que puede haber de cierto en una antiquísima leyenda que asegura que la Reina de Saba engendró un hijo de Salomón. Un hijo, que dio inicio a una famosa dinastía de reyes etíopes. Y tampoco podemos negar, yo al menos no lo hago, que entonces o después, como consecuencia de esa visita de Balkis-Makeda, una copia de las Tablas de la Alianza fuese a parar a un reino lejano. Y, por supuesto, tampoco podríamos jurar, al menos yo no pondría la mano en el fuego, que no existió ni la menor erótica entre un rey muy aficionado a las mujeres –titular de un harén con más de quinientas bellezas−, y una hermosa reina-guiri-turista.

De cualquier forma −por insistir que no quede−, en lo que se refiere a su regia titularidad, sí que deseo dejar constancia de mi opinión en el sentido de que esa correcaminos y oriental soberana de Saba, era tan reina, como unos diez siglos después lo fueron sus paisanos los Tres Reyes Magos de Oriente. Ya saben, aquellos que también transportaban oro, incienso y mirra, y que tomaron el palacio del rey Herodes por una oficina de Información Turística.

Y, puesto que ese exótico episodio de la Reina de Saba, no es más que eso, un exótico episodio, aquí lo dejamos.

Nota que pongo a disposición de las brigadas antidroga, insistiendo en el tema de las mercancías transportadas por las famosas caravanas de la Ruta de la Seda:
Desde siempre, los ingenuos cronistas, además de la seda, nos han descrito como mercaderías, el oro, el incienso y la mirra, y añadían algunas especias (azafrán, anís, mostaza, canela, clavo), y también incluían los esclavos, las maderas de ébano, el marfil y algunos otros costosos etcéteras. Bien, yo no lo niego; posiblemente fuese así. Pero que asintamos con nuestra generosa tolerancia diez, no debe ser óbice para preguntarnos: ¿Qué disminuidito traficante se dedica a transportar tablones de maderas finas y piezas de marfil, si sabe perfectamente que por un precio infinitamente superior, ocupando menor espacio y causando menos problemas, puede transportar y vender todo el opio y los narcóticos que consiga hacer llegar a sus ansiosos consumidores?
Y, si alguien cree que el tráfico de maderas finas y marfil es más rentable que el tráfico de drogas, solo puedo asentir diciéndole que está en su derecho de opinar así. ¡Faltaría más!


LA HIJA DEL FARAÓN


Por último, y como ya he comentado, en el registro de actuaciones inteligentes de Davidson, también tiene enorme importancia su vínculo con Egipto (I Rey. 3, 1 y en II Cró. 11).

Según las noticias que nos han llegado, Salomón, si exceptuamos que poseía un harén de más de quinientas mujeres –algo, que desde luego no dice mucho a favor de su sensatez−, era un hombre bastante inteligente. Y, si resulta que era inteligente, que amaba la sabiduría y que disfrutaba con la ciencia, posiblemente advirtiese dónde se encontraba en aquellos tiempos la sede y residencia del conocimiento y de la cultura. Y al fin y al cabo, para el hijo del hondero David, Egipto sólo estaba a tiro de piedra; y, también al fin y al cabo, él era un príncipe que durante el reinado de su padre gozaría de bastante tiempo libre. En estas condiciones, en una más de mis osadas elucubraciones, yo pregunto: ¿quién puede negar que el joven Jedidías Davidson no fijase su residencia durante una temporada en el país de las pirámides? Tal vez como embajador de los reinos de Israel y de Judá, o más sencillamente, y como cualquier otro joven de su época, mediante un Erasmus; obteniendo un máster en Relaciones Internacionales, incluso, en Embalsamamientos y Momificaciones.

Allí, posiblemente, el joven príncipe se acostumbró a un lujo y una riqueza que eran desconocidos en su país. Y allí, probablemente, también admiró los templos, palacios y residencias de dioses y gobernantes egipcios. Y allí, seguramente, el retoño del apasionado David descubrió embelesado otros “monumentos” que eran muy dignos de admiración y que invitaban a un trato más cordial y, sobre todo, más cercano.

Así, en estas condiciones, no es de extrañar que llegado el momento de pasarse por la vicaría, el avispado Jedidías Davidson no hiciera ascos a una joven y hermosa princesa egipcia. Y eso, a pesar de lo mucho que esa unión pudiese irritar a su pueblo. Y, por cierto, en aquella amorosa alianza debió existir una cierta atracción –“por supuesto platónica”−, puesto que el ardoroso Salomón, según se desprende de I Rey. 7, 8, edificó para su esposa una bonita residencia al gusto y moda de los egipcios. Un coqueto apartamento, donde el matrimonio, cuando la reina de Saba no andaba por allí, se reunían a jugar al parchís. Y si aquella amorosa alianza con la hija del faraón no alcanzó la cúspide del delirio, posiblemente fuese debido al poco leal y escasamente fiel comportamiento del mujeriego hijo de David y Betsabé.

Nota en papel couché: Esta esposa egipcia de Salomón, según cuenta la tradición se llamaba Nag-sara. Confiemos en que a través de su nombre, no se pretenda relacionar a esta princesa con una descendiente egipcia de la matriarca Sara; aquella, que acompañó a su marido Abraham en su viaje a Egipto, y que, según rumores sin confirmar, tuvo algún devaneo con el faraón.

Y aquí dejamos la presentación de Jedidías-Salomón Davidson. Como es lógico, en otros momentos trataremos de algunas de sus más importantes realizaciones, entre las que destacan la construcción del Templo; el traslado del arca desde la Ciudadela de David a Jerusalén; su implicación y protagonismo en la apertura y comprobación del contenido del Arca de la Alianza; su interesantísimo discurso de inauguración de la Casa del Arca; su “charla” con Yavé ante el altar de Gabaón; su búsqueda y logro de la sabiduría y, por supuesto, sus duplicados de documentos.

Con este pequeño esbozo de la vida, milagros, aciertos y travesuras del joven rey, tenemos materias suficiente realizar un escueto estudio psicológico de Jedidías-Salomón Davidson. Un análisis que nos ayudará a comprender su personalidad, y que de esta forma nos permita una correcta interpretación de sus actos y de los sucesos en los que fue protagonista. Una personalidad, que resumiendo podemos simplificar así:

Hombre con una genética aportada por David y Betsabé, que no estaba exenta de comportamientos poco éticos.

Ambicioso y capaz de usar los métodos más expeditivos para satisfacer su afán de poder.

Que no perdonó el comportamiento de su hermano, a quien asesinó.

Que sentenció y ejecutó al sedicioso general Joab.

Que fue un rey con gran capacidad de organización.

Que se comportó como gobernante despótico que impuso grandes impuestos a sus súbditos.

Que estafó al rey Hiram de Tiro en el momento de liquidar cuentas por los materiales y servicios prestados en la construcción de la Casa del Arca.

O sea, un hombre-rey muy inteligente, que además estaba dotado de una gran voluntad, decisión y ausencia de escrúpulos, que le facultaba para lograr sus objetivos sin reparar en obstáculos divinos o humanos.

Este esbozo de su personalidad nos permitirá entender su insólito y atrevido comportamiento. Un comportamiento, que al final, posibilitó la existencia de las Tablas de Salomón.

Bien, ya conocemos un poco mejor a Jedidías-Davidson; y todavía le seguiremos conociendo un poco más. Pero ahora, girando a izquierdas las manillas del calendario, en un viaje a contratiempo, y mediante un nuevo flashback, vamos a retroceder unos pocos años y regresamos con el padre del interfecto; nos vamos nuevamente a la vera de rey David. A ver si hay suerte y le encontramos fuera de su harén.


LA CASA DEL ARCA O TEMPLO DE SALOMÓN.


En este subcapítulo y en los dos siguientes se va a tratar sobre el Templo de Salomón. Y se hace, sólo y exclusivamente, para descender de las utópicas y fantasiosas ensoñaciones sacerdotales, y así mostrar la sencilla razón por la cual nunca se ha conocido con exactitud y precisión el enclave del “grandioso” Templo. Y resulta, que ese ignorado y desvanecido solar, es muy importante para la localización de las Tablas de Salomón, pues, aunque no lo crean, es muy difícil encontrar un tesoro en los sótanos de un monumental templo, si previamente, no hemos localizado ese santuario.

En el capítulo XVI conocimos qué y cómo era el Tabernáculo que ordenó construir Yavé para custodiar el Arca que contenía las Tablas. Pues bien, la Casa del Arca o Templo de Salomón es únicamente eso: un Tabernáculo. Por este motivo, Salomón no incumplió el mandato de Yavé que prohibía la construcción de Templos.

Dice el capítulo séptimo del segundo Libro de Samuel:

Y aconteció aquella noche, que vino palabra del Señor a Natán, diciendo: Ve y di a mi siervo David: Así dijo el Señor: ¿Tú me has de edificar casa en que yo more? Ciertamente no he habitado en casa desde el día que saqué a los hijos de Israel de Egipto hasta hoy, sino que anduve en tienda y en tabernáculo. Y en todo cuanto he andado con todos los hijos de Israel, ¿he hablado palabra en alguna de las tribus de Israel, a quien haya mandado que apaciente mi pueblo de Israel, para decir: ¿Por qué no me habéis edificado casa de cedros?

Estos versículos, que no pueden ser más contundentes, dejan poco lugar a dudas sobre los deseos de Yavé. Es evidente, y no puede expresarlo con más claridad, que el Señor de los Cielos no desea que se construya ningún templo. Sin embargo, como ha ocurrido siempre, a los sacerdotes les importaba bastante poco la voluntad de Yavé y lo interpretaron al contrario. Entendieron, que sí; que Yavé deseaba que se le edificara una morada.

Para su frustración, tropezaron con la rotunda negativa de David, y sólo a la muerte de éste publicaron en su BOE −a través de sus profetas y augures−, que Yavé no había consentido hasta ese momento la construcción de un templo, porque ese honor lo tenía reservado para Salomón.

— ¡Anda ya! ¿Cómo van a tener tanta cara los piadosos sacerdotes?

— Lo que yo te diga. Verás; todo sucedió así:

Como es lógico en el comportamiento de los fervorosos profesionales de la religión, y ante un estado de bienestar nunca conocido hasta ese momento, los sacerdotes levitas no podían permanecer indiferentes. Un día sí, otro también y al tercero lo mismo, el Consejo de Sacerdotes se presentaba ante David, entonando la plañidera salmodia de los más llorones pedigüeños y de los pordioseros (por Dios) más profesionales:

“¡Por el amor de Dios!, ¡Danos algo, jefe!, ¡Sé solidario con los piadosos sacerdotes, que luego, Dios te lo pagará!”.

Si algún lector se toma el placentero trabajo de leer Deuteronomio 10, 8-9, advertirá que aquellos sacerdotes, como todos, pertenecían a la tribu de Leví; y si hablamos de cara dura, también descubrirá que según ellos mismos afirmaban, Yavé-Dios había dispuesto que las restantes once tribus de Israel “gozasen” del venturoso privilegio y de la gloriosa obligación de alimentarles y mantenerles. Sin embargo, por muy obstinados que fuesen aquellos ungidos parásitos, el rey David, en contra de lo que afirma el capítulo siete del Segundo Libro de Samuel, en ningún momento de su reinado consintió en construir el famoso Templo de Jerusalén. Él, como prudente y socarrón pastor, una y otra vez se los quitaba de encima, prometiéndoles que algún día les construiría una sede social donde podrían domiciliar su lucrativa actividad divina, y donde podrían atesorar sus cuantiosas riquezas procedentes de censos y donaciones. Y, aprovechando que el Nilo pasa por Sevilla, David argumentaba su negativa diciendo, que por tener las manos manchadas de sangre, él no era digno de tan sagrada labor y, que si acaso, otra vez será; o sea: Que Dios te ampare hermano.

Pero, ¿cuál era el verdadero fundamento de esa regia actitud?

Pues, había dos principales motivos.

El primero y más importante tenía un componente religioso. El rey David, como muchos otros seguidores de la Ley de Moisés, había entendido perfectamente el mensaje de Yavé, y sabía que el Señor de los Cielos había prohibido la congregación fieles adoradores, la construcción de altares y la talla de imágines ante las que postrarse. Y también sabía que un templo es precisamente eso; un lugar propicio para la congregación de creyentes, la colocación de altares y la veneración de imágenes.

El segundo motivo es, ¿cómo decirlo?, un poco menos “divino”. El rey David no “tragaba” a los sacerdotes. Ni Samuel, ni Natán, ni Abiatar, ni Sadoc, eran especialmente amados por el rey. Por esta razón, cuando le dijeron que el tabernáculo, después de trescientos años de andar de acá para allá, estaba hecho unos zorros, y que al menos deberían traer el Arca hasta Jerusalén, él les contestó que sí, que de acuerdo, que se traería el Arca. Pero que no tenía la menor intención de gastase ni un duro en hacer un templo; y que si el arca había estado bajo unas lonas durante trescientos años, podía estar algunos años más; y que, en última instancia, él habilitaría una nueva carpa-jaima para cobijar el Arca del Testimonio. También les advirtió, que no quería que aquel traslado hasta la Ciudadela se convirtiera en una romería con protagonismo y lucimiento de los estamentos religiosos, con el Sumo Sacerdote “bajo palio” y las cofradías discutiendo por los trayectos y los horarios. Por esta razón les hizo una oferta imposible de rechazar: Él mismo se encargaría del porte.

Pero, por suerte para los ungidos sacerdotes, algo falló. Durante el transporte, Ozá, hijo de Abinadab, murió (¿?) por haber puesto la mano sobre el arca.

Nota. Esto de que Oza ben Abinadab murió por tocar el arca, además de una idiotez, es un insulto a Yavé. Si consideramos los celos, rencillas y envidias existentes entre aquellos “solidarios” vecinos, vaya usted a saber lo que pudo ocurrir durante el traslado de una reliquia, que era arrebatada a una ciudad con la intención de llevarla a otra.


LOS “BENEFICIOS” QUE PROPORCIONABA EL TEMPLO


Sea como fuere, y como consecuencia de ese incidente, David cogió un rebote importante y, desistiendo del traslado, decidió que el arca fuese depositada en casa de de un tal Obededom. Y allí se hubiera quedado, per in secula seculorum, si no llega a ser porque unos meses después, a David le llegaron noticias de lo bien que le iba a Obededom custodiando el arca. Al parecer, a la gente le había dado por ir a visitar el Arca y, lógicamente, atendiendo a lo dispuesto en Éx. 34, 20 que decía:

No te presentarás ante mí con las manos vacías…, los ingenuos y fieles creyentes llevaban todo tipo de regalos y donativos al tabernáculo.

Con la lógica más elemental, el rey pastor se dijo:

¡Tate, tate!, me parece que estoy haciendo el primo. El arca debe venir a la Ciudadela. Por mucho que se lastime mi ego, yo les digo a los sacerdotes, que en prueba de mi benevolencia les consiento que se traigan el arca, pero…, que no la lleven a Jerusalén; que me lo instalen aquí, en la Ciudadela de David. Luego, por supuesto, aquel que quiera ver el arca y traer algún regalito, será bien venido.

Así, de esta manera tan accidentada pero tan lógica, el arca llegó a la fortaleza de David, junto a Jerusalén. Y allí, en una carpa habilitada por el rey, quedó instalado el emblemático arcón. Y allí comenzó a recibir visitas que, como estaba mandado, aportaban óbolos, diezmos, primicias, aranceles, tasas y demás piadosas contribuciones.

Fin del flashback del traslado del Arca.

Transcurrieron los años; nos encontramos en el reinado del culto hijo de David, el sabio rey Salomón. Muchas cosas han cambiado, pero una de esas cosas, con alguna pequeña modificación, sigue casi inalterable: la pedigüeña tabarra sacerdotal ha evolucionado del ruego a la exigencia. Los obstinados sacerdotes, suponiendo erróneamente que Salomón no sería capaz de liarse a pedradas, −como había sido costumbre en su padre−, le recuerdan exigente e insistentemente, que David les había prometido la construcción de un tabernáculo de piedra, madera y oro.

Y, he dicho suponiendo erróneamente, porque los sacerdotes no podían sospechar la extraordinaria capacidad para matar intrigantes y pedigüeños que tenía el joven Salomón. No obstante, Salomón, que se siente algo deudor con los sacerdotes Natán y Sadoc, que le han ayudado a conseguir el trono, cede finalmente, y promete que en el momento en que termine de unir las colinas de Ofel-Sión con la de Moriá, y cuando la ciudad quede bien fortificada, iniciará las obras del edificio. De todas formas, no pierde la ocasión de ratificarse en su opinión (I Rey. 8, 27):

Nadie en este mundo puede hacer una morada para Yavé. Entiéndanlo bien señores sacerdotes: Lo que voy a construir no es la morada de Yavé; lo que voy a edificar con el oro que el pueblo aporte con generosos donativos y mediante “voluntarios impuestos”, es la Casa del Arca.

Sobre aquella formidable plataforma que era el centro de la ciudad amurallada de Jerusalén, y que Salomón ha levantado y cimentado durante los primeros cuatro años de su gobierno, y antes de construir su propio palacio, el rey sabio construye un tabernáculo, o sea, levanta la Casa del Arca.

Es éste un edificio, que en desafortunada interpretación y traducción, ha pasado a la posteridad con el nombre de Templo de Jerusalén o de Salomón. Y digo desafortunada interpretación, porque si un templo es morada de un dios y facilita la adoración de esa deidad, y resulta que aquel edificio no estaba destinado a ser morada de ningún dios, y además, Yavé había prohibido su adoración, es más que evidente que aquella edificación no era un templo. A menos, claro está, que para guardar el Arca se precise un templo. Finalizada la obra, y tal vez solamente por dar la razón al autor de este ensayo, Yavé ordena que en el lugar más santo de ese emblemático recinto sólo sea depositado el Arca de la Alianza.

Por último, y para mí lo más determinante de todo su reinado, Salomón, tal y como veremos en el capítulo titulado Los Duplicados, ordena que se realicen y se guarden bien ocultas, unas copias del Libro de Moisés y del Testimonio de Yavé. La construcción de la Casa del Arca y la realización de esos dos duplicados, fueron la síntesis, la cumbre y, sobre todo, la justificación de su reinado; y como tal, en este trabajo se tratará con amplitud y casi con obstinación.

A propósito:

Antes de ocultar la copia del Testimonio, el rey sabio estudió con detenimiento esas Tablas de Piedra; y además, las investigó durante mucho tiempo −recordemos que Salomón gobernó durante más de cuarenta años−. Y posiblemente, ese detenimiento en el estudio de las Tablas de Piedra aportase un punto de “sabiduría” y de información al hijo de David.


¿CÓMO ERA LA CASA DEL ARCA?


Lo primero que debemos hacer al intentar una representación del “Templo de Salomón”, es olvidar las múltiples descripciones que se recrean en la grandiosidad de su construcción. La Casa del Arca no era tan impresionante; ni mucho menos. En realidad, el inmueble se puede identificar en base a estas características:

1. Edificado sobre la explanada. Con orientación este-oeste.

2. Edificio pequeño. De las mismas dimensiones que el tabernáculo. Con unas medidas aproximadas de 15 metros de largo, x 5 metros de ancho, x 5 metros de alto (Éx. 26).

3. El zócalo sobre el que se asentaban las paredes era de poca altura (menos de dos metros), con una anchura moderada (un metro) y estaba construido con piedras talladas. Las cuatro paredes del edificio eran de ladrillo de adobe.

Nota. Las piedras no se tallaron a pie de obra; fueron conformadas en cantera.

4. La obra queda revestida por dentro con tablones de madera de cedro, colocados verticalmente. En el lugar santísimo –sólo en el lugar santísimo y como una gloriosa exhibición de la horterada sacerdotal−, los tablones son chapados con finos paneles de oro.

5. Toda la edificación estaba rodeada por un atrio. Este patio estaba cerrado por un muro levantado con ladrillos de adobe sobre un zócalo de piedra sin labrar y con una anchura de medio metro. Este cercado, tenía las mismas medidas que el ordenado por Yavé en el Sinaí.

6. En el atrio, a la misma puerta del templo, quedó instalado un pilón de unos cuatro metros de diámetro y dos de profundidad. Se llenaba de agua que posteriormente era bendecida y puesta a disposición de los peregrinos [por supuesto, tras el correspondiente “paso por taquilla”].

7. Junto al pilón quedó instalada una gran parrilla donde se asaban la ofrendas (becerros y corderos), que luego eran devorados por los sacerdotes. En esa barbacoa, y como “generosa” oferta a Yavé, se dejaban consumir las grasas de la víctima en un “suave y delicioso olor a Dios” (Éx. 29).

Esta memoria de características nos induce a reconocer que una de las edificaciones más famosas y emblemáticas del mundo antiguo, la conocida como Templo de Salomón, gozaba de unas peculiaridades que, al mismo tiempo que nos mostraban la gran dignidad de su sencillez, evidencian la fragilidad de la edificación. Estas circunstancias nos ayudarán a comprender, que al ejército de Nabucodonosor no resultase muy difícil la destrucción de esa construcción; y que después de arrasada, no sea fácil la localización de su enclave exacto y, como consecuencia, nos encontramos que uno de los monumentos más señalados en la historia se nos presente tan desconocido. Y precisamente ese desconocimiento es el que ha facilitado la más incorrecta y fantasiosa información, pues, al no saber con certeza como había sido, optaron por dejar volar la imaginación. Hasta tal punto es desconocido que, como ya he dicho, ni siquiera a través de sus sótanos se sabe su ubicación, y sólo por acertadas conjeturas se le radica en la famosa Explanada.

Habida cuenta de este desconocimiento, y por aportar un punto de contraste a la enorme desinformación acumulada en el transcurso de los tres últimos milenios, he creído conveniente poner una pequeña dosis de sentido razonable en la descripción de aquel importantísimo recinto, que fue, es y será, cúmulo y cénit de los símbolos religiosos.

Con esta finalidad, en primer lugar deberemos reconocer que el texto bíblico que describe el poder de Salomón y la edificación del Templo en los capítulos 5 y 6 del Primer Libro de los Reyes, resulta bastante poco fiable. Y, por favor, señor sacerdote, no rasgue sus vestiduras. Usted, igual que yo, sabe que la fantasía del fanático religioso se desborda con facilidad. Ahora verá el razonamiento en el que se apoyan mis descreídas afirmaciones.

En prueba de mi generosidad y tolerancia, voy a dar por buenos los versículos del 2 al 5, del capítulo 5 del Libro Primero de los Reyes. No haré ningún comentario que pueda inducir al descredito del texto bíblico sobre los sacos de harina, los treinta bueyes, cien ovejas, ciervos, gacelas, corzos y demás suministros comestibles que, diariamente, recibía Salomón. Pero, hasta la más tolerante actitud tiene que cesar en algún momento. Veamos lo que afirma el ingenuo traficante de mentiras en el versículo 6:

Tenía Salomón caballerizas para cuarenta mil caballos de tiro, destinados a sus carros, y para doce mil caballos de silla.

Ahí queda eso.

Comprenderá usted, don sacerdote, que un relato que de inicio formula esta afirmación, no merece mucha credibilidad. El mismo Alejandro el Magno, en su poderoso ejército que conquistó países de tres continentes, no disponía de cincuenta y dos mil caballos. Así pues, si han empezado de esta manera, deberemos poner en cuarentena las afirmaciones que el iluminado cronista efectuará en el capítulo siguiente, cuando se refiera a la construcción del templo de Salomón. En consecuencia, yo propongo que pasamos a disfrutar del uso de la lógica y del sentido razonable en la descripción de aquel edificio.

Lugar de asentamiento

Es bastante evidente, y según relata I Rey. 8, el edificio había sido construido en Jerusalén; a una mayor altitud que la ciudad de David, −se congregan en Jerusalén para subir el arca−, y nadie suele subir para abajo.

En Jerusalén, lo que se entiende por ciudad de Jerusalén, a mayor altitud que la Ciudadela de David, sólo está la famosa explanada.

Orientación

I Rey. 6, 8:

La puerta de entrada… estaba al costado derecho del edificio.

Es evidente: El edificio estaba “orientado a oriente”, del orto al ocaso.

Dimensiones

Nadie puede gozar de la suficiente osadía como para permitirse afirmar que el rey Salomón pretendiese enmendar los planos que había facilitado Yavé, cuando dijo: “Erigirás el Tabernáculo conforme al modelo que se te ha mostrado en la montaña” (Éx. 26, 30).

Aceptando que Salomón se ajustó a la reseña presentada por Yavé, y tras una lectura bastante minuciosa del texto bíblico (Éx. 26), y después de hacer las correspondientes equivalencias entre codos y centímetros, llegamos a la conclusión de que, desestimando el atrio, aquella construcción tenía unas dimensiones aproximadas de:

Quince metros de larga, por cinco de ancha, por cinco de alta.

Esto significa que deberíamos olvidar las grandes dimensiones y la monumentalidad atribuidas al templo, y aceptar una modesta superficie muy parecida a la de una sencilla ermita. Y, si lo pensamos bien, deberíamos admitir que para dar cobijo a un arcón, un candelabro, una mesita y un pebetero, con setenta y cinco metros cuadrados tenemos superficie de sobra.

Construcción

Para nivelar y dar solidez a las paredes, se cava una zanja de un metro de anchura y medio de profundidad, que se rellena de piedras bien asentadas. Sobre esa zanja se levanta un muro de mampostería de piedra caliza bien alisada y tallada a martillo. Este muro de menos de dos metros de altura y uno de anchura, servirá como zócalo de unas paredes de gruesos ladrillos. Esas cuatro paredes tendrán una altura de unos cuatro metros con una anchura de medio metro. Tres contrafuertes equidistantes reforzarán muros y paredes laterales. No hay ventanas; y la puerta de acceso a la edificación está en el panel oriental.

Una vez que se han finalizado las cuatro paredes, y mediante recias vigas de madera de cedro, complementadas con finas tablas traviesas de madera de olivo, se va dando soporte a un techado de tablas de cerámica cocida al horno que impermeabiliza el tejado.

Terminada la fábrica-estructura del edificio, se inician los trabajos del interior que se revestirá con tableros de madera. Los tableros arrancarán del suelo, rematando en el techado.

El interior del templo constará de dos salas: El lugar Santo y el lugar Santísimo. Estos dos departamentos solamente quedarán separados por un grueso cortinón, y ambas salas estarán chapadas con madera de cedro del Líbano. Sólo las tablas de madera del lugar Santísimo serán laminadas con paneles de oro.

El artesonado que recubre el techo también se confecciona con madera de cedro.

El solado del templo se construye con tarima de planchas de ciprés.

Como se puede apreciar, el “grandioso” Templo de Salomón es una pequeña, sencilla y muy digna construcción que sustituye al Tabernáculo de pieles y lonas del Sinaí. Un edificio, que sólo tiene la misión de cobijar el Arca del Testimonio. Es una casa –La casa del Arca−, que solamente por dentro se presenta muy adornada. Hasta tal punto fue recargado por el mal gusto de los presuntuosos sacerdotes, que desde el interior debía causar la impresión de estar dentro de una agobiante caja-joyero. Es muy comprensible que a Yavé ni se le pasase por la cabeza entrar allí.

Y esto es todo lo que se refiere al edificio del templo. Y, si no es todo −que uno no es un iluminado− esto, es casi todo.

El atrio

Es un patio −posiblemente empedrado a semejanza de una era de trilla−, que rodeaba totalmente el edificio del templo y estaba delimitado por unas tapias levantadas con ladrillos de adobe sobre un bajo zócalo de piedra sin labrar. La distancia entre las tapias del atrio y el templo era variable. En la parte trasera (la parte occidental), la separación era de unos cinco metros. Por lo dos laterales (septentrional y meridional) debería ser de unos diez metros; en la parte delantera (oriental) la distancia entre la puerta del templo y la del acceso al atrio, no era menor de treinta metros. Se procuró en todo momento, atenerse a las medidas que Yavé había proporcionado en el desierto.

Y aquí, en el atrio, es donde estaba el verdadero ambiente. Bajo la supervisión de los rapaces sacerdotes, quienes, por supuesto, cobraban el correspondiente peaje, se apiñaban en un pequeño rastrillo de banqueros, cambistas, oficinas de ONGs, escribientes, vendedores de souvenir y chuches, aguadores, polleros, fruteros, barberos y un casi interminable número de feriantes, se buscaban la vida, y con su bullicio proporcionaban alguna alegría a un oprimido pueblo. Como es lógico, solamente unos privilegiados y enchufados podían instalar sus tenderetes en el interior del atrio; la mayoría de los vendedores ambulantes colocaban y retiraban diariamente unos puestos que adosaban a la parte exterior de la tapia del patio.

El pilón

Aquel recipiente colocado en la puerta del templo, el pretensiosamente llamado Mar de Bronce, era sólo eso, un pilón. Una pila de considerable tamaño, donde, por un precio establecido por el cabildo levítico, un piadoso sacristán, y al mismo que tiempo que reclamaba la suplementaria “voluntad”, derramaba unas gotas de agua sobre las manos del creyente peregrino. Unas gotas de agua bendita pagadas a precio de oro, puesto que se suponían imprescindibles para la higiene del cuerpo y el alma.

Nota contra los pretenciosos. Eso de los doce toros que sostenían el pilón, las guirnaldas y demás decoraciones del pilón no fue otra cosa más que un ensoñador proyecto de iluminadillos.

El altar de los holocaustos

Digamos mejor: Parrilla-asador.

Según definición de la RAE, un holocausto es:

Entre los israelitas especialmente, sacrificio en el que se quemaba toda la víctima.

Pues bien; a ver si lo entendemos:

Holocaustos, holocaustos, lo que se dice holocaustos en los que se quemaba toda la víctima, allí no se realizó ni uno solo. En ese recinto, en el atrio, a la puerta del templo y con gran regocijo de los depredadores traficantes de dioses, solamente se quemaban los despojos de los animales sacrificados. La carne magra, o sea, la chicha, era repartida entre la casa real, la nobleza, los sacerdotes y, en muy señaladas ocasiones, entre el pueblo llano. Las grasas, los intestinos, las pieles, las pezuñas y algunas vísceras, o sea, las Delicias del Casquero, en una “generosa” ofrenda de los levitas, sí que eran consumidas en un fuego de grato olor a Dios.

Nota. Debo recordar al lector el capítulo XII del Testimonio del Sinaí, donde, en contra de lo que dicen las Escrituras, aquella parrilla no era una parrilla.

Cualquier persona que lo haya querido comprender, ahora sabrá que aquel recinto era un sacacuartos montado por el clero. Desde que entraba al atrio, compraba alguna gominola para los niños, bebía un vaso de agua o comía un pincho moruno en la parrilla-asador, el sufrido y gozoso turista peregrino, venido desde cualquier lejana aldea, era timado y defraudado para mayor beneficio de la comunidad; de la comunidad sacerdotal, se entiende.

Yo sé, que con harta frecuencia puedo ser calificado como demasiado agotador y prolijo en los detalles. Lo sé, y además lo admito. No obstante, y sin la menor intención de buscar una justificación para mi machacona insistencia, en el caso presente, cuando he dado un esbozo del Templo, tenía una, más o menos buena justificación. Con esta descripción del reducido tamaño del Templo de Salomón, he pretendido lograr tres objetivos:

1º. Mostrar al lector la fantasiosa imaginación de los sacerdotes y profetas redactores de las descripciones del grandioso Templo de Salomón.

2º. Evidenciar la fragilidad de su edificación. Esta sencillez y modestia de su construcción nos ayudará a comprender que, después de arrasado, haya resultado imposible determinar la exacta localización de su enclave.

3º. Resaltar la gran dificultad que supondría ocultar el Arca y las Tablas en los sótanos de tan reducido espacio.

Nota. Estas descripciones se refieren únicamente a la Casa del Arca, también conocida como Templo de Salomón o Primer Templo de Jerusalén. El Templo de Zorobabel o Segundo Templo de Jerusalén, que posteriormente sería reedificado por Herodes, no me interesa en absoluto, porque, fuera o no fuera grandioso, ya no podía albergar un arca y unas tablas que habían desaparecido mucho tiempo atrás.
Esta nota tendrá su justificación cuando pongamos en relación el Templo de Salomón, el Arca del Testimonio y el profeta Jeremías.


LOS DUPLICADOS


Ya sabemos que Salomón colocó el arca en el Sanctasanctórum, que era el lugar más importante de la Casa del Arca. Pues bien, obedeciendo la Ley de Moisés (Dt. 31, 25-26), el rey sabio, y junto al Arca, también depositó el Libro de Moisés.

Pero antes, y aquí está el quid de la cuestión:

Salomón ordenó que se efectuasen copias del Libro de Moisés y del Testimonio.

− ¡Con lo bien que ibas! –comentan con deliciosa ironía los mansos levitas−. Cuando lo has dicho la primera vez, hemos pensado que era otro de tus lapsus; pero ya vemos que no; que no era uno de tus frecuentes errores. Ahora comprendemos que vas a insistir en ello. ¡Dinos, dinos, ¿qué fue lo que indujo a Salomón para duplicar el Libro de Moisés y el Testimonio de Yavé? ¡Venga, maldito hereje, condenado a los eternos suplicios del peor de los infiernos, habla! –añadirán los sacerdotes con una levísima sombra de ira−.

Yo, siempre humilde, sumiso, recatado y sin levantar la mirada del suelo, les respondo:

En primer lugar quiero deciros, que acepto vuestra insinuación sobre mi escasa capacidad intelectual y mis frecuentes errores; y también os muestro mi conformidad con mi segura aunque improbable condenación eterna. Vosotros, en justa reciprocidad, deberéis reconocer que yo, en todo momento, estoy presentando y refiriéndome a Yavé con mucho más respeto que vosotros. No obstante, sea como que sea vuestro rebote, mi relación con los pastores de almas, con aquellos que comen del servicio a un dios, carece de importancia y no va más allá de mi desprecio. Y si me dirijo a vosotros es para demostraros mi repugnancia como herederos y beneficiarios de los Santos Inquisidores.

Nota. Os remito al Cartel de Memoria al final del Prólogo.

Yo, por otra parte, y en mi condición de no iluminado, me veo en la necesidad de DUPLICAR lo que ya deje en el capítulo XIV.

Veréis, mis queridos y tolerantes cófrades de Sacerdotes y Asociados, posiblemente existan algunas razones más, pero yo solo sé de tres motivos que pudieron inducir a Jedidías Davidson a ordenar que se hiciesen las copias.

Primera razón.

Salomón ordenó que se realizase una copia del Libro de la Ley, por la sencilla razón de que así lo había dejado ordenado el mismísimo Moisés en uno de sus preceptos. El líder y profeta que había sacado a los hebreos de Egipto, en una inteligente demostración de prudente previsión y con la evidente intención de preservar los textos santos por el sencillo método de hacer un duplicado, y también procurando la convivencia de una dualidad de poderes entre lo político y lo religioso, ordena:

Que además de los sacerdotes levitas, la autoridad civil, y para su uso exclusivo, disponga de una copia de ese libro.

Si acaso vosotros, señores sacerdotes, no lo creéis, podéis leerlo en Dt. 17, 18, cuando, en el momento de regular el comportamiento del futuro rey de Israel, Moisés dice:

En cuanto se siente en el trono de su realeza escribirá para sí en un libro una copia de esta Ley…

Podéis hacer todas las cábalas e interpretaciones que queráis o que os hayan dictado vuestras arrebatadas revelaciones, pero como veremos pronto, eso es exactamente lo que ocurrió: Salomón ordenó que se realizase una copia del Libro de la Ley (Crónica de la presencia de Yavé).

Pero hay más. ¿Alguien sabe quien había enseñado a Moisés el asunto de los duplicados?

Exactamente; fue el mismísimo Yavé.

Éxodo 34. Yavé dijo a Moisés: “Prepárate dos tablas de piedra como las primeras que tú rompiste, y escribiré sobre ellas las palabras de las otras…”

Ahí lo tenemos: Yavé enseña a Moisés; Moisés lo materializa en el Libro de la Ley para que lo sepan los hijos del hombre; Salomón, como hijo del hombre, y a través del Libro de Moisés, comprende la importancia que da Yavé al sistema de salvaguardar los textos por el sencillo medio de hacer duplicados.

Segunda razón.

Por otra parte, cuando el rey sabio abre el arca y comprueba que en su interior sólo se encuentran las Tablas de Piedra (1 Rey. 8, 9), ordena que se hagan copias de ellas. Hechas las copias, deposita nuevamente las Tablas originales dentro del Arca y ordena que se guarden en el Sancta Sanctórum. Así mismo, junto al Arca coloca el auténtico Libro de Moisés. Pasados los años, y poco antes de morir, oculta su copia del Libro en los sótanos del Templo. Nadie, o casi nadie, sabe donde ocultó Salomón la copia del Testimonio. Algunos creemos que, “literalmente”, se la llevó a la tumba.

— ¡Muy bien chaval! −ahora acceden tolerantes los piadosos sacerdotes, mientras van a por cerillas para encender la pira que redimirá mi alma pecadora−, consentimos que Salomón pudiese ordenar que se realizara una copia del libro de Moisés; pero, ¿qué razón tenía para duplicar las Tablas del Testimonio?

Pues, alguna razón sí que tenía. Insistiendo en lo afirmado en el capítulo del Testimonio, Salomón decidió que se hiciese copia de las Tablas porque:

Años antes de su reinado −según consta en 1 Sam. 4-6, versículos a los que ya se ha hecho referencia−, durante una de las guerras de Israel en tiempos de Samuel, en las cercanía de la población de Azoto, los filisteos se apoderaron del Arca, y, en esa ocasión, estuvo a punto de perderse el Testimonio de Yavé. El rey sabio, reconociendo la excepcional importancia de aquellas Tablas de Piedra, entendió como muy conveniente que se hiciesen unos duplicados. Por otra parte, también tuvo muy presente, que ya en otra ocasión las Tablas habían sido destruidas por el mismísimo Moisés −así lo relata Éx. 32, 19:

Cuando estuvo cerca del campamento, vio el becerro y las danzas; y encendido en cólera, tiró las tablas y las rompió al pie de la montaña−.

Así pues, por estos dos peligrosos antecedentes, Salomón decidió que se hiciesen copias y, de esa forma, si los originales eran dañados, destruidos o robados, al menos quedarían sus réplicas, sus reflejos, sus espejos. Esta sería la inteligente y lógica actuación de un poderoso rey que no ha pasado a la historia con fama de lerdo.

Tercera razón.

La tercera razón que permitió al rey sabio hacer esos duplicados, está precisamente, en esa fuerte personalidad que nos hemos preocupado por conocer:

Salomón hizo las copias, sencillamente, porque le dio la gana.

La personalidad del rey sabio era muy personal. Los que hemos seguido los acontecimientos de su vida y su poco titubeante comportamiento, podemos dar fe de ello. Una personal personalidad que ahora les recuerdo:

Salomón era capaz de ordenar asesinatos, armar navíos corsarios, someter a los sumos sacerdotes, estafar a sus proveedores, decretar unos abusivos impuestos. Una personal personalidad, que al mismo tiempo le facultaba para ser sabio y prudente en la organización su reino. Esa personal personalidad, insisto, le permitió ese decidido modo de actuar: Hacer su santa voluntad y ordenar tantos duplicados como entendiese necesarios. Y además, a las claras, sin tapujos y para una mayor gloria de Dios.

Tal vez, y solo por darme la razón, en tres versículos seguidos de su libro de Proverbios, capítulo 25, 2, el rey sabio afirma:

“Es gloria de Dios ocultar una cosa, y gloria de los reyes investigarla”.

En otras palabras:

Dios tiene todo el derecho del universo para ocultar lo que desee, y el hombre, por su parte, tiene todo el derecho del mundo para investigar lo que Dios ocultó.

Para reforzar su inquebrantable decisión, en el versículo siguiente (25, 3) Salomón continúa diciendo:

“El cielo por su altura, la tierra por su profundidad, y el corazón de los reyes son impenetrables”.

O lo que es lo mismo: El cielo y la tierra no son más determinantes que la voluntad del corazón del hombre. Yo buscaré en los cielos y en la tierra para lograr que aparezca y brille la verdad.

Y como ratificación de su deseo de encontrar la verdad y separarla de la mentira, a continuación recomienda en Proverbios 25, 4:

“Despoja de escorias la plata, y el platero podrá hacer su obra”

O sea, y hablando claro y en plata: La verdad y el acierto vienen mezclados con la mentira y el error.

Así, pues, por tres diferentes razones debemos admitir que Salomón realizase los mencionados duplicados y, en lógica consecuencia, también tenemos que suponer que el Testimonio original fue devuelto al Arca, y que el Libro de Moisés, bajo la tutoría de los sacerdotes quedó depositado en el Sanctasanctórum. Por otra parte, y “desconociendo” donde pudo quedar oculto el duplicado del Testimonio, sí que disponemos −tal y como veremos muy pronto−, de una copia del Libro de Moisés que había sido cuidadosamente escondida en la Casa del Arca.

Nota: Salomón sabía que el arca no se abriría en siglos. Y también sabía el gran peligro que representaba el dorado y codiciado Arca para guardar el mensaje de Yavé. Por lo tanto, eso de suponer que el Testimonio original quedase depositado en el interior del Arca, puede que resulte mucho suponer.

Y ahora, en cinco puntualizaciones, creo conveniente efectuar un breve resumen que nos ayudará en futuras interpretaciones:

Una. Que Yavé, tal y como consta en Éx. 25, 16; 31, 18; 32, 15, 16; 34, 28 y 29 –y que nosotros estudiamos en el capítulo XIV−, escribió las Tablas del Testimonio; un documento en piedra, donde, para nuestro provecho, mostraba una parte de su inmenso saber.

Dos. Que Moisés, tal y como quedó escrito en Éx. 24, 4 y en Éx. 34, 27, obedeciendo órdenes de Yavé, escribió un Libro.

Tres. Que Salomón, tal y como refleja 1 Rey. 8, 9 ha comprobado el contenido del Arca y ha echado una ojeada a las Tablas del Testimonio.

Cuatro. Que Salomón, tal y como ordena Moisés en Dt. 17, 18, ha hecho una copia del Libro de la ley de Moisés y, muy posiblemente, un duplicado de las Tablas de Piedra del Testimonio o Tablas de la Ley.

Nota. Recordemos que, según la doctrina más ortodoxa, las Tablas de Piedra contenían la Ley de Moisés.

Cinco. Que Salomón, tal y como de todos es sabido, era un hombre sabio, y como tal, un excelente observador y un tenaz investigador. Por esta razón, y estimulado por su personal personalidad, es más que seguro que intentase por todos los medios llegar a comprender el mensaje y la información que Yavé había plasmado en las Tablas del Testimonio.

Una sugerencia de futuro:

No olvidemos estas reflexiones sobre los DUPLICADOS, para cuando emprendamos la búsqueda de alguna de las copias del Testimonio de Yavé. Y, no debemos olvidarlo, porque las posibilidades de encontrar un texto escrito en unas Tablas de Piedra, se multiplican por el número de veces que ha sido copiado.


LAS TABLAS DE SALOMÓN


Ahora que hemos llegado al propósito declarado de este trabajo, es ahora cuando surgen varias preguntas:

¿Ha oído usted hablar de unas Tablas que contenían −que todavía contienen−, la sabiduría del universo, y que son conocidas como las Tablas de Salomón? ¿De dónde procedían esas Tablas? ¿Sospecha usted dónde pudo obtenerlas el sabio rey de Israel? Y, sobre todo, ¿sabe usted para quien cinceló el sabio y anciano rey esas palabras sobre una tabla-mesa?

Contestaré ahora mismo a esta última pregunta; y lo haré, con las palabras de un poeta neoyorkino:

For my children.
Y, ¿sabe usted que es lo que resulta más triste?
For not a child would claim the gift he had.
Así es: nadie se ha interesado por el contenido de ese mensaje.
The words he carved became his epitaph.
En este caso, las palabras grabadas ni siquiera le sirvieron de epitafio.

Nota. Si leemos el capitulo XI del Primer Libro de los Reyes, nos “deleitaremos” ante el rencor y los reproches que los cronistas levitas vertieron sobre los últimos años de Salomón. Los sacerdotes no le perdonaron que, for his children (para sus hijos), ocultase la Mesa-Tabla.

Lógicamente, a estas alturas, incluso el menos avispado de los doctos sacerdotes, habrá entendido que las Tablas-mesa de Salomón son, únicamente, unas copias-réplicas de las Tablas del Testimonio de Yavé. Yo, por supuesto, no esperaba menos de su acreditada sagacidad.

Pero, de todas formas, y por seguir mi programa en esta hipótesis que relaciona directamente las Tablas de Piedra de Yavé con las Tablas de Salomón, deseo formular otra pregunta que parece no tener importancia, pero que sí la tiene.

¿Alguien sabe quién fue el último hijo del hombre, de quién se tiene noticia, de que tuvo el gozo de posar sus ojos sobre las Tablas del Testimonio de Yavé?

EL ÚLTIMO, QUE SEGÚN LAS ESCRITURAS, TUVO LA DICHA Y EL PRIVILEGIO DE CONTEMPLAR LAS TABLAS DE PIEDRA DEL TESTIMONIO FUE EL REY SALOMÓN.

Este interesantísimo suceso quedó registrado en el Primer Libro de los Reyes, capítulo 8, versículos 5 y 9, donde se dice:

(5) El rey Salomón y toda la asamblea de Israel, convocada por él, iban delante del arca…

(9) No había en el arca ninguna otra cosa más las dos tablas de piedra, que allí depositó Moisés…

Está bastante claro, el rey Salomón preside los actos del traslado del Arca desde la Ciudadela de David hasta Jerusalén, y comprueba su contenido.

Y ahora es cuando, una vez más, encontramos justificación para el estudio que hemos hecho del rey sabio. Y, conociéndole como le conocemos, supongo que ningún piadoso ungido tendrá la osadía de afirmar que Salomón, con su autoritaria personalidad, con su poder sobre la vida y la muerte de generales, sacerdotes y profetas, y después de haber construido el templo, no tuvo consentimiento del Sanedrín para acceder al interior del lugar Santísimo.

Pues bien, admitido que el rey estaba en el Templo, ahora surge una nueva pregunta: ¿Alguien tiene idea de lo que sucedió después de ese episodio de la comprobación del contenido del Arca?

¿No? Pues, según I Reyes, 10 y 11, sucedió que:

En cuanto salieron los sacerdotes del santuario, la nube llenó la casa de Yavé, sin que pudieran permanecer allí los sacerdotes para el servicio por causa de la nube, pues la gloria de Yavé llenaba la casa.

Veamos: Salomón y los sacerdotes estaban en el santuario, pero en un determinado momento, los sacerdotes –y esos versículos lo afirman dos veces−, ya no pueden permanecer allí puesto que la nube llena la casa de Yavé. Y, a mí se me ocurre otra doble pregunta:

Salomón, ¿sí que puede quedarse? ¿Por qué no se hace mención de la salida del rey?

Veamos si podemos entendernos con estas tres precisiones:

1. Salomón y los sacerdotes están en el Templo y comprueban que en interior del Arca no había otra cosa más que las Tablas de Piedra.

2. Los sacerdotes salen del templo. No se mención de la salida de Salomón.

3. El Testimonio grabado por Yavé en dos tablas de piedra no vuelve a ser contemplado jamás.

Si hay alguien que no cree que jamás se volvieron a ver las Tablas; si hay alguien que duda de la desaparición de las Tablas del Testimonio –que hay gente para todo−, debería consultar las Escrituras. Pero que las consulte bien a fondo; capítulo a capítulo y versículo a versículo; desde el principio hasta el final. Luego, no tendrá más remedio que admitir que no existe un solo párrafo que afirme, que una sola persona después del sabio hijo del rey David, tuvo la dicha de contemplar las dos Tablas de Piedra del Testimonio de Yavé.

Y ahora que estamos en una especie de cuestionario, surgen dos nuevas preguntas que, por cierto, también tienen gran importancia.

Primera cuestión:

− ¿Puede alguien decirme, quién resulta ser el primer sospechoso de la desaparición de un objeto? ¿No lo sabe? Yo les contestaré:

En cualquier investigación, el primer y principal sospechoso de la desaparición de un objeto es la última persona que lo vio.

Segunda cuestión:

− ¿No les parece sumamente llamativo que desaparezca el objeto más importante de la cultura religiosa del pueblo de Israel, un mensaje autógrafo del mismísimo Yavé, y que nadie realice comentario alguno?

− ¡Hombre!, raro sí que es.

Efectivamente, es bastante extraño. Y además, y para más INRI, cuando se efectúa alguna mención del Arca –no muchas no vayan a creer ustedes−, nunca se hace referencia a las Tablas de Piedra. Unos cuatrocientos años después de Salomón, en Jeremías 3,16, −y cito este versículo por resultar muy importante−, tampoco se hace mención de Las Tablas, cuando aludiendo al Arca dice:

¿Dónde está el Arca de la Alianza de Yavé? No se acordarán de ella, no se la recordará más, no se echará de menos ni se hará otra nueva.

Nota. Es evidente, que ya en aquella época tan remota se desconocía el paradero del Arca. Y recordemos, que con la mayor frecuencia, el Arca y el Testimonio eran tenidos por la misma cosa.

Ahora, intentemos sintetizar el cuestionario:

Salomón construye la Casa del Arca en Jerusalén. √

Salomón traslada el Arca desde la Ciudadela de David a Jerusalén. √

Salomón verifica el contenido del Arca e inspecciona las Tablas. √

Salomón es el último hombre que contempla las Tablas de Piedra. √

Después de Salomón, nadie, nunca, ha vuelto a mencionar las Tablas. √

Estas cinco cuestiones no son especulaciones. Estas cinco cuestiones son información. Estas cinco cuestiones son certezas inamovibles.

Pero, a continuación, sí que nos adentraremos en un universo de especulaciones, que algunos sacerdotes entenderán como elucubraciones, pero que tienen su fundamento en una evidente realidad:

Entra en escena el rey sabio; desaparecen las Tablas del Testimonio y aparecen las Tablas de Salomón.

Puede que solamente sea una coincidencia; pero al menos desconfiado le invita a meditar esta extraña y triple casualidad:

Los dos sucesos tienen:

1. La misma fecha.

2. El mismo protagonista.

3. El mismo pétreo objeto deseado.

Y créanme, como ya se indicó en el capítulo XIV, la información contenida en aquellas piedras que dejó Yavé no es un asunto despreciable. Y, según este ensayo, ésa misma es la información que proporcionan las Tablas de Salomón. Ahora, a partir de aquí, como arqueólogos de corazón, como verdaderos Indianas, pero utilizando únicamente el látigo del sentido razonable que flagela los misteriosos misterios y los milagrosos milagros, buscaremos esas Tablas de Yavé; o lo que es lo mismo, exploraremos algunos lugares donde pudieron quedar ocultos sus preciosos duplicados conocidos como Tablas de Salomón.


EN BUSCA DE LAS TABLAS


¿Es posible seguir la pista de las Tablas originales, de sus copias, de sus reproducciones o espejos? En otras palabras que preguntan lo mismo:

¿Qué probabilidad tenemos de localizar las Tablas de Salomón?

Resulta verdaderamente muy difícil, por no decir imposible, poder dar claves precisas que nos permitan acceder a los ignotos lugares donde, con alguna perspectiva de éxito, podamos iniciar la ardua pero sugestiva tarea de localizar las Tablas de Salomón. Sin embargo, y aún reconociendo la enorme dificultad que entraña la localización de esos pétreos documentos, para nuestro contento conviene realizar tres precisiones:

1ª Que nadie, pero nadie, nadie, que haya conocido el poder que conceden esas dos Tablas de Piedra, las ha destruido. Ocultado, seguro; destruido, no.

2ª Que la búsqueda en uno cualquiera de los puntos aquí señalados, no excluye, por supuesto, la investigación en otros lugares.

3ª Que esta afirmación nace como consecuencia de la hipótesis, casi la absoluta certeza, de que todavía existe una o varias copias del Testimonio de Yavé y de las Tablas de Salomón.

Nota. Cualquiera de nosotros, exceptuando algunos “afanosos” políticos profesionales, se encontraría en un económico apuro si pretendiese duplicar un tesoro de auténticos y aquilatados diamantes, rubíes y esmeraldas. Sin embargo, ni nosotros ni los “afanosos”, tendríamos dificultad en duplicar un texto cincelado en una piedra.
Excepto, claro está, si ese texto presentase alguna dificultad que hiciera imposible su reproducción. En este orden de cosas pudo suceder, que si el mensaje de Yavé no estaba destinado a las gentes de aquellos tiempos, el Señor de la Gloria se asegurase de que nadie, ni listos ni sacerdotes, pudiese descifrar su contenido.

Pero, como al parecer, en ningún versículo se contempla esa dificultad añadida, entenderemos que las Tablas de Piedra eran relativamente fáciles de duplicar. Así, pues, vamos en su busca.

Pero antes, propongo al lector un sencillo ejercicio que será calificado:

−Usted tiene dos planchas de piedra en las que está grabado un importantísimo mensaje que debe ser conservado a toda costa. ¿Cuál es su decisión para procurar su conservación?

−Una solución inteligente sería hacer un duplicado. No parece muy difícil ni costoso duplicar un texto tallado en unas piedras.

−Cierto, esa sería una iniciativa inteligente. Pero, de cara a la solución que buscamos, esa iniciativa sólo hubiera conseguido que ahora el problema fuese doble. Antes tenía dos planchas y ahora tiene cuatro.

−Cierto también. Lo que haría ahora, sería ocultar un juego de planchas en un desierto, en un lugar solitario, o en una recóndita e inaccesible cueva. El otro juego de Tablas, lo conservaría junto a mí hasta el día de mi muerte.

− ¡Sobresaliente! Y no creas que todos los individuos piensan así; hay evidencias de personas que eso de pensar lo llevan muy mal.

“Si existe un tratamiento para tus males, no lo busques; ocúpate en las Alianza de Civilizaciones”.
(Libro de los Remedios del Remendón…)


LOS POBLADOS


En principio, y después de un estudio más o menos riguroso basado en las Escrituras, en la Historia y, sobre todo, en la sensatez y el sentido razonable, y con la intención de ir eligiendo los espacios más adecuados donde iniciar los trabajos de búsqueda y localización, debemos optar ente dos lugares básicos y clásicos, muy diferentes entre sí, y que todavía se disputan las preferencias de los investigadores:

Las zonas urbanas y los territorios rurales; o sea, la ciudad o el campo.

La ciudad tiene a su favor la proximidad del objeto en cuestión con su consiguiente disfrute y con la posibilidad de una continua vigilancia. Pero al mismo tiempo, la urbe, más o menos grande y populosa, es mucho más insegura para ocultar algo realmente valioso. Ese proverbio que afirma que el mejor sitio para camuflar y proteger un árbol es el interior de un denso bosque, resulta absolutamente desacertado e inútil ante un incendiario.

Por otra parte, los territorios extramuros, los campos, las montañas e incluso los desiertos, siendo muy cierto que nos niegan el deleite de contemplar el tesoro, también es verdad que, en generosa compensación, nos proporcionan más seguridad al dificultar grandemente su localización.

Veamos primero los argumentos que desaconsejan la ocultación de un tesoro en lugares habitados.

Gran cantidad de ciudades del mundo antiguo, pongamos por ejemplo, Menfis, Tebas, Sodoma, Gomorra, Jerusalén, Jericó, Masada, Tiro, Acre, Babilonia, Nínive, Atenas, Corinto, Roma, Pompeya, Constantinopla, Cartago, Sagunto, Numancia y muchas, muchas más, fueron destruidas por actos de guerra. Y, lo crean o no, algunas de ellas han sido arrasadas más de veinte veces. Todas estos núcleos de población fueron incendiados y saqueados desde sus cimientos hasta sus cúpulas; fueron desvalijados sus palacios y templos, e incluso fueron profanados y levantados sus sepulcros. Y, en esas trágicas ocasiones, sus moradores fueron sometidos a las más atroces torturas hasta que revelaron los secretos escondites de sus más preciadas pertenecías.

Pero además de estas humanas o inhumanas ocurrencias, resulta que algunas de estas urbes, y como “piadosa” contribución de los Cielos, y después de padecer las más crueles violencias y los más espantosos saqueos, quedaron destruidas por desastres naturales como terremotos, volcanes e incendios. No obstante, como no podemos desestimar unos lugares tan emblemáticos, parece lógico comenzar por la ciudad donde todo este asunto tuvo su inicio:

Jerusalén

En aquellos tiempos de David y Salomón, incluso varios siglos después, Jerusalén era poco más que un mísero poblado asentado a los pies de las colinas de Sión, Moriá y Ofel. En esas elevaciones, que al ser unidas mediante el Milo habían dado origen a una meseta artificial conocida como Explanada del Templo, solamente moraban los filantrópicos reyes, los honrados políticos profesionales y, por supuesto, los generosos y desinteresados sacerdotes.

Pues bien, siempre se ha creído que allí, en esa explanada, se encontraba el Arca de la Alianza. Y efectivamente, allí estuvo. Pero muy al contrario de lo que se supone, en realidad el arcón de las Tablas de Yavé permaneció en la Casa del Arca muy poco tiempo.

Me explico:

Cuando procedente de Silo, y después de varias accidentadas etapas de mayor o menor duración, el Arca llegó a la colina de Ofel, quedó instalada bajo una carpa en la Ciudadela de David. Años después fue trasladada a la Casa del Arca en la Explanada. Sin embargo, pronto advirtieron que era excesivamente arriesgado mantener el Arca en al Sanctasanctórum del Templo, y la fueron ocultando en diferentes lugares. Los sótanos del Templo o del palacio del Salomón o las galerías subterráneas que minaban el subsuelo de las colinas fueron los sitios preferidos. Por desgracia, aquellas maniobras no resultaban suficientes para salvaguardar el Tesoro del Templo cuando los enemigos asediaban la ciudad. En la primera de esas ocasiones, durante la invasión egipcia en tiempos del rey Roboam −estando todavía caliente el cadáver de Salomón−, los sacerdotes alejaron de Jerusalén el Arca de Alianza. Y, escondida en otros lugares permaneció hasta que, siglos después, el rey Josías dispuso su regreso al Templo de Salomón.

Pero nuevamente, en esta ocasión tampoco estuvo mucho tiempo allí. Menos de cincuenta años después de que Josías reinstalara en el Templo la sagrada reliquia, una nueva invasión, esta vez de los caldeos, obligó a ocultar el Arca fuera de Jerusalén. Y en esta ocasión fue para siempre; así es: para siempre. El Arca ya no regresó al Templo de Salomón. Y, entre otras razones, no regresó porque el Templo de Salomón ya no existía; había sido arrasado.

Por este motivo, yo afirmo que los sótanos de ese Templo de Jerusalén no dejan de ser una posibilidad; aunque, en mi opinión, con muy escaso fundamento. De cualquier forma, no debemos olvidar que ese templo era la Casa del Arca, y esto nos lleva a reconocer que ese edificio no era otra cosa sino un Tabernáculo destinado a dar acobijo al Arca de Testimonio. Y, tengamos muy en cuenta, que el Arca y el Tabernáculo −mejor diremos: los utensilios del tabernáculo−, están inexcusablemente unidos. Según mi parecer, se debe conceder solamente un moderado crédito a esta opción; aunque, por supuesto, allí se ha buscado mucho y durante muchos años. Así pues, rebuscar esa preciada reliquia en la Explanada, puede resultar muy sugestivo e incluso muy entretenido, pero muy poco útil. Y además, en la actual situación política, resultaría un pelín comprometido.

Y he dicho que pretender buscar el Arca en los subterráneos de la Explanada puede resultar comprometido, porque son muchos los hijos del hombre, que a estas alturas de la Historia, y por mantener vivo un rancio y ancestral odio, no quieren comprender que:

“El Dios de Abraham no discute con el Dios de Abraham”.

La ciudad de David


Después de recordar que al sur del Monte del Templo, y desde tiempo inmemorial, existía una ciudadela fortificada conocida como Ciudadela de David, creo importante hacer una breve observación para marcar la diferencia existente entre una ciudad y una ciudadela. Aunque para las gentes de los tiempos de la fundación de Jerusalén, la diferencia entre una y otra no debía ser muy grande, el hombre contemporáneo sabrá distinguir perfectamente entre una ciudadela (fortaleza o baluarte), y una ciudad, más o menos amurallada. Esta primitiva Ciudadela de David, quedar unida −mejor diríamos absorbida− por Jerusalén, por extensión y en sinécdoque, dio a ésta última el sobrenombre adicional de Ciudad de David.

Dos fueron las circunstancias que habían favorecido a sus ancestrales moradores el asentamiento en aquella fortaleza natural:

1ª. Que se elevaba sobre un pedregoso cerro a más de 500 metros de altitud desde el Cedrón: La colina de Ofel.

2ª. Que disponía de un manantial: La fuente del Gihón.

Esta última particularidad fue, posiblemente, la razón más determinante.

Esta Ciudadela de David consistía en una muy reducida fortificación bien protegida sobre una escarpada colina. Hasta tal punto estaba bien defendida, que David se había visto en la necesidad de asaltarla utilizando una tosca galería, un rudimentario acueducto subterráneo habilitado para la conducción de las aguas de la fuente del Gihón: El conocido túnel de ciegos y cojos.

Ese manantial del Gihón fue lo que había permitido en muchas ocasiones, que, al ser sitiados, no fuesen vencidos por la sed que suele ser más determinante que el hambre. Sin embargo, había un inconveniente, la fuente del Gihón se secaba todos los años. No obstante, aquellas gentes supieron buscarse la vida y, mediante la construcción y mejoras del túnel-acueducto, se las arreglaron para poder resistir los asedios almacenando el agua en cisternas de diferente capacidad.

Dos son los túneles del Gihón:

El más antiguo, el que he mencionado como de los Ciegos y Cojos.

El de Ezequías.

Sobre el primero se cuenta una folclórica, popular y populista historia de los tiempos del rey David; y si bien es verdad que en ella no aparecen ni ciegos ni cojos, tampoco es mentira que de alguna forma esos lisiados fueron protagonistas: Al parecer, el nombre de túnel de Ciegos y Cojos se debe a una bravuconada de los asediados, que sabiendo las intenciones de David de utilizarlo para penetrar en la fortaleza, le desafiaron diciendo que para la defensa de aquel acceso se bastaba un pequeño número de combatientes ciegos y cojos. Por lo que sabemos, aquella jactancia de los Jebuseos quedó sólo en eso, en una bravata, y David consiguió entrar en la ciudadela.

El segundo túnel, el acueducto subterráneo que mejorando al primero mandó construir el rey Ezequías cuando iban a ser invadidos por Senaquerib, es una sorprendente obra de perforación que, al más puro estilo moderno, se inició desde los dos extremos. Una obra de ingeniería con una longitud de más de medio kilómetro, excavada a una profundidad de unos cincuenta metros, que captaba las aguas de los manantiales de Gihón y las conducía hasta el depósito de Siloé. Un túnel que afortunadamente todavía existe y que es objeto de visita −algo que nos demuestra, que una obra de servicio público bien pensada y ejecutada, tiene más utilidad y futuro que un fastuoso y aparente templo, que un desértico aeropuerto o que un vacío polideportivo−. Con esto, obviamente, no he pretendido afirmar que durante la construcción del túnel de Ezequías, algún político profesional no se llevase una buena mordida.

Los pozos de la nieve


Ahora que estamos tratando un tema tan determinante como la logística para el abastecimiento de una ciudad asediada, y con la intención de resaltar la prudente conducta de Salomón, haré una referencia que no podrá ser tan breve como yo deseaba.

En aquellos países agrícolas y ganaderos, cuando sufrían la invasión de un ejército enemigo, lo primero que hacían los atacados era recoger todo el grano y el ganado, y refugiarse en la ciudad. Sin embargo, esta maniobra de acorralar el ganado dentro de la ciudad suponía un considerable problema si la ciudad era pequeña y el rebaño al que debía alimentar y abrevar era excesivamente numeroso. La solución estaba en sacrificar a los animales y conservar sus carnes en los conocidos como Pozos de Nieve.

Ciertamente, Jerusalén no es famosa por sus nevadas ni por sus estaciones invernales. Pero siendo cierto que los turistas no van a la Ciudad Santa a esquiar, también es verdad que algunas veces nieva, y que Israel tiene cumbres nevadas durante una buena parte del año. La solución estaba en organizar un transporte nocturno de hielo, desde las tierras próximas al monte Hermón hasta Jerusalén. Salomón planificó una ruta con varias Casas de Postas, donde los carros descargaban el hielo en cámaras conservantes de frío. Desde estos “almacenes frigoríficos”, a la noche siguiente, otros carros hacían una nueva etapa que les iba acercando a Jerusalén.

La ciudad estaba bien dotada de esos pozos. De distinta profundidad y diámetro (6 x 5 metros), en varios estratos, se depositaba el hielo, las carnes y se cubrían con una estera de rafia o tejida de paja. En el estrato inmediatamente superior se seguía en mismo método. Cuando en pozo estaba lleno, el brocal se recubría y techaba procurando evitar la pérdida de frío.

El sistema tenía una quíntuple utilidad:

Ahorraba agua del abrevado y el almacenaje de forrajes.

Mantenía durante meses el suministro de carnes.

Evitaba que el ganado disperso por el campo, alimentase al ejército invasor.

Mantenía fresquita la cerveza de los sacerdotes.

Y, para mayor deleite de los sitiados, les permitía arrojar los huesos de las calderetas a los soldados enemigos.

Y ahora sigamos con la fortaleza de David.

A los efectos de búsqueda del tesoro de Israel, además de túneles, galerías, fosos, pozos y aljibes que minan el subsuelo de la Ciudad de David y de la vieja Jerusalén, debemos tener en consideración los terraplenes (Milo) que se cimentaron y rellenaron con el propósito de nivelar quebradas y barrancos necesarios para ampliar la pequeña ciudad. Unos terraplenes usados para facilitar el arrastre de grandes piedras destinadas a la construcción de las fortificaciones y murallas y, por supuesto, para la construcción del Templo y del palacio de Salomón (I Rey. 9, 15 y 24). Esos terrenos artificiales, por su diferente consistencia y conglomerado de materiales, suponen un obstáculo añadido para cualquier trabajo arqueológico que pretenda rastrear una posible excavación sin contar con el necesario mapa.

De todas formas, la Ciudadela de David, igual que Jerusalén, no deja de ser un lugar habitado. Y eso no es demasiado bueno para esconder un tesoro.

Sepulturas de David y Salomón en la Ciudad de David.


Descansó, pues, Salomón, con sus padres, y fue sepultado en la ciudad de David, su padre… (I Rey. 11, 43)

En este orden de especulaciones-elucubraciones deberemos tener muy en cuenta que, con gran frecuencia, los más valiosos tesoros quedan ocultos en el sepulcro de su propietario o usufructuario. Un ejemplo de esta hipótesis lo encontramos en pirámides, basílicas, monasterios y otros monumentos más o menos grandiosos y, más o menos funerarios, en los que recibieron sepultura faraones, papas, reyes y dignatarios. Y, con ellos/as, en muchas ocasiones, quedaron ocultas sus más preciadas pertenencias.

Pero claro, en este caso en concreto, nos encontramos con un gran inconveniente: Al parecer, tanto David como Salomón siguieron la prudente usanza impuesta por los faraones cuando empezaros a construir sus camufladas tumbas en el Valle de Reyes. Y que, por cierto, el mismísimo Yavé, tiempo después de los grandes faraones del Imperio Antiguo, tuvo idéntica iniciativa cuando enterró a Moisés:

Él (Yavé) lo enterró (a Moisés) en el valle de la tierra de Moab, frente a Bet-Fogor, y nadie hasta hoy conoce su sepulcro. (Dt. 34, 6) Como consecuencia de estos “discretos” procederes, resulta que nadie sabe donde fueron inhumados los restos mortales de los reyes David y Salomón.

Pero de todas maneras, yo insinúo, solamente insinúo, que se debería considerar la posibilidad de buscar en la Ciudad de David.

Pero claro…, a pesar de la descripción que se acaba de efectuar, ¿alguien sabe con absoluta certeza, cuál es la Ciudad de David? ¿Será esa arcaica fortaleza levantada sobre la colina de Ofel, al sur de la explanada de Templo? ¿Será la ciudad de Belén, a muy pocos kilómetros del Templo, y donde había nacido el rey pastor, y que también es mencionada como Ciudad de David? ¿Será la ciudad de Hebrón, donde David reinó durante siete años? ¿Será la propia ciudad de Jerusalén?

De cualquier forma, si ni siquiera podemos identificar plenamente la Ciudad de David, ¿cómo vamos a buscar el Arca en la Ciudad de David.

Como también he dicho antes, ésta es una posibilidad con dudoso o escaso fundamento. No obstante, lo que resulta innegable es que durante siglos, aunque sólo fuese en determinados momentos, el Arca de la Alianza estuvo resguardada en la ciudad de Jerusalén; sepulcro más o sepulcro menos.

Por último, dentro de la posibilidad de que Salomón se llevase las Tablas a su tumba, deberíamos considerar como muy enigmáticas las palabras de Bernardo de Claraval, cuando al realizar la apología de la Orden del Templo, en De Laude Novae Militiae ad Milites Templi, firma que los caballeros habían sido escogidos por Dios:

“Para guardar fiel y animosamente el lecho del verdadero Salomón, es decir, el Santo Sepulcro...”

¿Qué significado tienen esas palabras? ¿Qué es eso de “verdadero Salomón”?

En una elucubración más, y teniendo muy en cuenta que el abad Bernardo –como veremos en su momento−, ya había leído el auténtico Libro de la Ley, me he atrevido a realizar un simple modificación que nos conduce a dos interpretaciones:

1ª. “… el verdadero lecho de Salomón”.

2ª. “… es decir, el verdadero Santo Sepulcro”.

En cualquiera de estas dos interpretaciones encontraremos más sentido que en ese “verdadero Salomón”.

La ciudad de Hebrón


Otra de las urbanas posibilidades la encontramos en la ciudad de Hebrón −que por cierto, sólo dista treinta kilómetros de Jerusalén−, y donde David reinó durante siete años. No olvidemos que muchísimos tiempo atrás, allí, en Hebrón, en la cueva de Macpela, en unos terrenos que habían sido adquiridos por el mismísimo Abraham, fueron enterrados el patriarca y su esposa Sara. Y que, al parecer, tiempo después, allí fueron también sepultados Isaac y Jacob.

Y aquí surge la inevitable pregunta:

¿Resultaría descabellado pensar que en esos mismos lugares en los que se encontraba el sepulcro del amigo de Dios, el gran patriarca Abraham, de su hijo y de su nieto, el padre de las doce tribus, pudieran buscar eterno descanso David y su hijo Salomón, y con ellos quedasen enterradas las Tablas o una copia de ellas?

No; así de primeras, no se puede desestimar esta opción.

Pero…, pero también es muy cierto, que ese es un lugar demasiado identificado, reseñado y frecuentado, donde sea prudente ocultar un tesoro.

Templete de Astarte, Camós y Moloc en la parte más meridional del Monte de los Olivos.


Entonces erigió Salomón en el monte que está enfrente de Jerusalén, un ara a Camós, abominación de Moab, y a Moloc, abominación de los Amonitas (I Reyes, 11, 7).

A los efectos de radicación, este templete se debería localizar fuera de una ciudad; no obstante, por su gran proximidad puede entenderse como dentro de la urbe de Jerusalén. Y allí, a la vista de la ciudad santa, bajo las obras de cimentación del pequeño templo, pudiera quedar oculta una copia de las Tablas de Salomón.

Y aquí deseo llamar la atención sobre la paradójica actuación de Salomón en sus últimos años de vida:

Al parecer, un hombre monoteísta, que había hablado con su Dios y que había recibido de él los mayores regalos, se dedica a levantar monumentos a otros dioses.

Mi disminuidita capacidad intelectual solamente me permite contemplar cuatro posibles explicaciones:

Primera. Que esos relatos sólo sean una más entre las muchas mentiras que, asediando a las grandes verdades, encontraremos en las Escrituras; y que, en este caso, sólo son la furibunda expresión de rencor de los sacerdotes.

Segunda. Que a causa de su promiscuidad, el gineco-fílico rey, hijo de mujeriego padre y hombreriega madre, había agarrado una sífilis que le había dañado gravemente el aparato reproductor de sensatez.

Tercera. Que después de leer el auténtico Libro de Moisés, y tras interpretar algunos pasajes del Testimonio, Salomón sabía perfectamente a qué atenerse respecto a los dioses. Por esta razón, le daba lo mismo levantar un templete a cualquier ídolo, que construir un parque temático. Y si aquella gente quería un altar, lo dejaba a gusto de sus paganos-paganinis.

Cuarta. Que Salomón, tal y como entonces y siempre ha sido arcaica e inveterada costumbre de los poderosos, ordenase la construcción de su tumba en un lugar apartado de la ciudad. En esta opción, el rey sabio eligió el Monte de los Olivos, muy cerca de Jerusalén, al otro lado del Valle del Cedrón. Y, que ese túmulo o altar se edificara sobre un anterior templete consagrado a un diosecillo cualquiera de los muchos que abundaban por aquellos lugares. Y, algo muy importante, esa zona del Monte de los Olivos, está en una cota algo más elevada que la del Templo.

Nota. Cuando en el capítulo XXIV se realizó la crónica del viaje del Arca, ya se sugirió el posible motivo que invitaba a instalar el mobiliario del Tabernáculo en algún lugar alto.


LOS DESPOBLADOS


Por supuesto, esta reseña de lugares habitados no es exhaustiva ni mucho menos, y posiblemente, habrá otro considerable número de ciudades donde pueda existir un rastro seguro para la localización de las Tablas de Salomón. Pero sea como fuere, ya hemos visto que no parece muy buena idea ocultar un tesoro en los sótanos o entre los muros de los palacios y templos de una ciudad, y que lo más adecuado para salvaguardar un tesoro, no es protegerlo en acorazadas cajas fuertes dotadas de férreas protecciones; lo más seguro es procurar su anonimato y ocultarlo en sitios donde no esté localizado.

Conclusión: Resulta bastante más prudente soterrar los tesoros en lugares desiertos y de difícil acceso, que sean solamente localizables mediante una velada información o una identificación que contenga un encriptado plano del sitio. O sea, el manoseado y novelesco mapa del tesoro.

Y, como pronto veremos, algo así o muy parecido, fue lo que realmente sucedió. Por esta razón, ahora nos alejamos de las ciudades y salimos a la busca de algunos lugares más despejados, más despoblados y más recónditos. Para ello, nos vamos de camping.

Valle de Moab


El Valle de Moab se encuentra en la ribera oriental del río Jordán, frente a Jericó y al pie del monte Nebo. El monte Nebo, uno de los montes de Abarim, es por cierto la montaña a la que subió Moisés para contemplar la Tierra Prometida al pueblo de Israel. Y también por cierto, desde allí, desde ese monte Nebo, y casi en primer término, en la orilla occidental del mar Muerto, se divisan las afamadas cuevas de Qumram en el desierto de Judea. Y este agreste paraje del desierto de Judea, desde Jericó hasta Masada, por su dicotómica proximidad y alejamiento de Jerusalén, por su grandioso pero desolado vacío y por la configuración del terreno, desde siempre, y sobre todo desde el año 1947, ha sido señalado por los historiadores, arqueólogos e Indianas, como lugar idóneo para ocultar los tesoros y reliquias de la cultura y religión del pueblo de Israel.

Foto del desierto de Judea; más concretamente de Qumram; frente al valle de Moab.

Pues bien, frente a Qumram, frente a esas cuevas donde se ha mantenido oculto un inmenso tesoro cultural durante dos mil años − ¡que se dice pronto!−, es donde, según el Deuteronomio, fue enterrado Moisés:

Yavé lo enterró en el valle, en la tierra de Moab… y nadie hasta hoy conoce su sepulcro. (Dt. 34, 6)

Y, si nadie la conoce, será porque está muy bien oculto.

Y, también en ese valle de Moab, y también precisamente en el monte Nebo, fue donde, según las Escrituras, en una cueva muy semejante a las de Qumram, a la que después se cegó la entrada, se ocultó el Arca de la Alianza para preservarla de la rapiña del invasor ejército de Nabucodonosor.

…el profeta (se refiere a Jeremías), ilustrado por revelación de Dios, mandó que llevasen tras él el Tabernáculo y el Arca. Salió hasta el monte donde Moisés había subido para contemplar la heredad de Dios. Una vez arriba, Jeremías halló una caverna y en ella metió el Tabernáculo, el Arca y el altar del incienso, y cerró la entrada. (II Macabeos 2, 4 y 5).

A estos versículos, y como parte integrante del proceso de ocultamiento que se siguió con el Arca, deseo añadir otro verso que ya he citado:

…No se dirá ya: ¿Dónde está el Arca de la Alianza de Yavé? No se echará de menos ni se hará otra nueva… (Jeremías 3, 16)

¿Qué se pretende decir en este versículo?

Veamos:

Cuando al inicio del presente subcapítulo he realizado una breve reflexión sobre las ventajas e inconvenientes de los sitios donde ocultar un tesoro, no consideré necesario hacer referencia a tres perogrullescas circunstancias que resultan determinantes para salvaguardar objetos valiosos:

1ª. Que nadie sepa o sospeche la existencia de ese tesoro.

2ª. Que sospechando su existencia, nadie conozca el lugar donde está oculto.

3ª. Que si alguien conoció su existencia y el lugar donde se ocultó, le sea imposible desvelarlo, o bien por haberlo olvidado, o mejor por estar muerto.

Y esto último, es lo que hace Jeremías cuando en ese versículo utiliza unas supuestas palabras de Yavé. El sabio profeta está recomendando, ni más ni menos, la discreción y el olvido del Arca. Casi inmediatamente después, el profeta, único conocedor del secreto lugar, muere en un lugar muy lejano. Pero, eso sí, antes de morir había dejado una reseña, muy bien encriptada, del lugar donde se encontraba el tesoro.

Ahora deberíamos meditar un instante:

En las cuevas abiertas de Qumram, y durante unos dos mil años, han permanecido ocultos y relativamente bien conservados, una colección de cerca de un millar de valiosos manuscritos en pergaminos. Pues bien, ¿cuál es el problema para admitir que por aquellos parajes, en una u otra orilla del mar Muerto, puedan permanecer ocultas las Tablas de Salomón? Unas Tablas, que al ser de piedra, pueden, sólo sugiero que pueden, ser bastante más resistentes que unos rollos de papiros.

Pero, antes de seguir buscando por despoblados, y para que nos acompañe, quiero presentarles a un amigo: Jeremías de Anatot.


JEREMÍAS, UN HOMBRE COMO DIOS MANDA


Ya lo dije al principio: Tres son los personajes decisivos para la búsqueda del Testimonio: Salomón, Jeremías y Josías. Ahora, tenemos ocasión de encontrarnos con el segundo de ellos.

Cualquier persona que lea la historia de Jeremías, podría interpretar que aquel profeta, además de un lagrimoso –capaz de hacer llorar a una cebolla−, fue un cobarde, un traidor y un torpe observador-analista de los tristes acontecimientos que estuvo obligado a vivir. Pero, como frecuentemente ocurre, después, en una interpretación más reposada y meditada de las Escrituras, ese mismo lector debería entender que Jeremías fue un hombre como Dios manda: Realista, valiente, leal y, sin entrar a evaluar su inteligencia, sí podría ser considerado como astuto. O sea, un Ulises hebreo.

Nota: No debemos confundir la astucia con la inteligencia. Muchas personas inteligentes no son astutas en absoluto, e incluso algunos sabios, son excesivamente ingenuos. No podemos graduar la inteligencia de Jeremías, pero sí que podemos asegurar que no era tonto del todo y que ideó un astuto plan.

En primer lugar, creo que sería injusto calificar como un llorón, a quien, insistentemente, te está advirtiendo sobre las desgracias que van a caer sobre ti si persistes en tu irreflexiva y temeraria conducta de beber mucho alcohol y conducir a más de 200 Km/h. Por otra parte, Jeremías demostró su valentía al enfrentarse, una y otra vez, al poder establecido en Israel (rey y sacerdotes). Ese comportamiento le ocasionó grandes peligros y persecuciones que le llevaron a la cárcel donde fue encerrado en una húmeda cisterna en la que permaneció aprisionado en un cepo. Para arrostrar todo esto, se deben tener DOS, que te permitan, al menos, mantener el tipo. Así mismo, demostró lealtad a lo único que debía lealtad: A su Dios y a su pueblo. Si algún lector entiende que la lealtad debe manifestar ante los comisionistas de los dioses o ante los representantes y caciques, más o menos dignos y honorables de un pueblo, yo le recomiendo que consulte a un especialista. Por último, Jeremías demostró su lucidez y su astucia cuando supo idear un proyecto destinado a salvar el Arca y las Tablas de Piedra; o sea, cuando discurrió una maniobra destinada a proteger el más preciado tesoro de los hijos del hombre.

Con esta breve pincelada he pretendido despejar los malos entendidos que se ha ido acumulando sobre un hombre como Dios manda.

Nota. No es muy difícil arrojar lodo contra una persona. Y sobre todo, resulta fácil para quien vive enfangado en el lodo.


PROYECTO JEREMÍAS


Ahora, cuando vamos a conocer la maniobra del profeta para salvar las reliquias más sagradas de la humanidad, debemos conocer una incuestionable realidad geográfica que no ayudará a entender el momento histórico.

Israel (Judá) era un pequeño (diminuto) país que estaba situado entre dos superpotencias: Babilonia al norte y Egipto al sur.

Estas dos grandes naciones, tal y como suele ser frecuente, ejercían de chulos del barrio y no se apreciaban entre ellas. En ese momento, Joaquim, hijo de Josías es coronado como rey.

El nuevo monarca sabe que la supervivencia de su pueblo depende de su capacidad para mantener una precaria neutralidad con los dos macarras. Pero resulta que no es fácil negociar con los malosos acosadores, y para colmo, Joaquim tiene las luces medio apagadas. En esta situación, se presenta un nutrido e intimidante contingente militar de los babilonios que le hacen una oferta que no puede rechazar: O con nosotros, o contra nosotros.

Joaquim se apresura a contestar:

− Con vosotros, con vosotros.

− Muy bien. Te hacemos nuestro socio-deudor. Todos los años no ingresarás en nuestra cuenta…

Joaquim acepta. Pero en cuanto los esbirros del mafioso Nabucodonosor desaparecen con la primera mordida, el rey decide no pagar ni un duro más, y se pone en contacto con el clan del sur: los egipcios.

Esta actitud de Joaquim no hace extremadamente feliz a Nabucodonosor, quien envía un ejército invasor contra Israel con la intención de arramblar con los tesoros de Jerusalén, antes de que sean saqueados por los egipcios.

Así está es la situación en aquellos días…, poco más o poco menos.

Y, si leemos los versículos 17 a 23 del capítulo 52 del Libro de Jeremías, nos enteraremos de lo qué sucedió con los objetos de valor del Templo de Jerusalén; y también advertiremos, que en la reseña de piezas saqueadas no se menciona el Arca. El templo es destruido y arrasado; los sacerdotes, el rey y sus hijos padecen la más cruel represión del ejército invasor; todo el país sufre el más total y absoluto despojo; el tesoro de Israel es desvalijado; sin embargo, no existe ni una sola cita sobre el paradero del Arca. Y, esta omisión, lo queramos o no, es enormemente significativa.

Veamos ahora los detalles del proyecto de Jeremías:

En primer lugar, y esto puede ser muy significativo sobre la discreción que se pretendió conseguir, la participación del profeta en la Operación Arca de la Alianza, no consta en el Libro de Jeremías ni en el de su discípulo Baruc, y solamente nos es conocida por una breve reseña en el II Libro de Los Macabeos que se escribió uno quinientos años después de Jeremías.

Jeremías y el Arca de la Alianza

2:4 Se decía en el escrito cómo el profeta, advertido por un oráculo, mandó llevar con él la Carpa y el Arca, y cómo partió hacia la montaña donde Moisés había subido para contemplar la herencia de Dios.2:5 Al llegar, Jeremías encontró una caverna: allí introdujo la Carpa, el Arca y el altar del incienso y clausuró la entrada. 2:6 Algunos de sus acompañantes volvieron para poner señales en el camino, pero no pudieron encontrarlo. 2:7 Y cuando Jeremías se enteró de esto, los reprendió, diciéndoles: "Ese lugar quedará ignorado hasta que Dios tenga misericordia de su pueblo y lo reúna...

Esto es lo que dice el II Libro de los Macabeos. Pero yo me pregunto: ¿Alguien ha reparado en que Jeremías, en ningún párrafo de su Libro Profético, hace mención de la desaparición del Arca? Es más, cuando en una sola ocasión cita al Arca de la Alianza, es únicamente para recomendar que la olviden, que no hablen de ella. Las palabras: ...no se acordarán de ella, se les irá de la memoria, la olvidarán y no harán otra…, referidas al Arca, tienen un propósito muy determinado: Seamos discretos; cuanto menos hablemos del Arca, mucho mejor.

Y, uno o dos investigadores pueden preguntarse: ¿Por qué? ¿Acaso no sentía estima por la reliquia más simbólica de su pueblo? O, ¿acaso esa petición de olvido, como aquí se afirma, era parte de un plan preconcebido?

Yo soy convencido partidario de esta última opción.

Pero además, y reconociendo como muy cierto que solamente en una ocasión menciona al Arca, ¿alguien puede decirme cuantas veces hace referencia a las Tablas de Piedra?

Efectivamente:

“Ni una sola vez hace la mínima alusión a las Tablas de Piedra”.

Y precisamente, esta llamativa estrategia de Jeremías –ausencia, silencio y olvido−, junto con algunas más, refuerzan mi convicción sobre la existencia de un proyecto para poner a salvo las reliquias más veneradas del pueblo.

El plan es personal del propio Jeremías, y únicamente él es conocedor del mismo. Incluso su amigo y discípulo Baruc permanece ignorante y ajeno a la esencia de una trama que se desarrolla en cinco fases:

Primera fase. Mediante un acto de fingida traición a su pueblo, a su rey y a los sacerdotes, Jeremías busca la amistad y protección de los caldeos. Y, para justificar esta desleal actitud −hasta los más llamativos comportamientos deben presentar una apariencia que los haga creíbles−, el profeta se apoya en dos argumentos:

a. La destrucción de Israel es sólo culpa del propio pueblo idólatra que, con la permisividad del rey y la negligencia de los sacerdotes, ha renegado de su Dios.

b. La invasión no es imputable a Nabucodonosor. Los caldeos sólo son un instrumento de Dios, y actúan movidos por la voluntad de Yavé. Por esta razón el profeta recomienda no combatir a los babilonios y aceptar las decisiones de Dios.

Segunda fase. Es una consecuencia inevitable y directa de la primera. Con sus provocaciones consigue la enemistad del rey de Israel y de los sacerdotes.

Tercera fase. Retira y oculta el Arca y las Tablas de Piedra en un lugar sólo por él conocido. Alguna caverna, pozo, mina o galería fuera de Jerusalén.

Nota. Por supuesto, el lugar Santísimo no puede quedar vacío. Por ese motivo, antes de retirar el arca, Jeremías se ocupa de hacer una reproducción. Recordemos que el Arca de la Alianza era casi absolutamente desconocida para todos; que permanecía en la penumbra del lugar Santísimo; y que estaba oculta y protegida por un velo (Éx.40, 3).

Cuarta fase. Después de ocultar el Arca, Jeremías filtra, a modo de engaño-señuelo, un rumor que insinúa que el Tesoro del Templo ha quedado escondido en una cueva al otro lado del Jordán, cerca del monte Nebo.

Quinta fase. Por último, en manos de su amigo Baruc, deja una carta con un mensaje encriptado para que, en un futuro más propicio, se pueda conocer el sitio donde están ocultas las Tablas de Piedra de Yavé.

Nota. Es muy posible que Baruc estuviese receloso con el texto encriptado que le entregó Jeremías. Ese resquemor es el que justifica micro-capítulo 45 del Libro de Jeremías.

Jeremías, procurando más confusión, en realidad no esconde ningún objeto sagrado en el Monte Nebo. Todo el Tesoro del Templo queda oculto en otro lugar, pero mantiene la maniobra de distracción del Monte Nebo. Es muy conveniente interpretar los textos con una cierta lógica. Estudiemos los párrafos subrayados del II Libro de los Macabeos:

2:6 Algunos de sus acompañantes volvieron para poner señales en el camino, pero no pudieron encontrarlo. 2:7 Y cuando Jeremías se enteró de esto, los reprendió, diciéndoles: "Ese lugar quedará ignorado hasta que Dios tenga misericordia de su pueblo y lo reúna...

Primer subrayado: ¿Qué es lo que no encontraron? ¿El camino o el Arca? Si lo que no encontraron fue el camino, es muy lógico que se “metieran” a sacerdotes; pero si no encontraron el Arca, es porque “alguien” ya lo había retirado de allí.

Segundo subrayado: ¿Los reprendió? ¿Les echó en cara su travesura? Más bien, Jeremías les dijo: Sois unos chorizos y unos hijos de puta, que habéis pretendido robar el Tesoro del Templo. Pero, como somos buenos, Yavé y yo os perdonamos: Tomad, bebed de este vino que os quitará todas las penas. Y ellos, como buenos practicantes de sacerdocio, bebieron; y efectivamente, sus penas desaparecieron; y además desaparecieron para siempre.

Tercer subrayado: Es evidente la intención de Jeremías: Nadie, en muchos siglos, conocerá el sitio donde está escondido el Arca.

Este plan de Jeremías le funcionó perfectamente, incluso más allá del último momento. Dos años después de la destrucción del Templo, el profeta muere en Egipto.


EL MONTE NEBO


Cuando se estaban acercando a Jerusalén las tropas caldeas que destruirían el templo de Salomón, saquearían sus objetos valiosos y llevarían cautivo al pueblo hebreo a Babilonia, el profeta Jeremías, según nos cuentan, y solamente según nos cuentan, escondió el Arca en una cueva del Monte Nebo. (II Macabeos 2, 1-8). Y podemos tener la absoluta certeza de que esa, o cualquier otra maniobra de ocultación, no resultaba descabellada. Además de evitar el saqueo, al que con toda seguridad iba a ser sometido el Templo, se pretendía que el rey y los altos dignatarios no pudieran servirse del oro del arca, de los candelabros, de la mesa de los panes o del altar de los inciensos en una negociación con los invasores. Aquel que dude de esta afirmación, sólo tiene que leer las Escrituras para comprobar, con qué gran frecuencia, el tesoro del Templo fue empleado para garantizar armisticios, comprar voluntades, sufragar ejércitos, pagar rescates, y mil etcéteras más.

Así, pues, y con el mejor criterio, Jeremías, según dicen, repito, ocultó el tesoro en la cordillera de Abarim, en la margen oriental del mar Muerto.

La Tierra Prometida desde el monte Nebo.

De cualquier forma, y concediendo al Arca el grandísimo respeto que nos merece, hagamos una breve reflexión:

Jeremías, sin mencionar para nada las Tablas de Piedra, y refiriéndose exclusivamente al Arca, nos dice:

...no se acordarán de ella, se les irá de la memoria, la olvidarán y no harán otra. (Jeremías. 3,16).

Estas palabras del profeta, además de ser parte del plan preconcebido para salvaguardar el Arca del saqueo, son representativas de la gran-escasa importancia que en aquel momento tenía ese cofre. Por aquellos tiempos de Jeremías, el Arca de la Alianza ya no era el mismo arcón que se construyó en el Sinaí bajo la supervisión de Yavé; además y para remate, ya estaba vacía.


EL ARCA VACÍA


Y ahora, las preguntas son:

— ¿Por qué razón sabía Jeremías que el arca estaba vacía? ¿Cuándo había efectuado la comprobación?

Las respuestas las encontraremos si realizamos un breve memorándum:

Recordemos que Jeremías era hijo de Helcías. Esta circunstancia nos está diciendo que Jeremías no era un desconocido y mísero predicador. El profeta era hijo de Sumo Sacerdote amigo del rey. Recordemos también, que Helcías era el Sumo Sacerdote en tiempos del rey Josías; así mismo, recordemos que Josías y Helcías fueron los que habían descubierto el verdadero libro de Moisés. Y por último, recordemos que la consecuencia de ese hallazgo supuso una grandísima revolución en el culto del pueblo hebreo. Estos cuatro apuntes evocatorios nos conducen a dos posibilidades en forma de especulaciones-elucubraciones:

Primera: Que al mismo tiempo que encontraron el Libro de Moisés, encontrasen las dos Tablas del Testimonio; y entonces, con el mejor criterio e interpretando fielmente la voluntad de Yavé, decidieron que las Tablas de Piedra quedasen bien ocultas, pero…, pero lejos del codiciado Arca.

Segunda: Que no encontrasen las Tablas junto al Libro de Moisés; pero…, pero que al descubrir la verdad contenida en ese Libro, el rey y el sacerdote abren el Arca de la Alianza y retiran y esconden las Tablas.

Nota. Esta espe-lucu queda reforzada cuando el rey Josías ordena el regreso del Arca al Templo. No había mejor momento que ese, para comprobar el contenido del Arca. (II Libro de Crónicas, capítulo 35, 3). Este episodio lo veremos pronto en el subtítulo: Josías y el Arca de la Alianza

En lo referente a la ocultación de la copia del Libro de Moisés en el Templo de Jerusalén en los tiempos del rey Salomón, no debemos tener ni la menor duda, puesto que allí apareció siglos después durante el reinado de Josías. No obstante, sí que se pueden albergar dudas en cuanto a la posibilidad de que los escribas del rey tuviesen capacidad técnica para hacer copia de las Tablas de de Piedra del Testimonio. Reconozcamos que no sería una tarea fácil, puesto que eran dos tablas de piedra que estaban escritas por las dos partes, y que Yavé no utilizaba cuatro páginas para escribir un mensaje que pudiera reducirse en una sola. Y por otra parte, recordemos que era una comunicación escrita por la mano de Yavé, en lenguaje de Yavé. No, desde luego que no; hacer una copia del Testimonio no resultaría tarea fácil; sobre todo, si tenemos en consideración el contenido del capítulo XIV de este ensayo.

Sin embargo, no alcanzo a comprender totalmente las razones que podrían aconsejar a Yavé para hacer difícil o imposible la copia de su Testimonio. Pero sea de la forma que sea, lo que resultaría bastante más fácil para un rey autoritario y todopoderoso como Salomón, hubiera sido apoderarse de unas tablas que estaban dentro de un arcón, protegido en el interior de un recinto que él mismo había diseñado y construido, y sobre el cual tenía dominio absoluto –igual que sobre los sacerdotes−.

Y si esto fue así, pudo suceder –además hay una evidente ocasión para ello en los ambiguos versículos de I Rey. 8, 10-11, donde no se alude al rey, y sólo se menciona que son los sacerdotes los que salen del santuario–. Salomón, sabiendo que el Arca no se abriría nunca, y con la prudente intención de preservarlas, recogiese y ocultase convenientemente las Tablas de Piedras del Testimonio de Yavé. Unas Tablas, que tal vez, Josías encontró siglos después.

Nosotros, deberemos entender que el rey sabio, conocedor de la crónica verdadera de lo sucedido en el Sinaí, y después de estudiar el Testimonio, comprendiese que aquellas dos Tablas de Piedra −tal y como se manifestó en el subcapítulo de los Duplicados−, por muy protegidas y resguardadas que estuviesen en el Arca y en el Templo, eran demasiado importantes para quedar expuestas al saqueo. Fue entonces cuando decidió ocultarlas.

Así pues, y concretando, las dos opciones son éstas:

Primera: Después de realizarse unas copias, que en su momento serán debidamente ocultadas por Salomón, los originales del Testimonio y del Libro de Moisés quedan depositados en el Sanctasanctórum bajo la tutoría de los sacerdotes. El Testimonio dentro del Arca y el Libro de Moisés junto al Arca.

Segunda: Ante la imposibilidad de duplicar las Tablas, el Testimonio es retirado del Arca y, por lo tanto en el Templo sólo queda el Arca cerrada y vacía; junto a ella, el Libro de Moisés. En este caso, Salomón habría tomado posesión del Testimonio original y de una copia del Libro del Libro de Moisés.

De cualquier forma, debemos tener en consideración una opinión muy generalizada basada en una tradición muy arraigada:

El reconstruido arcón, después de haber estado en manos de los filisteos, jamás abandonó el Templo de Salomón. Y no salieron de allí, porque Arca, Tablas y Templo –que es su Tabernáculo−, están indisolublemente unidos (2º Crónicas 7,15-16). Allí, oculta en sus bóvedas subterráneas, en algún lugar sólo accesible para quien supiese con toda certeza que era lo que estaba buscando, permaneció el Arca más de dos mil años. Ni egipcios, ni babilonios, ni griegos, ni romanos, dieron con ese inestimable tesoro. Un tesoro, Testimonio y Arca, que, no lo olvidemos, sólo está bajo la custodia de los hijos de Israel que fueron sus receptores y depositarios, pero que, en definitiva, es un legado de Yavé para la totalidad de los hijos del hombre.

Claro que, como digo, eso es lo que avala la tradición. Pero, para poder afirmar esta teoría de que el Arca y el Testimonio no salieron nunca de Jerusalén, deberemos contar con el permiso del profeta Jeremías.


LOS LIBROS


Por si algún lector está interesado en ello, a continuación puede conocer los libros de donde se ha obtenido esta interpretación. Además de la reseña que se efectua en los versículos 4 al 7 del capítulo II del Libro de los Macabeos, todo se encuentra en:

Libro de Jeremías 3, 16; 15, 13; 17, 3; 20, 5; 26, 9; 32, 1-44; 36, 4-26; 43, 8-10; 45, 1-5;

Libro de Baruc 1, 1-22; 3, 12-38 y 4, 1.

Libro de Jeremías

3:16 Y acontecerá que cuando os multipliquéis y crezcáis en la tierra, en esos días, dice Yavé, no se dirá más: Arca del pacto de Yavé; ni vendrá al pensamiento, ni se acordarán de ella, ni la echarán de menos, ni se hará otra.

15:13 Tus riquezas y tus tesoros entregaré a la rapiña sin ningún precio, por todos tus pecados, y en todo tu territorio.

17:3… Todos tus tesoros entregaré al pillaje por el pecado de tus lugares altos en todo tu territorio.

Nota. Lugares altos es una traducción de ALTARES PROFANOS.

20:5 Entregaré asimismo toda la riqueza de esta ciudad, todo su trabajo y todas sus cosas preciosas; y daré todos los tesoros de los reyes de Judá en manos de sus enemigos, y los saquearán, y los tomarán y los llevarán a Babilonia.

36:4 Y llamó Jeremías a Baruc hijo de Nerías, y escribió Baruc de boca de Jeremías, en un rollo de libro, todas las palabras que Yavé le había hablado. 36:5 Después mandó Jeremías a Baruc, diciendo: A mí se me ha prohibido entrar en la casa de Yavé. 36:6 Entra tú, pues, y lee de este rollo que escribiste de mi boca, las palabras de Yavé a los oídos del pueblo, en la casa de Yavé, el día del ayuno; y las leerás también a oídos de todos los de Judá que vienen de sus ciudades.36:7 Quizá llegue la oración de ellos a la presencia de Yavé, y se vuelva cada uno de su mal camino; porque grande es el furor y la ira que ha expresado Yavé contra este pueblo.36:8 Y Baruc hijo de Nerías hizo conforme a todas las cosas que le mandó Jeremías profeta, leyendo en el libro las palabras de Yavé en la casa de Yavé. 36:9 Y aconteció en el año quinto de Joacim hijo de Josías, rey de Judá, en el mes noveno, que promulgaron ayuno en la presencia de Yavé a todo el pueblo de Jerusalén y a todo el pueblo que venía de las ciudades de Judá a Jerusalén. 36:10 Y Baruc leyó en el libro las palabras de Jeremías en la casa de Yavé, en el aposento de Gemarías hijo de Safán escriba, en el atrio de arriba, a la entrada de la puerta nueva de la casa de Yavé, a oídos del pueblo.36:11 Y Micaías hijo de Gemarías, hijo de Safán, habiendo oído del libro todas las palabras de Yavé,36:12 descendió a la casa del rey, al aposento del secretario, y he aquí que todos los príncipes estaban allí sentados, esto es: Elisama secretario, Delaía hijo de Semaías, Elnatán hijo de Acbor, Gemarías hijo de Safán, Sedequías hijo de Ananías, y todos los príncipes. 36:13 Y les contó Micaías todas las palabras que había oído cuando Baruc leyó en el libro a oídos del pueblo. 36:14 Entonces enviaron todos los príncipes a Jehudí hijo de Netanías, hijo de Selemías, hijo de Cusi, para que dijese a Baruc: Toma el rollo en el que leíste a oídos del pueblo, y ven. Y Baruc hijo de Nerías tomó el rollo en su mano y vino a ellos. 36:15 Y le dijeron: Siéntate ahora, y léelo a nosotros. Y se lo leyó Baruc. 36:16 Cuando oyeron todas aquellas palabras, cada uno se volvió espantado a su compañero, y dijeron a Baruc: Sin duda contaremos al rey todas estas palabras. 36:17 Preguntaron luego a Baruc, diciendo: Cuéntanos ahora cómo escribiste de boca de Jeremías todas estas palabras.36:18 Y Baruc les dijo: El me dictaba de su boca todas estas palabras, y yo escribía con tinta en el libro. 36:19 Entonces dijeron los príncipes a Baruc: Ve y escóndete, tú y Jeremías, y nadie sepa dónde estáis. 36:20 Y entraron a donde estaba el rey, al atrio, habiendo depositado el rollo en el aposento de Elisama secretario; y contaron a oídos del rey todas estas palabras. 36:21 Y envió el rey a Jehudí a que tomase el rollo, el cual lo tomó del aposento de Elisama secretario, y leyó en él Jehudí a oídos del rey, y a oídos de todos los príncipes que junto al rey estaban. 36:22 Y el rey estaba en la casa de invierno en el mes noveno, y había un brasero ardiendo delante de él. 36:23 Cuando Jehudí había leído tres o cuatro planas, lo rasgó el rey con un cortaplumas de escriba, y lo echó en el fuego que había en el brasero, hasta que todo el rollo se consumió sobre el fuego que en el brasero había. 36:24 Y no tuvieron temor ni rasgaron sus vestidos el rey y todos sus siervos que oyeron todas estas palabras. 36:25 Y aunque Elnatán y Delaía y Gemarías rogaron al rey que no quemase aquel rollo, no los quiso oír. 36:26 También mandó el rey a Jerameel hijo de Hamelec, a Seraías hijo de Azriel y a Selemías hijo de Abdeel, para que prendiesen a Baruc el escribiente y al profeta Jeremías; pero Yavé los escondió.

43:8 Y vino palabra de Yavé a Jeremías en Tafnes, diciendo:
43:9 Toma con tu mano piedras grandes, y cúbrelas de barro en el enladrillado que está a la puerta de la casa de Faraón en Tafnes, a vista de los hombres de Judá; 43:10 y diles: Así ha dicho Yavé de los ejércitos, Dios de Israel: He aquí yo enviaré y tomaré a Nabucodonosor rey de Babilonia, mi siervo, y pondré su trono sobre estas piedras que he escondido, y extenderá su pabellón sobre ellas.

Por si acaso algún piadoso sacerdote no ha entendido los versículos 8 y 9, yo, por cortesía, se los explicaré amablemente:

Yavé ordena a Jeremías:

Para evitar nuevamente la destrucción del mensaje que dictaste a Baruc, debes cincelar sobre grandes piedras, un nuevo texto de esa misma profecía. Esas losas grabadas, se cubrirán y ocultarán bajo las baldosas de barro del enladrillado que está, a la vista de todos, en la puerta de la casa del faraón en Tafnes.

45:1-5 Palabra que habló el profeta Jeremías a Baruc hijo de Nerías, cuando escribía en el libro estas palabras de boca de Jeremías, en el año cuarto de Joacim hijo de Josías rey de Judá, diciendo: 45:2 Así ha dicho Yavé Dios de Israel a ti, oh Baruc: 45:3 Tú dijiste: ¡Ay de mí ahora! porque ha añadido Yavé tristeza a mi dolor; fatigado estoy de gemir, y no he hallado descanso. 45:4 Así le dirás: Ha dicho Yavé: He aquí que yo destruyo a los que edifiqué, y arranco a los que planté, y a toda esta tierra. 45:5 ¿Y tú buscas para ti grandezas? No las busques; porque he aquí que yo traigo mal sobre toda carne, ha dicho Yavé; pero a ti te daré tu vida por botín en todos los lugares adonde fueres.

¿Qué es lo que busca Baruc? ¿Grandeza? ¿Grandes piedras? ¿Por qué le aconseja que no las busque? ¿Por qué Yavé le amenaza de muerte si Baruc continúa buscando?: …yo destruyo a los que edifiqué, y arranco a los que planté…, yo traigo el mal… ¿Por qué Yavé promete guardar su vida, si Baruc desiste en su prohibida búsqueda? ¿Entendemos que Jeremías está “recomendando” de Baruc que no busque las Tablas de Piedra?

Libro de Baruc

1:1 Texto del escrito que Baruc, hijo de Nerías, hijo de Maasías, hijo de Sedecías, hijo de Asadías, hijo de Jilquías, escribió en Babilonia, 1:2 en el año quinto, el séptimo día del mes, en la época en que los caldeos habían tomado Jerusalén y la habían incendiado. 1:3 Baruc leyó el texto de este escrito en presencia de Jeconías, hijo de Joaquím, rey de Judá, y de todo el pueblo que había venido para escuchar esta lectura; 1:4 en presencia de las autoridades y de los príncipes reales, de los ancianos y de todo el pueblo —desde el más pequeño hasta el más grande— de todos los que habitaban en Babilonia junto al río Sud. 1:5 Se derramaron lágrimas, se ayunó y se oró delante del Señor. 1:6 También se recogió dinero según las posibilidades de cada uno, 1:7 y se lo envió a Jerusalén, al sacerdote Joaquím, hijo de Jilquías, hijo de Salóm, y a los otros sacerdotes y a todo el pueblo que se encontraba con él en Jerusalén. 1:8 Baruc ya había recuperado, el décimo día del mes de Siván, los vasos de la Casa del Señor sacados del Templo, a fin de devolverlos a la tierra de Judá. Eran objetos de plata que había hecho Sedecías, hijo de Josías, rey de Judá, 1:9 después que Nabucodonosor, rey de Babilonia, deportó desde Jerusalén y llevó a Babilonia a Jeconías, a los príncipes, a los rehenes, a los nobles y a la gente del país.

Nota. Aquí tampoco se hace ninguna mención al Arca

1:10 Les escribieron lo siguiente: Aquí les enviamos dinero; compren con él víctimas para los holocaustos y los sacrificios por el pecado, y también incienso; hagan ofrendas y preséntenlas sobre el altar del Señor, nuestro Dios. 1:11 Rueguen por la vida de Nabucodonosor, rey de Babilonia, y por la de su hijo Baltasar, para que sus días sean sobre la tierra como los días del cielo. 1:12 Que el Señor nos dé fuerza e ilumine nuestros ojos, para que vivamos a la sombra de Nabucodonosor, rey de Babilonia, y a la sombra de su hijo Baltasar, y lo sirvamos mucho tiempo, gozando de su favor. 1:13 Rueguen también por nosotros al Señor, nuestro Dios, porque hemos pecado contra él, y la ira del Señor y su indignación no se han alejado de nosotros hasta el día de hoy. 1:14 Lean este libro, que nosotros les enviamos para que se haga confesión de los pecados en la Casa del Señor, en el día de la Fiesta y en los días de la Asamblea. 1:19 Desde el día en que el Señor hizo salir a nuestros padres del país de Egipto, hasta el día de hoy, hemos sido infieles al Señor, nuestro Dios, y no nos hemos preocupado por escuchar su voz. 1:20 Por eso han caído sobre nosotros tantas calamidades, así como también la maldición que el Señor profirió por medio de Moisés, su servidor, el día en que hizo salir a nuestros padres del país de Egipto, para darnos una tierra que mana leche y miel. Esto es lo que nos sucede en el día de hoy. 1:21 Nosotros no hemos escuchado la voz del Señor, nuestro Dios, conforme a todas las palabras de los profetas que él nos envió. 1:22 Cada uno se dejó llevar por los caprichos de su corazón perverso, sirviendo a otros dioses y haciendo el mal a los ojos del Señor, nuestro Dios.

3:12 ¡Tú has abandonado la fuente de la sabiduría! 3:13 Si hubieras seguido el camino de Dios, vivirías en paz para siempre. 3:14 Aprende dónde está el discernimiento, dónde está la fuerza y dónde la inteligencia, para conocer al mismo tiempo dónde está la longevidad y la vida, dónde la luz de los ojos y la paz. 3:15 ¿Quién ha encontrado el lugar de la Sabiduría, quién ha penetrado en sus tesoros? 3:16 ¿Dónde están los jefes de las naciones, los que dominaban las bestias de la tierra 3:17 y se divertían con las aves del cielo; los que atesoraban la plata y el oro, en los que los hombres ponen su confianza, y cuyas posesiones no tenían límite; 3:18 los que trabajaban la plata con tanto cuidado, que sus obras sobrepasan la imaginación? 3:19 Ellos han desaparecido, han bajado al Abismo, y han surgido otros en su lugar. 3:20 Otros más jóvenes han visto la luz y han habitado sobre la tierra, pero no han conocido el camino de la ciencia, 3:21 no han comprendido sus senderos. Tampoco sus hijos la han alcanzado y se han alejado de sus caminos. 3:22 No se oyó nada de ella en Canaán, ni se la vio en Temán. 3:23 Ni siquiera los hijos de Agar, que buscan la ciencia sobre la tierra, ni los mercaderes de Merrán y de Temán, inventores de fábulas y buscadores de inteligencia, han conocido el camino de la sabiduría, ni se han acordado de sus senderos. 3:24 ¡Qué grande, Israel, es la morada de Dios, qué extenso es el lugar de su dominio!3:25 ¡Es grande y no tiene fin, excelso y sin medida!3:26 Allí nacieron los famosos gigantes de los primeros tiempos, de gran estatura y expertos en la guerra. 3:27 Pero no fue a ellos a quienes Dios eligió y les dio el camino de la ciencia; 3:28 ellos perecieron por su falta de discernimiento, perecieron por su insensatez. 3:29 ¿Quién subió al cielo para tomarla y hacerla bajar de las nubes? 3:30 ¿Quién atravesó el mar para encontrarla y traerla a precio de oro fino? 3:31 Nadie conoce su camino, ni puede comprender su sendero. 3:32 Pero el que todo lo sabe, la conoce, la penetró con su inteligencia; el que formó la tierra para siempre, y la llenó de animales cuadrúpedos; 3:33 el que envía la luz, y ella sale, la llama, y ella obedece temblando. 3:34 Las estrellas brillan alegres en sus puestos de guardia: 3:35 las llama, y ellas responden: "Aquí estamos", y brillan alegremente para aquel que las creó. 3:36 ¡Este es nuestro Dios, ningún otro cuenta al lado de él!3:37 Él penetró todos los caminos de la ciencia y se la dio a Jacob, su servidor, y a Israel, su predilecto. 3:38 Después de esto apareció sobre la tierra, y vivió entre los hombres.

4: 1 La sabiduría es el libro de los preceptos de Dios y la ley que subsiste eternamente: los que la retienen, alcanzarán la vida, pero los que la abandonan morirá.


INVERSIÓN INMOBILIARIA.


A continuación se va a transcribir la totalidad del capítulo 32 del Libro de Jeremías. Se hace así, para resaltar la importancia que en las Sagradas Escrituras se da a un texto que, únicamente se refiere a la adquisición por parte del profeta de una tierra en su pueblo natal de Anatot −villa a unos cinco kilómetros al norte de Jerusalén−.

Yo les sugiero que lean este capítulo 32. Después, aquel que lo desee, podrá participar en un pequeño ejercicio de reflexión.

Libro de Jeremías, capítulo 32:

32:1 Palabra de Yavé que vino a Jeremías, el año décimo de Sedequías rey de Judá, que fue el año decimoctavo de Nabucodonosor. 32:2 Entonces el ejército del rey de Babilonia tenía sitiada a Jerusalén, y el profeta Jeremías estaba preso en el patio de la cárcel que estaba en la casa del rey de Judá. 32:3 Porque Sedequías rey de Judá lo había puesto preso, diciendo: ¿Por qué profetizas tú diciendo: Así ha dicho Yavé: He aquí yo entrego esta ciudad en mano del rey de Babilonia, y la tomará; 4 y Sedequías rey de Judá no escapará de la mano de los caldeos, sino que de cierto será entregado en mano del rey de Babilonia, y hablará con él boca a boca, y sus ojos verán sus ojos, 32:5 y hará llevar a Sedequías a Babilonia, y allá estará hasta que yo le visite; y si peleareis contra los caldeos, no os irá bien, dice Yavé?

Nota: Sedequías fue el último rey de Judá. Meses después de esta profecía el monarca fue llevado cautivo a Babilonia.

2:6 Dijo Jeremías: Palabra de Yavé vino a mí, diciendo: 32:7 He aquí que Hanameel hijo de Salum tu tío viene a ti, diciendo: Cómprame mi heredad que está en Anatot; porque tú tienes derecho a ella para comprarla. 32:8 Y vino a mí Hanameel hijo de mi tío, conforme a la palabra de Yavé, al patio de la cárcel, y me dijo: Compra ahora mi heredad, que está en Anatot en tierra de Benjamín, porque tuyo es el derecho de la herencia, y a ti corresponde el rescate; cómprala para ti.

Nota. Adviértase que es el mismo Yavé quien, según declaración de Jeremías, actúa como Agente de la Propiedad Inmobiliaria.

Entonces conocí que era palabra de Yavé. 32:9 Y compré la heredad de Hanameel, hijo de mi tío, la cual estaba en Anatot, y le pesé el dinero; diecisiete siclos de plata. 32:10 Y escribí la carta y la sellé, y la hice certificar con testigos, y pesé el dinero en balanza. 32:11 Tomé luego la carta de venta, sellada según el derecho y costumbre, y la copia abierta. 32:12 Y di la carta de venta a Baruc hijo de Nerías, hijo de Maasías, delante de Hanameel el hijo de mi tío, y delante de los testigos que habían suscrito la carta de venta, delante de todos los judíos que estaban en el patio de la cárcel. 32:13 Y di orden a Baruc delante de ellos, diciendo: 32:14 Así ha dicho Yavé de los ejércitos, Dios de Israel: Toma estas cartas, esta carta de venta sellada, y esta carta abierta, y ponlas en una vasija de barro, para que se conserven muchos días. 32:15 Porque así ha dicho Yavé de los ejércitos, Dios de Israel: Aún se comprarán casas, heredades y viñas en esta tierra. 32:16 Y después que di la carta de venta a Baruc hijo de Nerías, oré a Yavé, diciendo: 32:17 ¡Oh Señor Yavé! he aquí que tú hiciste el cielo y la tierra con tu gran poder, y con tu brazo extendido, ni hay nada que sea difícil para ti; 32:18 que haces misericordia a millares, y castigas la maldad de los padres en sus hijos después de ellos; Dios grande, poderoso, Yavé de los ejércitos es su nombre; 32:19 grande en consejo, y magnífico en hechos; porque tus ojos están abiertos sobre todos los caminos de los hijos de los hombres, para dar a cada uno según sus caminos, y según el fruto de sus obras. 32:20 Tú hiciste señales y portentos en tierra de Egipto hasta este día, y en Israel, y entre los hombres; y te has hecho nombre, como se ve en el día de hoy. 32:21 Y sacaste a tu pueblo Israel de la tierra de Egipto con señales y portentos, con mano fuerte y brazo extendido, y con terror grande; 32:22 y les diste esta tierra, de la cual juraste a sus padres que se la darías, la tierra que fluye leche y miel; 32:23 y entraron, y la disfrutaron; pero no oyeron tu voz, ni anduvieron en tu ley; nada hicieron de lo que les mandaste hacer; por tanto, has hecho venir sobre ellos todo este mal.32:24 He aquí que con arietes han acometido la ciudad para tomarla, y la ciudad va a ser entregada en mano de los caldeos que pelean contra ella, a causa de la espada, del hambre y de la pestilencia; ha venido, pues, a suceder lo que tú dijiste, y he aquí lo estás viendo. 32:25 ¡Oh Señor Yavé! ¿y tú me has dicho: Cómprate la heredad por dinero, y pon testigos; aunque la ciudad sea entregada en manos de los caldeos? 32:26 Y vino palabra de Yavé a Jeremías, diciendo: 32:27 He aquí que yo soy Yavé, Dios de toda carne; ¿habrá algo que sea difícil para mí? 32:28 Por tanto, así ha dicho Yavé: He aquí voy a entregar esta ciudad en mano de los caldeos, y en mano de Nabucodonosor rey de Babilonia, y la tomará.32:29 Y vendrán los caldeos que atacan esta ciudad, y la pondrán a fuego y la quemarán, asimismo las casas sobre cuyas azoteas ofrecieron incienso a Baal y derramaron libaciones a dioses ajenos, para provocarme.32:30 Porque los hijos de Israel y los hijos de Judá no han hecho sino lo malo delante de mis ojos desde su juventud; porque los hijos de Israel no han hecho más que provocarme a ira con la obra de sus manos, dice Yavé. 32:31 De tal manera que para enojo mío y para ira mía me ha sido esta ciudad desde el día que la edificaron hasta hoy, para que la haga quitar de mi presencia, 32:32 por toda la maldad de los hijos de Israel y de los hijos de Judá, que han hecho para enojarme, ellos, sus reyes, sus príncipes, sus sacerdotes y sus profetas, y los varones de Judá y los moradores de Jerusalén. 32:33 Y me volvieron la cerviz, y no el rostro; y cuando los enseñaba desde temprano y sin cesar, no escucharon para recibir corrección. 32:34 Antes pusieron sus abominaciones en la casa en la cual es invocado mi nombre, contaminándola. 32:35 Y edificaron lugares altos a Baal, los cuales están en el valle del hijo de Hinom, para hacer pasar por el fuego sus hijos y sus hijas a Moloc; lo cual no les mandé, ni me vino al pensamiento que hiciesen esta abominación, para hacer pecar a Judá.32:36 Y con todo, ahora así dice Yavé Dios de Israel a esta ciudad, de la cual decís vosotros: Entregada será en mano del rey de Babilonia a espada, a hambre y a pestilencia: 32:37 He aquí que yo los reuniré de todas las tierras a las cuales los eché con mi furor, y con mi enojo e indignación grande; y los haré volver a este lugar, y los haré habitar seguramente; 32:38 y me serán por pueblo, y yo seré a ellos por Dios. 32:39 Y les daré un corazón, y un camino, para que me teman perpetuamente, para que tengan bien ellos, y sus hijos después de ellos. 32:40 Y haré con ellos pacto eterno, que no me volveré atrás de hacerles bien, y pondré mi temor en el corazón de ellos, para que no se aparten de mí. 32:41 Y me alegraré con ellos haciéndoles bien, y los plantaré en esta tierra en verdad, de todo mi corazón y de toda mi alma. 32:42 Porque así ha dicho Yavé: Como traje sobre este pueblo todo este gran mal, así traeré sobre ellos todo el bien que acerca de ellos hablo. 32:43 Y poseerán heredad en esta tierra de la cual vosotros decís: Está desierta, sin hombres y sin animales, es entregada en manos de los caldeos.32:44 Heredades comprarán por dinero, y harán escritura y la sellarán y pondrán testigos, en tierra de Benjamín y en los contornos de Jerusalén, y en las ciudades de Judá; y en las ciudades de las montañas, y en las ciudades de la Sefela, y en las ciudades del Neguev; porque yo haré regresar sus cautivos, dice Yavé.

Bien. Debo suponer que el resignado lector, aceptando mi sugerencia ha leído íntegramente el capítulo 32. Ahora, abusando de su tolerancia diez, y con su consentimiento, podemos empezar un ejercicio de razonamiento sensato −el obsoleto y desacreditado sentido común−.

Que nos entendámonos. Con la intención de no molestar a los sacerdotes y a sus sumisos exegetas, ambos poco partidarios de la meditación lógica, no vamos a efectuar una exhibición de intelecto; simplemente, como ya he dicho, vamos intentar razonar de una manera bastante elemental:

De buenas a primeras, un primo de Jeremías se presenta en la cárcel donde el profeta está recluido, Allí, a bote pronto y sin anestesia, le propone que le compre un terreno en su pueblo.

Raro, pero posible.

Cualquier persona he haya visitado Anatot y sus alrededores comprenderá mi alusión a la anestesia; existen pocos lugares con menos atractivo que aquel desierto pedregal. ¡Ah!, y para colmo, se pretende hacer creer que en una iniciativa de Yavé.

Raro, y muy poco posible.

Es bastante más lógico entender, que Jeremías, que ya tiene más de sesenta años, y con la escusa de poder adquirir un terreno en su pueblo natal para poder acondicionar un hipogeo para su descanso eterno, haya contactado con su parentela.

El profeta, de familia pudiente, hijo un sumo sacerdote amigo del rey Josías, posiblemente ya tuviese algunos terrenos en Anatot; pero resulta que él desea una parcelita concreta. Es un pequeño terreno donde existe una caverna, cuyo velado acceso sólo él conoce y además lo conoce desde niño.

Su primo acepta, y con la bendición de Yavé, se efectúa la compra-venta.

Raro, pero posible.

Y afirmo que, aunque es posible, resulta bastante raro que Jeremías desee comprar una heredad en una localidad donde, según él mismo afirma en los versículos 21-23 de su capítulo 11, no era excesivamente apreciado. A menos que se haga por tocar las narices y provocar a los vecinos, no resulta muy lógico ir a comprar propiedades en un lugar que te han amenazado de muerte.

Después de resaltar este paradójico comportamiento del profeta, lo primero que nos llama la atención es el asombroso detalle con que se describe esta compra-venta, en la que se hace cita de:

Lugar donde se firma la escritura, objeto de la compra, vendedor, comprador, precio, testigos, persona que, como notario y registrador da fe y lo registra, e incluso, queda reseñado que para su mejor conservación, la escritura sea resguardada en un ánfora.

Y digo nos llama la atención, porque toda esta movida, que podía haberse limitado a un sencillo mandato de Yavé diciendo: “Compra una tierra en el pueblo donde naciste”, es descrita, al parecer, con la intención de que los hijos de Israel tengan la seguridad de que aquellos territorios que les van a ser arrebatados, regresarán algún día a su poder.

Bueno, esto es lo que se dice; pero sigamos reflexionando:

Supongamos que usted, mi respetado lector, vive en un país que va a ser ocupado y arrasado por un ejército enemigo. En esas circunstancias, le aconsejan que compre tierras.

− ¿Y eso?

Bueno; porque un profeta ha dicho que dentro de unos cincuenta o sesenta años, esas tierras que ahora va a comprar, y que inmediatamente le van a expropiar, le serán restituidas.

Usted, persona que jamás ha dudado de las recomendaciones de un profeta, medita serenamente y se dice:

− ¡Vale! Es casi seguro que dentro de sesenta años estaré un poco muerto, pero de todas formas, en cuanto tenga un minuto me paso por la notaria.

Y como usted es una persona seria y de palabra, al día siguiente se persona en la notaría para legalizar una compra-venta que ha concertado con un familiar que, casualmente, y desatendiendo la recomendación del profeta, en vez de comprar, ha decidido vender.

Hasta aquí, todo más o menos… lógico y absurdo.

Pero, cuando el pasante del notario le presenta la escritura de compra, usted, tal y como es preceptivo, antes de firmar lee el documento. Después pregunta:

− ¡Licenciado!: Aquí no se identifica la tierra que he comprado.

− ¿Cómo que no? Está bien clarito; usted ha comprado una tierra de su tío.

−No me entiende usted, licenciado. Mi tío tiene varias tierras en el pueblo; ¿cuál es la que yo he comprado?

− Ya veo que va usted de listo. Pero, de todas formas, si así lo desea, añadiremos la descripción e identificación de esa tierra. Así podremos hacer constar la superficie, límites y vecinos.

−No, no; déjelo. Mejor no ponemos nada. Así, nadie sabrá nunca dónde se encuentra esta tierra que he comprado. ¡Más diver!

Reflexión:

Hemos dicho que vamos a intentar entendamos:

Usted, con toda la ilógica del mundo, compra y paga una finca que le van a usurpar durante sesenta años; registra la compra y consiente que no se detalle la superficie, ni se describa ni se identifique esa tierra.

Bueno; pues ¿qué quiere que le diga?: Es usted muy suyo.

Como ya he mencionado, resulta asombroso el detalle con que se describe esta compra-venta. Sin embargo, más asombrosa todavía, resulta la llamativa omisión de la identificación de esa finca objeto de esa operación inmobiliaria. Una omisión que, sin la menor duda, es rebuscada y pretendida.

Y ahora, algo que también resulta llamativo; sobre todo, por resultar un pelín lo absurdo:

¿Algún lector entiende como lógico que se dediquen más de cuarenta versículos en describir lo que únicamente es una operación inmobiliaria? ¿Acaso nadie entiende como absolutamente desproporcionada tan extensa descripción? Sobre todo, si se compara, por ejemplo, con ese único y solitario versículo que el profeta dedica al Arca de la Alianza?

Sin embargo, todo esto tiene su justificación; ya lo verá.


ANATOT


…Jeremías, hijo de Helcías, de la familia de sacerdotes que habitaban en Anatot, en el territorio de Benjamín. (Jeremías 1, 1)

La maniobra de retirada del Arca, dirigida por el profeta Jeremías, fue tan secreta y estuvo planeada con tal perfección, que aunque pudieran dedicarse años en su búsqueda, sólo sabiendo interpretar las encubiertas y encriptadas informaciones transmitidas, podría ser localizado el Sagrado Tesoro del Templo de Salomón.

Unas informaciones que, por cierto, no podrían ser arrancadas ni mediante precio ni como consecuencia de amenazas o torturas. Y esto, por la simple y sencilla realidad de que, tras la muerte del único conocedor del secreto, ningún otro ser vivo podría informar de su emplazamiento.

Y tengamos en consideración dos aspectos importantes:

1º. Que Jeremías estaba protegido por Nabucodonosor, y que, cuando la situación resultaba más crítica, se acogió al amparo de Nabuzaradán, capitán de la guardia de los caldeos, en la localidad de Mizpa. (Jeremías 40, 1-6).

2º. Que Jeremías, desde esa ciudad de Mizpa, marchó hasta Tafnes en Egipto (Jeremías 43, 7); allí, poniendo punto final a su plan Salvemos el Arca, y con 64 años, murió dos años después de la destrucción del Templo y de la caída de Jerusalén.

La suma discreción y cautela con la que llevó todo su proyecto Arca-Tablas, hace imposible conocer, ni siquiera, la ciudad dónde recibió sepultura. Se ha comentado que fue enterrado en Tafnes, y que siglos después, el mismo Alejandro Magno hizo trasladar sus restos a la ciudad de Alejandría.


JOSÍAS Y EL ARCA DE LA ALIANZA


Conozcamos ahora al tercer personaje protagonista en las incidencias que padecieron las Tablas de Piedra y el Libro de Moisés. Aunque ya hemos tratado con su regia persona, ahora, formalmente, le presento al rey Josías.

−Mucho gusto; es un placer.

Casi cuatrocientos años después del reinado de Salomón, y precisamente durante el reinado de Josías (aproximadamente 621 antes de la Era Común), y según consta en 2 Rey. 22, 8, una copia del Libro de Moisés, que posiblemente habían sido ocultada por Salomón, fue hallada durante unas obras realizadas en la Casa del Arca.

Debe quedar muy claro, que lo que Josías encontró fue una auténtica copia del Libro de Moisés, no obstante, también debe quedar muy claro, que no tenemos constancia de que Josías encontrase también duplicado alguno del Testimonio de Yavé, cuyo original, según la creencia general, seguía depositado en el Arca de la Alianza, —Arca, que por cierto, y como pronto veremos, no se encontraba en el Sanctasanctórum del Templo de Salomón—. Yo, obviamente, y habida cuenta que desde Salomón nadie las ha visto, no me atrevo a confirmar la presencia de las Tablas de Piedra del Testimonio en el interior del Arca, pero sí puedo ratificar una verdad innegable:

Después de la inauguración del Templo encontraremos menciones del Arca, pero nunca hallaremos la menor referencia a las Tablas de Piedra, y por supuesto, nadie afirmará, ni siquiera insinuará que las ha visto. Por lo tanto, queramos o no, el último que contempló el Testimonio de Yavé fue el rey Salomón.

Y hay algo que también es evidente : O en el Arca, o junto al Libro de Moisés, o escondido en cualquier otro lugar, había un juego de Tablas de Piedra.

− ¿Seguro?

− ¡Seguro!

El hallazgo en tiempos de Josías de ese antiguo Libro de la Ley (2 Rey. 23, 2 y 2 Par. 34, 30), que posiblemente había sido copiado por los escribas de Salomón, produjo una auténtica conmoción en las creencias de aquel pueblo. Al comparar ese texto encontrado con el otro Libro que siempre había estado junto al Arca en el Sanctasanctórum, y por lo tanto a disposición de los sacerdotes, Josías y Helcías advirtieron, que durante más de trescientos cincuenta años, el texto del Templo había sido convenientemente puesto al día (2 Par. 34, 30-33).

Esa conmoción es absolutamente evidente, cuando, en una inmediata y enérgica reacción de respuesta, y con la evidente intención de adaptarse a las indicaciones del Libro encontrado, el rey Josías decreta la destrucción de las imágenes, altares y enseres que recibían adoración; y al mismo tiempo, ordena la ejecución o el destierro de un buen número de sacerdotes (2 Rey. 23, 5).

Pero además, esa reacción del rey Josías contra los sacerdotes y contra los ritos, nos muestra con toda claridad otro acontecimiento que afecta muy directamente al asunto que estamos estudiando. Leamos el versículo 3 del capítulo 35 del Segundo Libro de las Crónicas:

Y (el rey Josías) dijo a los levitas que enseñaban a todo Israel, y que estaban dedicados a Yavé: Poned el arca santa en la casa que edificó Salomón hijo de David, rey de Israel, para que no la carguéis más sobre los hombros. Ahora servid a Yavé vuestro Dios, y a su pueblo Israel.

Según este versículo, el Arca no estaba en el Templo. Y esto, al más indiferente le ocasiona extrañeza:

Se construye un edificio para albergar el Arca, pero el Arca no está en él. ¿Por qué?

Existen, al menos, dos repuestas:

La primera respuesta es consecuencia de la presumible actuación de los generosos sacerdotes que, para obtener un mayor rendimiento del Arca, lo sacasen en romería y piadosas procesiones por las distintas ciudades. ¿No lo cree?

La segunda respuesta la encontramos en el Primer Libro de los Reyes, cuando el faraón Sisac, en el año 925 antes de la Era Común, invade Jerusalén:

25 Al quinto año del rey Roboam subió Sisac rey de Egipto contra Jerusalén, 26 y tomó los tesoros de la casa de Yavé, y los tesoros de la casa real, y lo saqueó todo… (Libro Primero de los Reyes 14, 25-26).

Bien, ya sabemos la segunda razón que justifica que el Arca de la Alianza no se encontrase en el Templo de Salomón en tiempos del rey Josías: El rey de Egipto…tomó los tesoros de la casa de Yavé…y de la casa real.

Evidentemente, tal y como se deduce por las palabras de Josías cuando ordena que los sacerdotes reintegren el Arca al Templo, el rapaz faraón no había podido meter mano a la totalidad del tesoro de la casa de Yavé; al menos, el Arcón del Testimonio se había librado del saqueo. Es de suponer que, lógicamente, los sacerdotes, antes de la invasión de los egipcios, ya habían puesto a buen recaudo la Sagrada Reliquia.

Esta conducta de los sacerdotes en tiempos de Roboam nos resultará de gran ayuda para comprender el comportamiento de Jeremías. Porque, parecerá mentira, pero una y otra vez la historia se repite:

Desde Salomón a Josías habían transcurrido casi cuatrocientos años; pues bien, ahora, en esta ocasión, se acorta el ciclo. Sólo cuarenta años después de Josías los ejércitos de Babilonia se aproximaban a Jerusalén, y es entonces cuando se inicia el proceso que conduce a la definitiva desaparición del Arca y las Tablas de Piedra. En aquellos difíciles momentos es cuando entra en escena el profeta Jeremías que, sin la menor duda, conocía al detalle lo que había sucedido en la invasión de los egipcios, sólo cinco años después de Salomón, durante el reinado de Roboam.


EL ARCA SALE DE JERUSALÉN


Ante la agresiva proximidad del ejército caldeo, el Tesoro del Templo debía ocultarse fuera de la ciudad. Aunque, por supuesto, no demasiado lejos; tal vez en algún lugar del desierto de Judea. La decisión de esconder el Tesoro había partido del Consejo de Sacerdotes; la ejecución del proyecto, y para limitar la participación de consejeros, fue encomendada al Sumo Sacerdote.

Y, como he dicho, es entonces cuando entra en juego Jeremías. El profeta había comprendido que las cosas se podían y de debían hacer mejor. Interpreta, que esa propuesta de los Sacerdotes, que consistía únicamente en alejar el Tesoro Templo, era manifiestamente mejorable. Sin discusión posible, aquel fabuloso tesoro de conocimientos y de sabiduría grabados en dos piedras debía ser ocultado de una manera inteligente y bien estudiada; y estas dos palabras, inteligencia y estudio, alejaban del proyecto a los sacerdotes y a los políticos profesionales.

Pero el inteligente estudio para la protección del Arca, no podía limitarse a ocultar ese arcón en una cueva. Por muy profunda y oculta que estuviera la caverna, el enemigo, mediante tortura física o mental, podría conocer su emplazamiento y localizar el tesoro. La solución inteligente pasaba por encontrar un individuo idóneo, capaz de esconder el Arca, las Tablas de Piedra y el Libro de Moisés. Un individuo, que al mismo tiempo, pudiera presentarse como persona absolutamente ajena a la maniobra. Un individuo, que además, si veía peligrar su secreto, fuese capaz de quitarse la vida antes de confesar. Ese era el individuo que necesitaban. Y el profeta Jeremías conocía mejor que nadie a ese individuo; su nombre: Jeremías de Anatot.

Estamos, aproximadamente, en el año 590 antes de la Era Común.

Recordemos que Jeremías tenía unos 60 años (650-584), y que había nacido durante los primeros años del reinado de Josías, y por tanto, estaba al corriente de las grandes reformas religiosas emprendidas por el rey. Y, recordemos también, que moriría en Egipto solamente dos años después del saqueo de Jerusalén.

El profeta reconoció ser muy cierto que la más sagrada reliquia debería salir de la Casa del Arca, que ciertamente era su Tabernáculo. Y también recordó que no era la primera vez que el oro del Templo de Salomón había sido evacuado de Jerusalén. Y siempre, en cada una de las anteriores ocasiones, se había rumoreado que los tesoros sagrados había quedado ocultos en el Neguev; incluso más allá, en el desierto del Sinaí. Así, pues, admitiendo que el Arca debía salir de Jerusalén, la pregunta solamente era:

¿Donde ocultarlo?

Como es lógico, los invasores caldeos buscarían y rebuscarían en el templo y en sus sótanos. Saquearía casas, palacios y sepulcros, arrasando con todo lo que considerasen de algún valor. Pero tal vez, sólo tal vez, conocedores e informados –mediante torturas–, de que el Arca solo contenía dos tablas de piedra, desistieran de su búsqueda. Por otra parte, al Libro de la Ley que se encontraba en poder del cuerpo sacerdotal, no se le concederían mayor importancia puesto que se trataba de anales y normas de tipo religioso.

Sabemos, porque así queda relatado en II Macabeos 2, 1, que Jeremías retira el Arca del Templo y la oculta en el monte Nebo.

Es importante insistir precisando los dos puntos geográficos que señalan de donde salió y donde llegó: Sale de Jerusalén y se dirige al monte Nebo.

Y ahora, permítanme unas preguntas:

¿Cuándo sucedió este episodio?

−Lógicamente, esto ocurrió meses o semanas antes de la invasión de los caldeos.

¿Dónde estaba Jeremías por aquellos días?

−Estaba en Jerusalén.

Vale. Confirmado el punto de partida.

¿Qué camino dicen que tomó?

−La ruta de oriente; el camino que pasaba por Jericó para después cruzar el Jordán y el valle de Moab hasta llegar al monte Nebo.

Vale. Confirmada la ruta.

− ¿Y alguien sabe qué pequeña ciudad se encuentra en esa ruta a unos cinco kilómetros de Jerusalén?

−La ciudad de Anatot.

− ¿ Y sabe alguien dónde había nacido Jeremías?

−En la ciudad de Anatot.

¿Y alguien recuerda que en esa localidad de Anatot, Jeremías había comprado recientemente una heredad?

−Sí; somos muchos los que lo recordamos; aunque sólo sea por lo que tú has insistido en ello.

Animado por saber que mi machacona tenacidad pueda servir para algo, insisto un poco más:

Estamos hablando de la reseña de una compra-venta que, por la gran extensión del texto, en las Escrituras se da gran trascendencia. Un texto que, además de afirmar que esa transacción se realizó por mandato de Yavé, hace constar dónde, cuándo, en cuánto y a quién, se adquirió esa finca. Y, para resaltar su importancia, a esta operación comercial se dedican casi cuarenta versículos en el libro del profeta; una extensión, que dobla los versículos empleados para describir la compra de Abraham en Hebrón (Gén. 23, 4-20).

Foto de WADI-KELT, entre Anatot y Jericó. Como se puede apreciar en la fotografía se trata de una “despejada llanura que hace muy difícil ocultar un tesoro”. ¿O no?

Vamos a ver, vamos a ver:

Si alguien, en sus memorias incluye la descripción de un episodio de su vida que resulta de muy escasa importancia para el lector; si además pretende justificarlo con una explicación disparatada y sin el menor fundamento; y, si para remate, al mismo tiempo que se recrea en lo superfluo, oculta los detalles más importantes, usted y cualquier otra persona con sentido razonable, está obligada a pensar que en ese relato justificativo hay algo raro, y es muy posible, que le venga a la mente el viejo proverbio latino que dice:


“EXCUSATIO NON PETITA, ACCUSATIO MANIFESTA”
(Excusa no pedida, culpa manifiesta)

Por último, en estas referencias a la sacerdotal aldea de Anatot, creo inevitable referirme a dos cuestiones:

Primera cuestión. Cualquier persona que tenga la ocurrencia de pasear por los alrededores de la villa de Anatot-Anata-Almon, encontrará un buen número de cuevas. Y, recordemos nuevamente, que allí había nacido y se había criado el profeta. Y, tengamos en cuenta, que como cualquier otro rapaz en su pueblo, el joven Jeremías conocería perfectamente todas y cada una de las cavernas y simas en varios kilómetros a la redonda; y posiblemente, allí, en alguna pequeña cueva únicamente conocida por él, habría escondido alguno de sus tesoros de niñez. Una cueva, a la que tal vez sólo se pudiese acceder reptando y, por tanto, muy fácil de cegar.

Y muró la entrada. (II Mac. 2, 5).

Una entrada que, posiblemente, estuviera orientada al sol naciente.

Nota doble: Los judíos de aquellas épocas y de tiempos muy posteriores, recordando la orientación del Tabernáculo y del Templo de Jerusalén, procuraban dar acceso a sus tumbas por el lado donde se levanta el sol.
En la actualidad, una de esas cavernas de Anatot es conocida como Cueva de Jeremías.

Segunda cuestión.

− ¿Alguien recuerda que es lo que había sobre el Arca de la Alianza?

−Por supuesto; sobre el Arca estaba el Propiciatorio.

Y, ¿que había en la parte superior del Propiciatorio?

−Sobre el propiciatorio estaban los dos karubes.

… dos querubines que están sobre el arca del Testimonio…

Éstas son palabras de Yavé en Éxodo 25, 22. En ellas se nos dice, con toda precisión, que sobre el Arca de la Alianza había dos querubines.

Pues bien, en esa tierra que un día compró Jeremías, “casualmente” se alza una colina nominada Ras el Kharrubeh. Un extraño nombre, que traducido del árabe al español y de éste al castellano, y, aunque se ha pretendido asegurar que la traducción es Colina del Algarrobo, sencillamente significa Colina del Karube.

Y teniendo en cuenta que cualquier hijo de Israel se sentía más protegido junto a un ángel-karube-kerov que a la sombra de un algarrobo, a mí me parecería muy adecuado ocultar las Tablas de Piedra en una cueva en las proximidades, tal vez al pie, de un cerro protector conocido como Montículo del Karube. Y, posiblemente, Jeremías, que algo sabía de querubines, pensó lo mismo.

Nota. Provocando un desprendimiento de tierras, al pie de un cerro es bastante fácil taponar el acceso de una pequeña cueva. Y muró la entrada.

Resumiendo:

Jeremías es un influyente personaje que asesora al rey y al sumo sacerdote, que son los máximos responsables del tesoro del templo. Cuando la proximidad del ejército invasor aconseja salvaguardar los objetos sagrados, con el mayor secreto y al anochecer, toma el Arca de la Alianza y sale de Jerusalén por la ruta de oriente. Es éste un camino, que pasando por Jericó, va en dirección al monte Nebo, Madaba y los inhóspitos desiertos arábigos.

Nota. Lógicamente, en aquellos días, y ante el eminente saqueo que iba a sufrir la ciudad, la cantidad de carros con muebles y enseres que estarían abandonando Jerusalén sería muy considerable, por tanto, a nadie sorprendería que tres o cuatro sacerdotes se llevasen sus pertenecías. Bien oculto en el carro se encontraba el arca.

En poco más de una hora desde su salida llega a Anatot, aldea en la que Jeremías nació y vivió en su niñez, y que dista unos cinco kilómetros de Jerusalén, y donde, recientemente ha adquirido un terreno.

Durante la noche, con el mayor sigilo, aprovechando el sueño de sus compañeros de viaje, retira del Arca las Tablas de Piedra y las oculta en la cueva, galería o pozo ya preparado a tal efecto en esa tierra de su propiedad. Un terrenito de ignorada superficie, que por cierto, y como ya he insinuado sutilmente y de pasada, no queda reseñada ni descrita en la Biblia. Al amanecer, después de ocultar las dos Tablas de Piedra, Jeremías y su discreto séquito continúan el camino de oriente; rebasan Jericó; cruzan el Jordán y llegan al Monte Nebo.

Nota para quien desconozca el dato: La distancia entre Anatot y el monte Nebo es menor de 50 kilómetros.

Aunque resulte una hipótesis poco probable, allí, en el monte Nebo, en una pequeña cueva o pozo −para esconder un arcón no es necesaria una gran caverna−, ocultan el Arca. Con piedras obstruyen y camuflan la entrada y retornan a Jerusalén. Días después, posiblemente, acaso, quizás, Jeremías regresa solo y recoge el Arca que también oculta en Anatot. O tal vez, no.

Nota: O tal vez, no: Recordemos que el Arca tiene importancia, pero al no ser el arcón original, su valor es muy relativo. Lo verdaderamente importante eran las Tablas del Testimonio de Yavé.

Como remate de la maniobra, Jeremías, sirviéndose de una ruidosa discreción, propaga un rumor que induce a interpretar que el Arca fue ocultada en el monte Nebo. Sin embargo, y por esta razón lo señalo como una hipótesis poco probable, en ese relato del Libro de los Macabeos que hace referencia al Nebo, encontramos dos atentados contra el sentido razonable:

1º. Debemos reconocer que nadie, ni siquiera un sacerdote, por muy sacerdote que sea, oculta un tesoro y luego indica el lugar aproximado dónde lo ha escondido.

2º. La ruta Jerusalén-Anatot-Jericó-Nebo, presentaba cualquier día y a cualquier hora, un tráfico de hora punta. Nadie, ni siquiera milagrosamente, podía cruzar los vados del Jordán con un arcón en un carro sin ser registrado. Y menos todavía en unos tiempos prebélicos. Pero además, nos encontraríamos con un problema añadido: los bandidos. De hecho, entre Anatot y Jericó, en el impresionante Wadi-Kelt, tenían su inexpugnable refugio los forajidos que actuaban en esa ruta.

Como consecuencia de estas dos poco discutibles circunstancias, y aunque yo no pusiese en duda de la capacidad mental de los sacerdotes y creyese firmemente en los milagrosos milagros, estamos obligados a pensar que todo este asunto del Arca en el monte Nebo resulta ser únicamente una maniobra de distracción, y que el Arca, o al menos las Tablas, quedaron en Anatot o sus alrededores. Por lo tanto, quien desease encontrar las Tablas del Testimonio de Yavé, podría buscar en muchos, en muchísimos sitios, pero debería empezar por Anatot.

Pues bien, no siendo todos, éstos sí que son algunos de los posibles lugares donde buscar las Tablas; aunque, por supuesto, hay bastantes sitios más sin necesidad de salir de aquellos territorios que manan leche y miel.

Sin embargo, teniendo en cuenta que los Caballeros Templarios contaron con una información mucho más precisa que la mía; que anduvieron por allí buscando y rebuscando, mientras juraban perjurando que estaban defendiendo turistas-peregrinos; y no olvidando la fantástica recompensa que les fue concedida en el Concilio de Troyes, posiblemente, una buena opción fuese buscar en Europa.

Pero, sea en un lugar o sea en otro, debemos tener bien presente:

1º. Que como consecuencia de duplicados y copias, desde hace más de tres mil años −concretamente desde Salomón−, han existido varios juegos de Tablas de Piedras.

2º. Que siendo difícil localizar unas Tablas del Testimonio, la posibilidad de encontrarlas aumenta dependiendo del número de duplicados.

Está bastante claro que, tal y como aconsejó Jeremías, deberíamos olvidar el Arca. Pero…, pero que lo que no tenemos derecho a olvidar es el regalo que Yavé nos dejó en dos Tablas de Piedra. Yo, por supuesto, no pienso olvidarlo; y si es necesario, y aunque esto suene demasiado novelesco y melodramático, me afanaré en su busca hasta el último día de mi vida. Claro, que también es verdad, que no tengo nada mejor que hacer.

Y ahora, siguiendo las pistas que nos dio Fray Bernardo de Claraval, vamos al encuentro de los más auténticos y profesionales buscadores de tesoros: Los caballeros templarios.


LOS CABALLEROS DEL TEMPLO DE SALOMÓN


Es muy posible, que a estas alturas, algún lector se encuentre confundido en cuanto al propósito de este trabajo y la identidad del asombroso objeto que estamos buscando. Y tal vez su desconcierto esté bastante justificado. Sobre el tablero de su mente ha ido apareciendo un puzle con gran número de piezas que parecen corresponder a otro juego y que se muestran difíciles de encajar. Patriarcas, profetas, sacerdotes, faraones, reyes, reinas, princesas y cortesanas, deben ajustarse, adaptarse y formar un conjunto armónico con tabernáculos, templos, arcas, tablas de piedra y libros de leyes. Y todo esto, debía hacerse siguiendo la pauta marcada por Yavé para dar forma a una efigie que contiene lo más anhelado por los hijos del hombre: La Santa Sabiduría (La Santa Sofía).

Pues bien, ahora, a todos esos fragmentos del mosaico, a todo ese formidable cortejo de personajes, y aparentemente para complicar aún más el asunto, se van a unir papas, abades, reyes francos, condes, cruzados y fanáticos monjes-soldados. Pero, créanme: Todos ellos tuvieron un gran protagonismo. Unos en su creación y otros, los últimos, en la misión de localizar la Piedra de la Santa Sabiduría, la auténtica Piedra Filosofal, que no es otra sino: El Testimonio de Yavé en su duplicado, versión, imagen o espejo como Tablas de Salomón.

Veamos qué puede haber de cierto en estas afirmaciones. Pero antes, y para una mejor comprensión, debemos meternos en ambiente y referirnos a un tema de gran trascendencia, y siempre de cruel actualidad:


LOS FANATISMOS


Ahora que pretendemos abordar el tema de los fanatismos religiosos, es el momento de resaltar una de las más significativas diferencias entre el ser humano actual y el de habitaba nuestro planeta en aquellas épocas a las que estamos refiriéndonos, y que, para nuestro asombro y horror, fueron descritas, cuando al inicio de estos complementos, conocimos el rey Salomón.

En aquellos lejanos tiempos, nadie, por muy inteligente o por muy lerdo que fuese, tenía la menor duda de la existencia de uno o más dioses. La “realidad” de los dioses era algo que estaba tan fuera de duda como las brujas, los magos-agoreros, los encantamientos, las bendiciones-maldiciones o el milagroso poder de las reliquias de los santos.

Por supuesto, y para no herir sensibilidades, debemos aclarar que el hecho de ser creyente no implica, de ninguna manera, ser fanático; es más, el verdadero creyente es inmune a caer en esa aberrante obcecación.

El fanatismo religioso no es otra cosa más que un delirio que se apodera del individuo, que arrebatado por un voraz furor ególatra, sucumbe a su ansia de asegurarse un prometido paraíso, y pretende conseguirlo matando y muriendo. Para el ruin egoísmo del fanático religioso, no supone freno el amor; ningún tipo de amor, ningún tipo de afecto. El miserable fanático religioso, aunque jure que mata y muere por su dios, sólo ambiciona lograr la salvación de su propia alma y alcanzar la gloria eterna en su ensoñado edén. Para ese despreciable fanático, todos los anhelos lícitos de los hombres, como la liberación de su pueblo o la defensa de su familia y seres queridos, y, aunque los muestre ante el resto del mundo como su propósito determinante, son muy secundarios y están siempre al servicio de su única aspiración: el logro de su propia recompensa en el paraíso. Esta personalidad trastornada del psicópata-desalmado-fanático, es la que facilita que pueda ser inducido y guiado por otros individuos más inteligentes, que “gozan” de un grado superior en su malvado aquelarre: Los psicótico-perversos.

− ¿Le ha gustado el parrafito? ¿Sí? Pues entonces deléitese con la apología del fanatismo que nos presenta Fray Bernardo de Claraval en su documento titulado: DE LAUDE NOVAE MILITIAE AD MILITES TEMPLI. Después de que lo haya leído, recuerde que su autor fue declarado SANTO.

Pues bien, precisamente ese tipo de fanatismo religioso fue el que se apoderó de muchos individuos al final del primer milenio de la Era Común. Individuos, que alentados por Perico el Ermitaño, un fraile demente que proclamó en un feroz rugido, la falsa consigna atribuida a los cielos de “DIOS LO QUIERE”; y que, bajo el signo de una cruz −que hasta entonces había significado amor−, se lanzaron al odio y a la destrucción.

Nota: No debemos olvidar, y si alguien lo ha olvidado yo se lo recuerdo, que “disfrazados” de fanáticos, también había individuos que, afiliados al gremio de saqueadores, habían oído las fantásticas leyendas sobre las fabulosas riquezas de los reinos de oriente.

Ese fue el fanatismo cristiano de los siglos XI y XII que, por supuesto, muy bien orquestado y dirigido por las autoridades religiosas y menos religiosas, consiguió que vehementes y desquiciados individuos matasen y muriesen para lograr su propia gloria y su eterna felicidad en una más que incierta vida eterna.

Y hablando de la gloria, un significativo grupo de esos fanáticos eligieron esa palabra en su divisa:

“Nada para nosotros, nada para nosotros, Señor, sino para la gloria de tu nombre”.

Ese grupo de fanáticos, por los que reconozco que siento una mezcla de admiración-rechazo y respeto-desprecio, ha pasado a la historia como los Pobres Camaradas de Cristo, siendo conocidos como los Caballeros Templarios.

Nota. Digo camaradas, porque en la milicia no hay compañeros ni compañeras; ni ciudadanos ni ciudadanas; ni coleguillas ni compinches. Entre soldados hay camaradas. Y no es lo mismo. Si algún religioso o algún sectario no me cree, debería informarse.


LA ORDEN MILITAR DEL TEMPLO DE SALOMÓN


La influencia y el poder de evocación que los territorios de Tierra Santa han ejercido sobre occidente no es una cuestión menor. Durante milenios, las gentes europeas han tenido en sus mentes lugares tan entrañables como Belén, el mar de Galilea, el río Jordán, el monte de los Olivos y, por supuesto, la vieja y simbólica ciudad de Jerusalén. Pues bien, en correspondencia –no digo en justa correspondencia−, en diferentes ocasionas a lo largo de la Historia, Europa, a su vez, también ha dejado su huella entre los habitantes de aquellas tierras. Uno de esos tiempos históricos, tal vez el más importante, y desde luego el más desgarrador, tuvo su doloroso apogeo durante los siglos XI, XII y XIII de nuestra Era Común.

Y, precisamente aquellos dramáticos sucesos, son los que nos invitan a considerar la posibilidad de una intervención de los Caballeros del Templo de Salomón, en la búsqueda de las Tablas de Piedra y del Libro de Moisés, o sea, en la localización de las Tablas de Salomón.

Es ésta una opción, que si nos decidimos, nos abre un interesante abanico-panorámico de perspectivas, confirmadas por sucesos históricos y pseudohistóricos; ratificadas por la utilización de la reflexión lógica, por la interpretación sensata y, por supuesto, avaladas por el sentido razonable aplicado para comprender aquellos insólitos sucesos.

Para tratar este asunto, que desde luego es de un indudable interés, no tenemos otra opción que pasearnos, “aunque sólo sea durante doscientos años”, por un medieval mundo que dio cobijo y razón de ser a los Pobres Caballeros Camaradas de Cristo. Y lo haremos así, porque si de verdad, de verdad, pretendemos conocer la historia del Las Tablas de Piedra de Yavé, o lo que es lo mismo, si queremos saber que sucedió con sus duplicados o copias identificados en este trabajo como las Tablas de Salomón, estamos obligados, sin la menor escusa, a sumergirnos en un tema bastante polémico. Una trama, tan polémica, que al ser abordada desde una óptica escasamente devota, “para mi desgarradora congoja”, puede llegar a resultar herética. Una cuestión, que sus más fervorosos críticos y sus más tolerantes detractores, han pretendido desacreditar y burlarse de ella, hasta el extremo de ridiculizarse a sí mismos. Me estoy refiriendo, concretamente, al enigmático fundamento y la oscura génesis de la Orden de los Caballeros del Templo de Salomón.

Ésta es una espinosa cuestión, que si ciertamente no es de una diáfana claridad, resulta innegable que se ha pretendido afanosamente su opacidad, escondiéndola bajo un espeso y obscuro manto de ocultismo. Es un tema, al que se ha dotado de todo el revestimiento de insensatez que los sectores más interesados han conseguido arrojar sobre él. Y, lo han hecho con tal insistencia, que después de haber sido recubierto de una pueril banalidad, hace parecer que su estudio sólo resulta apto para aficionados y fingidos investigadores. No obstante, éste sigue siendo uno de esos sucesos históricos que merecen un gran interés, para quienes, libres de ataduras a los Sumos Sacerdotes, a sus Santos Oficios y a sus rentables mitos, buscamos unas lógicas interpretaciones a sucesos que han sido presentados con una apariencia incongruente y absurda.

Nota. Este último parrafito reivindicativo quedará suficientemente explicado en las páginas siguientes.

Según los piadosos embusteros, o sea, en versión de los poderes legalmente reconocidos por los dioses, pregonados por sus entremetidos y chismosos confesores, y publicitados por sus bienaventurados acólitos, todo sucedió, poco más o menos, de esta manera:


LOS PROTECTORES DE PEREGRINOS; LOS PP.PP.


Los píos, sesudos y consagrados historiadores, haciendo alarde de meditada interpretación afirman que:

La Orden del Temple –ya desde el principio–, se proyectó y creó con la piadosa intención de que unos cuantos caballeros cruzados –entre siete y nueve–, tuviesen la gloriosa y venturosa posibilidad de arriesgar sus vidas, viviendo de limosnas, dentro de la más absoluta castidad y en un total sometimiento a la Iglesia. Esos mismos fervorosos y reflexivos analistas de la Historia, afirman que, añadido a estos “generosos beneficios” que recibían, los caballeros debían realizar una labor de vigilancia de los caminos que transitaban los peregrinos en Tierra Santa. En generosa recompensa, diez años después, los Templarios recibirían una enorme cantidad de privilegios e inmunidades que, con el transcurso de varios lustros, les haría inmensamente ricos y poderosos. O sea, vosotros me cuidáis a los guiris durante diez años, y recibiréis pasta para hartaros.

Bien; eso es lo que dicen. Ahora, nosotros meditemos con un punto de cordura:

Tierra Santa, contando con una superficie algo menor que la Comunidad Valenciana, era todavía un territorio demasiado extenso para ser cubierto por una docena de hombres. De todas formas, esa supuesta misión de vigilancia, aunque resulte desproporcionada por defecto, no debe llamar excesivamente nuestra atención. Y esto por tres motivos:

Primero: Se debe tener en cuenta que, desde el mar Mediterráneo hasta Jerusalén –que además de ser la ruta más lógica, era casi la única para ser transitada por los peregrinos−, hay poco más de 65 kilómetros. Una docena de caballeros, asistidos por mercenarios que cobrarían un gran-pequeño peaje a los peregrinos-turistas, podrían patrullar esa distancia con ciertas garantías de éxito.

Segundo: Aquellos peregrinos que llegaban a Tierra Santa no podríamos calificarlos como guiris despistados. Eran gentes bastante preparadas para tan largo y arriesgado viaje; personas que sabían luchar y protegerse, y que, para su mejor defensa solían permanecer agrupados. No era frecuente encontrar a un solitario autoestopista.

Tercero: Ciertamente había bandidos, pero no tantos. Los ejércitos vencedores y ocupantes, o sea, los cruzados, habían decretado unas leyes muy severas que apartaban a los infieles, desertores y delincuentes de los caminos frecuentados por los cristianos. Aquel salteador o presunto delincuente, a quien apresaban los soldados de la Cruz, automáticamente dejaba de ser un peligro para nadie; y además, procurando su deseada rehabilitación social, desde ese mismo momento se le concedía la gracia de mostrar su eterno arrepentimiento en la paz de su tumba.

Con estos tres comentarios he pretendido resaltar que, aunque aquellos caballeros no ejerciesen como guías turísticos, podían, a pesar de su corto número, acreditar ante la comunidad la prestación de un servicio como ONG.

Para dar remate a la “escusa” de los peregrinos, los sabios historiadores admiten, que durante los primeros ocho o diez años que transcurrieron desde que se formó el grupo de caballeros, el número de estos se mantuvo en menos de una docena, y además, no consta que realizasen ninguna misión de protección de los peregrinos.

Ésta, ni más ni menos, ha sido la triste y tradicional versión mantenida por los doctos investigadores durante novecientos años (1115-2015). Sin embargo, después de estudiar durante más de cuatro lustros, las crónicas, relatos, historias, historietas, cuentos y leyendas que, con algún viso de realidad envuelven a la Orden de los Templarios, y después de reconocer humildemente, que por no ser un divino iluminado −como sin la menor duda es la oposición−, yo admito tener capacidad y osadía de sobra para cometer los mayores errores y proceder del modo más insensato e incoherente. Y tal vez sea esa osadía, la que me ha permitido concluir en unas teorías bastante alejadas de las creencias de los beatíficos cronistas. Teorías o especulaciones-elucubraciones −de todo hay−, que nos pueden aproximar a la solución de un gran enigma.

Y, para comenzar, creo conveniente aportar algunos datos concretos, que mediante un orden cronológico, nos ayudarán a comprender esta hipótesis que defiende la decisiva intervención de los Pobres camaradas de Cristo en la búsqueda y localización de las Tablas de Salomón.


CRONOLOGÍA DE UNA GÉNESIS


Iniciamos el conteo. Y lo hacemos unos mil setecientos años antes de las Cruzadas.

Año –600 de la Era Común. Ante la inminencia del ataque de los caldeos, el Arca del Testimonio es retirada de la Casa del Arca (Templo de Salomón o Primer Templo de Jerusalén). Esa maniobra, dirigida por el profeta Jeremías, fue tan secreta y planeada tan perfectamente, que, aunque se pudieran dedicar años en su búsqueda, solamente disponiendo del encubierto “mapa” y de contar con las instrucciones adecuadas, podría ser localizado el sagrado tesoro de Israel. Un mapa y unas instrucciones que no podían ser arrancadas ni mediante precio, chantaje o tortura. Y esto, por la simple razón de que dos años después de ser arrasado el Templo, ningún ser vivo, a excepción de Jeremías, era conocedor de su secreto emplazamiento. Y, a Jeremías, ¡échale un galgo!

Nota. Jeremías murió muy lejos de Jerusalén y también muy lejos de los babilonios; murió en Egipto, y solamente dos años después de ocultar el Arca.

Año –590 de la Era Común. Un ejemplar del Libro de Moisés está en poder de Ezequiel. Sin embargo, un Ser, un Ente, un personaje, a quien el profeta, con muchísimas reservas identifica como Yavé, le hace entrega de un documento (un rollo) escrito por las dos caras (Ezequiel. 2, 8-10).

¡Qué casualidad!, igualito que el Testimonio que recibió Moisés.

Como ya hemos estudiado en el Complemento de Ezequiel, una teoría con bastante lógica y sentido razonable, pero sólo eso, una sencilla y recatada teoría, mantiene que toda esa historieta de Ezequiel es solamente una dramatización de algo más real y auténtico: El profeta Ezequiel, que procedía de la casta sacerdotal y que vivió pocos años después de Josías, tenía a su disposición una copia del auténtico Libro de Moisés. Y, este libro de Moisés es sumamente importante en la etiología de las Tablas.

Nota. Como ya hemos visto, en este trabajo se habla de numerosos duplicados y copias. Como pretendida y rebuscada justificación a esa sobreabundancia de reproducciones, deberemos reconocer que los calígrafos, escribas y amanuenses (a mano) de aquellos tiempos, y hasta la invención de la imprenta, son conocidos como COPISTAS. Y estos COPISTAS tenían, casi como tarea exclusiva, el COPIADO de los documentos que caían en sus manos.

Años 1099-1110:

Cuando muy a finales del siglo XI, concretamente, en el año 1099, los cristianos toman la ciudad de Jerusalén, se produjo una espantosa matanza de musulmanes y judíos, y por supuesto, un vandálico y fanático saqueo de casa por casa, palacio por palacio, sinagoga por sinagoga, mezquita por mezquita y sepulcro por sepulcro. Los extremistas depredadores seguidores de un dios, robaban, torturaban y asesinaban a los, más o menos fanáticos o tolerantes adoradores de otros dioses.

Nota: Remito al lector al relato de Raimundo de Aguilers incluido al inicio del complemento basado en Salomón.

En esos actos de asesinato y rapiña, lógicamente, lo más ansiado por los fanáticos malhechores era, además de $, £, €, el oro, la plata y las piedras preciosas, pero, por supuesto, y a sugerencia de las autoridades religiosas, los documentos no eran despreciados en absoluto. Los monasterios de toda la cristiandad, para evitar que sus copistas quedaran en un doloroso desempleo, habían dado una orden muy concreta a sus piadosos feligreses y parroquianos que militaban en las cruzadas:

Me requisan ustedes todos los libros y legajos que caigan en sus manos.

Durante la primera década del siglo XII, muchos de aquellos antiquísimos documentos conteniendo textos sagrados y crónicas de la historia de Israel, que obraban en poder del Templo, de casas de reunión (incipientes sinagogas), de estudiosos y eruditos hebreos que, milagrosamente, no eran destruidos por la soldadesca, fueron enviados a Europa.

Nota. Debemos admitir que muchos de los documentos que no fueron destruidos por los fanáticos cruzados, no tuvieron mejor fin en manos de las no menos fanáticas autoridades religiosas. La humanidad siempre les estará agradecida por su “generosidad intelectual”.

Al ser los nobles francos del ducado-condado de Borgoña quienes más han contribuido con su aportación humana y económica en esa cruzada, son ellos los que reciben en sus castillos y monasterios los grandes arcones conteniendo pergaminos, rollos de cobre y tablas de piedra, madera o arcilla.

Y precisamente dentro de esa citada década, exactamente en el año 1108, en el monasterio cisterciense de la aldea de Citeaux, el conde Hugo I de Champagne mantiene contactos con fray Bernardo de Lafontaine.

Posiblemente fue entonces, cuando el conde hizo entrega al fraile del Cister de los importantes manuscritos desvalijados en Tierra Santa. Los monjes cistercienses, auxiliados por sabios judíos de la comunidad borgoñesa, se aplican a la copia, traducción y estudio de los documentos. Al mismo tiempo, y sin la menor duda gracias a la piadosa y “desinteresada” intervención de Fray Bernardo, el conde de Champagne renuncia a su condado, se hace soldado de la Cruz, realiza una generosa donación de tierras al cister para que Bernardo de Lafontaine pueda construir la Abadía de Claraval, y por último, el noble borgoñés regresa a Jerusalén.

Nota. Nadie se engañe pensando que una abadía solo disponía de unos pocos miles de metros. Una abadía como Dios manda, ocupaba una extensión de miles de hectáreas y contaba con cientos de colonos y aparceros sometidos al poderoso Abad.

Año 1111:

La siguiente década, de 1110 a 1119, resulta trascendental.

Al mismo tiempo que se trabaja en la construcción de la Abadía de Claraval, Bernardo de Lafontaine ha hecho un hallazgo de inmensa importancia: Uno de los manuscritos recibidos, y que al parecer fue extraído de una tumba profanada, informa, sin lugar a dudas, que el Arca de la Alianza fue sacada del Templo de Jerusalén cuando se acercaban los ejércitos caldeos. Ese documento proporciona, con bastante detalle y precisión, la clave que conduce al lugar exacto en el que se encuentran ocultos los objetos más sagrados de Israel. Es entonces cuando Bernardo, que según cuentan no era tonto del todo, advierte la inmensa importancia de ese documento que, posiblemente, pueda conducirle hasta el Arca de Dios.

Pero, es entonces, es a partir de ese preciso momento, cuando el hermetismo más riguroso toma posesión de los acontecimientos que pudieron suceder durante un año.

En 1112, y al parecer acompañado por dos monjes, Fray Bernardo se desplaza a Roma. Por el camino se detiene durante una corta estancia en la Isla de San Honorato (Lerinas) y en el pequeño pueblo de Seborga. Según reseñas sin confirmar, en el más absoluto de los secretos, y sin declarar su condición de monje del Cister, adquiere un caserón y oculta un documento, que él mismo califica como EL MÁS GRANDE SECRETO.

Notas.
1ª. Las Lerinas son un par de islas (San Honorato y Santa Margarita), a poco más de una milla náutica de Cannes y a unos setenta kilómetros de Seborga. San Honorato de Arlés, que había viajado por Grecia, Palestina y Egipto, fundó el monasterio a finales del siglo IV.
2ª. En ese mismo siglo IV, el emperador Constantino y su madre, la que después sería Santa Elena, se habían desplazado a Jerusalén para visitar los Santos Lugares y localizar reliquias –sobre todo la cruz de Jesús y el Santo Sepulcro–. Y, al parecer, “algo” encontraron y decidieron custodiarlo. Con ese fin erigieron la basílica del Santo Sepulcro. Pero, ¿qué fue lo que encontraron y qué fue lo que quedó custodiado en el Santo Sepulcro?
3ª. Los Templarios daban el nombre de Templo del Señor a la Cúpula de la Roca. Ese monumento fue convertido en iglesia cristiana en 1142, o sea, 25 años después de ser ocupada por la orden militar.
4ª. El primitivo nombre de Seborga era Castrum Sepulcri (Campamento del Sepulcro)
5ª. En Lateranense VIº 2, San Bernardo, refiriéndose a la misión del Temple, dice:... “para guardar fiel y amorosamente el lecho del verdadero Salomón, es decir, el Santo Sepulcro” ¿…?
6ª. Cuando digo: al parecer, sin confirmar, en secreto, etcétera, estoy refiriéndome a hechos que resultan imposibles de demostrar, pues, como sucede con gran frecuencia en la historia del hombre, el SNTG (Señor Notario en Turno de Guardia) estaba en huelga de pluma caída.

En 1113, una vez traducido y puesto a buen recaudo el valioso documento, y después de informar al Papa, Bernardo mantiene frecuentes contactos con Hugo de Champagne; entre los dos van dando forma a un proyecto destinado a encontrar el Arca, las Tablas de Piedra y el Libro de Moisés.

Para comenzar necesitan:

1.- Verificar el contenido del documento. √

2.- Conseguir fácil acceso a Jerusalén. √

3.- Reunir un grupo de caballeros para llevar a cabo la búsqueda. √

4.- Planificar una coartada que de justificación y cobertura a la presencia en Jerusalén y en la comarca próxima a la Ciudad Santa, de un grupo autónomo de caballeros cruzados, √

En 1114 Hugo de Champagne se desplaza nuevamente a Tierra Santa; inspecciona los lugares descritos en el pergamino; se entrevista con el rey Balduino I, y se pone en contacto con Hugo de Payns –un caballero cruzado familiar suyo y de Bernardo de Lafontaine–.

En 1115 Hugo, antiguo conde de Champagne, regresa a Francia. Hace acto de presencia en la inauguración del monasterio de Claraval, donde Bernardo de Lafontaine es nombrado abad. En esos días, el ex conde informa al abad de:

Que existe gran coincidencia entre lo descrito en el documento hallado en la tumba y los lugares en él señalados, tanto en Jerusalén, como en las otras zonas que él ha inspeccionado a poca distancia de la Ciudad Santa. √

Que el rey Balduino de Jerusalén les ha concedido la utilización de algunos edificios de la Explanada del Templo. √

Que ya ha reunido a los hombres adecuados y de toda confianza, bajo las ordenes de Hugo de Payns. √

Que, por lo que ha podido advertir durante su estancia en Jerusalén, existe una gran necesidad de un Cuerpo de Protección de los Peregrinos que se encaminan desde los puertos del Mediterráneo hasta Getsemaní y al Santo Sepulcro. Esa puede ser la justificación del grupo de caballeros: La tutela y defensa de los peregrinos. √

1117-1118. Bernardo, reunido con Hugo de Champagne, Payns y otros caballeros cruzados, planifican y organizan la expedición a Jerusalén. En el mes de noviembre, los siete hombres de la expedición parten para Jerusalén donde, inexplicablemente, tardan en llegar siete meses −mañana del día 14 de Mayo de 1919−. Se entrevistan con el rey Balduino que, de conformidad con lo ya pactado con Hugo de Champagne, además de nombrarles Caballeros Protectores de Peregrinos, les cede la ocupación del un solar y de unos edificios en ruinas que por todos eran conocidos como el antiguo Templo de Salomón.

Nota: Incluso para aquellos tiempos, siete meses para llegar desde Marsella a Jerusalén, es demasiada demora. ¿Es posible que aquellos caballeros cruzados visitasen algunos lugares antes de llegar a Jerusalén? Sí, es muy posible.

Años 1119-1127: Durante estos nueve años, y con la declarada intención de construir un albergue para peregrinos, los caballeros alternan sus trabajos entre las ruinas del Templo y otras tareas realizadas en parajes que rodean el área metropolitana de Jerusalén. Amparados en su incierta ocupación como protectores de peregrinos, los caballeros cruzados buscan afanosamente el Libro de Moisés, el Arca de la Alianza y, sobre todo, las Tablas de Piedra.

Puesto que, como ya se ha dicho, son muy pocos, su abnegada labor en la Ong Turistas Sin Fronteras, consiste, casi exclusivamente, en agrupar a los romeros para su mejor defensa, organizando caravanas que partiendo de un primitivo puerto del Mediterráneo, en las cercanías de Ashdod (próximo a la actual ciudad de Tel Aviv), y a la altura de Jerusalén, se encaminaban a la Ciudad Santa.

1123-1124. Posiblemente sean los años en que localizan el Libro de Moisés, el Arca y las Tablas de Piedra. Desde luego, “algo” han encontrado. “Algo”, que les hubiera resultado imposible descubrir, si aquellos caballeros-arqueólogos no supiesen exactamente dónde debían buscar.


EL HALLAZGO Y LA SORPRESA


Después de más de mil setecientos años sin rastro del Tesoro del Templo, en menos de una década (1118-1128) de intensa búsqueda, la misión había sido coronada con el éxito:

Aquellos caballeros cruzados descubrieron el Arca de la Alianza y las dos Tablas de Piedra, donde Yavé, "con su propio dedo", había escrito un Testimonio para los hijos del hombres. Al mismo tiempo, encontraron el Libro de Moisés.

Es muy posible que ese Libro y esas Tablas que hallaron los caballeros cruzados fuesen las copias realizadas por el rey Salomón.

Nota. Después de más de quince siglos, esa prontitud en la localización de las Reliquias del Templo, si desestimamos los milagros y el factor suerte, nos está demostrando que “sabían dónde buscar”. Y, excluimos el factor suerte, porque aunque fueran los seres más afortunados del mundo, si hubieran iniciado el rastreo por los desiertos de Arabia, antes de encontrar el Arca habrían hallado petróleo.

Y, aquí comienza el lío. Aquellos caballeros cruzados estudian minuciosamente las Tablas y el Libro de Moisés. Le expectación y el anhelo depositados en la misión, se va tornando, poco a poco, y a medida que van profundizando en su contenido, en un angustioso aturdimiento. Hasta tal punto se encuentran confusos, que incluso llegan a dudar sobre la conveniencia de dar noticia del hallazgo.

El sorprendente descubrimiento les ha dejado perplejos y desconcertados por dos diferentes razones:

Primera. Porque han sido incapaces de traducir e interpretar el contenido de las Tablas de Piedra. No han logrado descifrar el idioma, y ni siquiera comprenden los signos y dibujos allí representados.

Segunda: Porque el Libro de Moisés, después de traducido, narra unos sucesos y contiene unas reflexiones y indicaciones, que difieren en mucho de las Escrituras Canónicas. Lo poco que han conseguido descifrar de las Tablas del Testimonio, junto con lo que han interpretado al leer el Libro de Moisés, está en una completa oposición a las creencias mantenidas, fomentadas y defendidas por los altos dignatarios del cristianismo.

A pesar de su desconcierto, o tal vez a causa de las dudas que les ha proporcionado el hallazgo, y temiendo por sus vidas, aquellos caballeros cruzados −todavía no tienen el título de Templarios−, toman dos decisiones:

Primera: Hacer copia en piedra y en pergamino de ambos documentos. Unos duplicados, que después deberán quedar cuidadosamente ocultos.

Segunda: Cumplir su parte del compromiso acordado en Borgoña y obedecer las órdenes recibidas haciendo llegar a Bernardo de Claraval, el Arca, las Tablas de Piedra y el Libro de Moisés. Los caballeros cruzados dan comunicación del hallazgo a Hugo de Champagne y a Bernardo de Claraval.

En 1124 Hugo de Champagne se desplaza nuevamente a Jerusalén para hacerse cargo de los objetos encontrados.

En 1127, después de varios años de dudas y negociaciones a tres bandas −los caballeros, Bernardo y el Papa−, el primer domingo de adviento (finales de noviembre o principio de diciembre) Hugo de Champagne, acompañado de Hugo de Payns y varios de los caballeros cruzados salen de Jerusalén y regresan a Claraval. Allí se reúnen nuevamente con Bernardo de Lafontaine, (ahora Bernardo de Claraval).

Por supuesto, los caballeros juegan sus cartas. Sabiendo quienes son los posibles enemigos, deben proceder con mucha cautela para intentar salvar sus vidas. Entre ruegos y amenazas, dudas y vacilaciones, con las frecuentes demoras de Fray Bernardo: Tengo que consular con el Santo Padre…, la negociación se va demorando.

— Consultad, Fray Bernardo, consultad; pero, el Santo Padre ya sabe lo que hay. Nosotros mismos le hemos puesto en antecedentes. Y él, debemos deciros, está muy receptivo y desea que todo se lleve con la mayor discreción.

Por fin se llega a un acuerdo. Los caballeros tendrán las mayores garantías para su propia seguridad y, al mismo tiempo, recibirán una formidable recompensa. Una espléndida compensación −mejor diríamos una generosa compra de silencio−, de la que Fray Bernardo les hará concesión en el Concilio de Troyes que se inicia el 13 de Enero de 1128.

De entre las muchas cuestiones que suscita este relato, y, a los únicos efectos de este trabajo, la más acuciante es:

¿Qué hizo Bernardo de Claraval con el Arca de Yavé, con el Libro de Moisés, con las Tablas de Dios, o lo que es lo mismo, con las Tablas de Salomón?

Existen varias posibilidades:

El Arca de la Alianza, las Tablas del Testimonio y el Libro de Moisés se encuentran a buen recaudo en Seborga, o en Saint-Honoré, o en las criptas del Monasterio de Claraval. Porque, ¿alguien duda que Claraval, (Valle Iluminado), sea uno de los lugares donde existen muchas posibilidades de encontrar las Tablas? Con posterioridad, es muy posible que todo el formidable hallazgo o sus copias, quedasen depositadas y ocultas en los sótanos del palacio del Vicario en Roma. Ciertamente, existen muchas dudas del lugar donde Bernardo de Claraval pudo ocultar el Tesoro del Templo de Salomón, pero lo que está meridianamente claro, es que desde entonces no se ha vuelto a tener noticias de él. Y, yo, por supuesto, me niego a creer en la destrucción de los duplicados de aquellos manuscritos.


EL CONCILIO DE TROYES


Como es lógico, en la Santa Sede no se puede consentir que ese comprometedor conocimiento circule libremente. En consecuencia, tras muchos contactos y negociaciones, el Papa Honorio II, muy bien asesorado por Fray Bernardo, convoca el mini-concilio de Troyes (13-Enero-1129).

Aclaremos esto de mini-concilio:

Lo cierto es, que fue un Concilio de la Iglesia Católica.

Lo cierto es, que no fue un Concilio Ecuménico.

Lo cierto es, que tal vez para remarcar su inferior categoría, se celebra entre el concilio Lateranense I (1123) y el Lateranense II (1139).

Lo cierto es, que no asiste el Papa.

Lo cierto es, que a excepción de Mateo Albano, no participan príncipes de la iglesia italiana, inglesa, alemana, portuguesa o española.

Lo cierto es, que tampoco asisten personalidades civiles ajenas a Francia.

Lo cierto es, que tampoco estuvieron presentes los representantes de otras órdenes religiosas y, por supuesto, no está, ni se le espera, el Maestre de la Orden de los Hospitalarios de San Juan, que ya se había constituido quince años antes.

Lo cierto es, por último, que este concilio está convocado, únicamente, para tratar el asunto de los Templarios.

Este conjunto de características nos hace pensar en un mini-concilio; un concilio con una finalidad muy específica; un concilio convocado sin demasiado bullicio y procurando no llamar mucho la atención; en definitiva, un concilio de diseño o un concilio a la carta.

En ese discreto evento, Bernardo de Claraval hace un encendido y fanático elogio de los Templarios. Después, cardenales, obispos, abades y autoridades civiles, reconocen la Orden de los Pobres Camaradas de Cristo; se la concede grandes privilegios con autonomía de los poderes terrenales y sólo dependencia de la Iglesia. Entre esas excepcionales concesiones concedidas a unos pobres caballeros protectores de peregrinos, se reflejaba, con claridad y precisión, que la Orden del Templo de Jerusalén sólo estará sujeta a Roma, y que, como parte integrante del papado, no debía obediencia ni a reyes ni a príncipes ni a las más altas jerarquías de Iglesia; sólo están sometidos al Papa. Con esta subordinación exclusiva al Vicario, se consigue evitar la arbitraria intervención de reyes y cardenales.

También se nombra a Hugo de Payns Gran Maestre con el título de príncipe.

Por supuesto, estos generosos beneficios obtenidos por la Orden, podríamos entenderlos como un chantaje de los Caballeros del Templo; pero también podemos identificarlo como un previsor seguro de vida al asegurarse un pacto de no agresión.

−Ya. Pero un seguro de vida no lleva aparejada la consecución de una Orden Militar, ni la obtención de un título tan significativo como el de Príncipe, ni el logro de prebendas desmedidas, ni el beneficio de absolutas exenciones de impuestos, ni la adquisición de unos derechos arbitrarios, ni…

−Tú dirás que no, pero yo diría que sí. Yo, que también lo he meditado mucho, entiendo que fueron unas peticiones muy inteligentes, y casi, casi imprescindibles. Imaginemos que Roma promete inmunidad. ¿Qué garantías tenían aquellos pocos caballeros cruzados? Sin embargo, esos mismos caballeros integrados en una Orden Militar, si además son respaldados por su poder económico, por su propio ejército y con el apoyo de una parte muy importante de la cristiandad, sin duda resultarán mucho más poderosos y, lógicamente, menos dependientes de posibles amenazas y represalias de Roma. Aunque, por supuesto, no quedaban a salvo de traiciones.

− ¿Traiciones? ¿No es lícito traicionar a quienes te chantajean?

− Puestos a justificar, es más disculpable el chantajista que el traidor. La traición nunca es lícita. Y, por supuesto, además de ilícita, resulta repúgnate la traición de un padre a sus hijos. No es lícita la traición por parte de una institución que, una vez tras otra, ya había traicionado sus principios y fundamentos. No es lícita la traición de una “divina” organización, que menos de doscientos años después, valiéndose de un insidioso cisma que instaló su sede el Aviñón, y, cubriéndose las espaldas mediante la alianza con el poderoso rey francés, se escudó, precisamente en la traición, para lograr la aniquilación de su más fieles afiliados y sus más leales súbditos.

Reparemos en las cuatro circunstancias más determinantes que pueden identificar a ese Concilio de Troyes:

1ª. Se convoca un Concilio de la Iglesia de Roma en la ciudad francesa de Troyes.

2ª. No asiste el Papa.

3ª. Solamente asisten arzobispos, obispos, abades y nobles franceses.

4ª. Se reúne para conceder grandes títulos y honores a nueve caballeros cruzados nacidos en Francia.

Sí, por supuesto es un concilio: El Concilio del Tapadillo.


LA ORDEN DE LOS TEMPLARIOS…, Y LOS SABIOS


Han transcurrido los años. Los documentos en poder de los monjes-soldados son estudiados por las mentes más lúcidas del momento.

La Orden de los Templarios ha prosperado en prestigio, influencias, poder militar y poder económico, y además, en el mundo de la “intelectualidad”, es reconocida como protectora de la ciencia y la cultura. Como una muestra de ese mecenazgo cultural, observemos la asombrosa coincidencia existente entre los tiempos de auge y predominio de la Orden de los Templarios y la proliferación de sabios y pensadores. En un espacio de unos setenta años, y durante el apogeo de la Orden, la ciencia se mueve y avanza con gran celeridad por los alrededores de la Torre Templaria de París.

Roger Bacon, Raimundo de Peñafort, Raimundo Lulio, Alberto Magno, Arnaldo de Villanueva, Tomás de Aquino y algunos sabios más, son muy buenos ejemplos de esa coincidencia entre ciencia y Templarios. Los conocimientos sobre filosofía, teología, astronomía, matemáticas, física, alquimia y ciencias naturales de estos sabios y religiosos (franciscanos y dominicos), en una asombrosa coincidencia en el tiempo y en el lugar, son compartidos entre sí y con los Templarios. Y aludo a la coincidencia de lugar, porque varios de ellos (Bacón, Lulio y Villanueva) impartieron su santa sabiduría en la Sorbona, a escasos metros de la Torre Templaria en París.

Todos ellos, por su cercanía y afinidad con el Papa, mantendrían frecuentes encuentros con los Caballeros del Templo, y resulta muy difícil dudar de que alguna copia de las Tablas de Salomón fuera transferida por los templarios y depositada en manos de la ciencia más avanzada de aquellos tiempos. Estas copias, que lógicamente también fueron duplicadas con la máxima discreción, se transmitieron, también en secreto, a otros sabios y eruditos −adviértase la notable coincidencia de fechas, conocimientos y pensamientos que encontramos entre ellos−.

No obstante, es muy conveniente reconocer, que aquellos sabios solamente lograron comprender e interpretar una muy pequeña parte de las Tablas de Salomón.

En otro orden de cosas, pero también muy relacionadas con los Caballeros Templarios, conviene resaltar que por aquellos tiempos (siglos XII y XIII), en el sur de Francia, nació y llegó a su máximo apogeo la “herejía” de los albigenses o Cátaros que, por negar los sacramentos y la jerarquía eclesiástica, fueron perseguidos y aniquilados por Roma. Muchos de los albigenses que consiguieron huir de la gran matanza de Beziers –más de 20.000 ejecuciones ordenadas por el papa Inocencio III−, atravesaron los Pirineos y se refugiaron en el norte de la península ibérica. Con su oro, su cultura y sus conocimientos, contribuyeron al florecimiento de Cataluña en aquel siglo XIII.

Lo que resulta indudable, es que algo muy importante y llevado con gran discreción tuvo su origen en Francia y conmovió el ambiente científico, filosófico y teológico entre los siglos XII Y XIII. Algo, que coincidió plenamente con el plenitud de la Orden de los Templarios, y que siempre ha fomentado la creencia que atribuye a los Caballeros, un saber y unos conocimientos muy, muy especiales, y de los que nunca se logrado precisar su procedencia.

A continuación, cuando se haga una reseña del Bafomet, daremos por finalizado el tema Templario. No hablaremos de su valor y temeridad en la lucha, del justificado pavor que inspiraba al enemigo su sola presencia en el campo de batalla; de su actividad como banqueros; de su inmensa fortuna y de su enorme poder político. Tampoco haremos mención de la envidia, odio y resentimiento que la Orden fue generando a los largo de casi doscientos años. Y, por supuesto, sólo haremos una cicatera crónica del miserable comportamiento del papado y de la corona francesa en los últimos años del Temple. Y no haremos relato de todos estos extraordinarios sucesos, por la sencilla razón de que ya no resultan imprescindibles para entender la participación de los Templarios en la búsqueda de las Tablas de Salomón.

Sin embargo, no deseo inhibirme en un tema que nos aportará, como otro complemento, una pequeña luz en los actos que, impulsados por el odio y la rapiña, llevaron al desvalijamiento y destrucción de la Orden y al asesinato de un gran número de los Caballeros del Templo de Salomón. Muchos fueron los sórdidos episodios tramados contra ellos, pero, como para muestra basta un botón, solamente les mostraré uno: el Bafomet.


EL BAFOMET


Desde el primer momento de su existencia, la Orden del Templo de Salomón recibió los más insidiosos ataques de sus “hermanastros” afiliados a otras órdenes mendicantes; o sea, que recibió andanadas de “fuego amigo”.

La primera ofensiva, o una de las primeras, fue la creada en torno a su sello. Aquellos dos hombres cabalgando sobre una misma montura, se pretendió que fuera entendido como un doble signo inequívoco de su avaricia y de su homosexualidad. Sin embargo, no había mezquindad en la Orden, pues, a causa de la enorme mortandad de caballos en las batallas, cada caballero poseía al menos tres monturas. Y, por supuesto, no había ningún signo de homosexualidad. La realidad más evidente estaba mostrando, que sobre el caballo solamente había un único, pero dual jinete: un monje-guerrero. Algo que también nos muestra, la bandera blanca y negra de los Templarios (Bausant), que nos presenta los dos colores básicos de la Orden: El blanco de la castidad del monje y el negro del guerrero abrazado a la muerte.

Nota. Adviértase que yo no pretendo afirmar que dentro de la Orden no existiesen prácticas homosexuales entre sus más o menos célibes componentes. Sin embargo, “incomprensiblemente”, no se conoce ni un solo caso de homosexualidad lésbica dentro de los Templarios.

Pero bien, con independencia de que el mundo medieval no simpatizase con la homosexualidad, o que por el contrario asistiera alborozado a todas las celebraciones del Orgullo Gay, el asunto del sello templario es poco más de una anécdota. Lo cierto es, que el odio y la envidia habían ido germinando y creciendo como una voraz planta carnívora hasta asfixiar a los Caballeros.

Claro que, si se piensa un poco, solamente un poco, comprenderemos que las demás Órdenes Religiosas (Agustinos, Benedictinos, Dominicos, Franciscanos, y, por supuesto, los Hospitalarios de San Juan), no se sintieran inmensamente felices al ser discriminados, en un evidente agravio comparativo, con los Caballeros del Templo. En otras palabras:

Se desencadenó una verdadera guerra entre ONG´s.

Y, esta escasez de feeling, fue una de las causas que propició la gran debacle.

Como una de las `ocurrencias´ más determinantes por sus repugnantes efectos en el acoso y asesinato de una multitud de inocentes, nos encontramos con la infame identificación de un pretendido y maligno ídolo conocido como Bafomet. No me parece necesario mencionar la génesis de esa interesada identificación, pero precisamente, esa malvada interpretación de la identidad de aquella estatuilla, es la razón que me ha impulsado al estudio de esta “maligna” figurilla.

Veamos:

El vocablo Bafomet o baffomet o bafometo o baffometo o baphomet, que de todas estas formas y algunas más, es conocido en los muy distintos mundos existentes en nuestro único mundo, ha sido interpretado y entendido de muy diferentes maneras, y derivando de muy dispares raíces etimológicas. Entre sus cimientos filológicos, el que tal vez ha gozado de mayor preponderancia es el que lo relaciona con el nombre de Mahoma: Mahomet o Mafumet. ¿…?

Sin embargo, esa supuesta procedencia del nombre del líder de la religión musulmana, y que, evidentemente, nació con la intención de insultar al profeta del Islam, además de estar muy cogida por los pelos, resulta tan absurda e insensata que apenas me permite ni un cometario más. No obstante, como no puedo, ni debo, ni quiero, hacer una oposición tan poco constructiva que se limite a negar la relación Bafomet-Mahoma, me veo en la necesidad de aportar una teoría, que al mismo tiempo que resulta más racional, se aproxima enormemente a la etimología de la palabra en cuestión, a su auténtico significado y, sobre todo, a su lógica interpretación.

Veamos pues mi sencilla aportación, que resultará menos visceral que la interpretación ofrecida por los esbirros de un rey tirano y un sumo pontífice cobarde y traidor.

Bafomet, además de ese supuesto y absurdo vínculo con Mahoma, tiene entre otras, una de estas tres posibles explicaciones:

Primera interpretación.

Que derive de un vocablo griego, baphomet, que al parecer significaba, poco más o menos: nacimiento a la sabiduría (¿…?).

Segunda interpretación.

Puede suceder, que bafomet, como una inmensa mayoría lo los vocablos de la lengua gala, presente una raíz latina y proceda del vocablo biformatus, o sea, DE DOBLE FORMA.

Y efectivamente, esa doble forma la podemos advertir en algunas de las escasas representaciones que hemos conseguido estudiar de la enigmática imagen. En ellas, en una evidente dicotomía, nos encontramos con una figura andrógina (hombre-mujer); acompañada del sol y la luna (día y noche); y dos desjarretaderas (armas letales) que desde la vida conducen a la muerte (la calavera) y, por supuesto, la triple identificación efectuada por algún filósofo alemán de origen judío, en la que nos presenta la simbiosis hombre-animal-payaso. ¿…?

Por lo tanto, en su interpretación más elemental, esa representación nos está digiriendo a una doble forma, a un doble aspecto, a una doble naturaleza, o sea, nos está diciendo que Bafomet es igual a biformatus. Una doble unión muy frecuente y habitual en el mundo de aquellos caballeros, que al mismo tiempo eran monjes y guerreros. Y, además, como se puede apreciar, Bafomet y biformatus tienen mayor semejanza fonética e incluso ortográfica que Bafomet y Mahoma.

Pero de todas formas, y les ruego que me disculpen, esta deducción tampoco es de mi agrado.

Tercera interpretación.

Resulta extraordinario y, por supuesto muy llamativo, que durante los casi doscientos años de existencia a la Orden de los Templarios, tiempo en el que se produjeron un sinnúmero de deserciones y traiciones, nadie, nunca, en ningún lugar, tuviera conocimiento de ese dios, ídolo o demonio al que los caballeros de la Orden, al parecer, rendían adoración.

−Y, ¿sabe alguien cual es la razón que justifica ese desconocimiento?

−Pues la razón resulta muy facilita de entender:

Nadie, nunca, en ningún lugar, tuvo noticia alguna sobre ese monstruoso ídolo, por la simple y sencilla razón de que no existía.

Veamos:

En francés nos encontramos con la palabra BOUFFON, BOUFFONNE, que en castellano se traduce por bufón, burlesco, cómico, payaso. El diminutivo o despectivo de BOUFFON es BOUFFONETTE (bufoncillo o muñequillo).

Pues bien, la palabreja BAFOMET o BAFOMETI es, simplemente, una derivación degenerada y confundida de la palabra BOUFFONETE.

Según la apreciación de uno de los pocos templarios que afirmaba haberlo visto, el Bafomet no era otra cosa sino un Bouffonete, un bufoncillo, un muñequillo, una pequeña figura grotesca.

El freire Gaucerant, el templario al que me estoy refiriendo, era natural de Montpezat (Languedoc), y por lo tanto, se expresaría en una especie de “spanglish” (en este caso “ocfrenchi”) entre su lengua materna (el idioma occitano) y el francés. Cuando el templario alude a esa imagen, lo hace con estas palabras: “in figuram bouffonetti”, o sea, en forma de bufoncillo.

Repito: En forma de bufoncillo, muñequillo o muñequete.

Recordemos, por si algún lector desconoce los métodos de los “piadosos” interrogatorios, que cuando el caballero templario −que posiblemente no sería un académico de la Lengua− pronuncia esa palabra, está siendo sometido a un “hábil interrogatorios” por parte de los verdugos en una cámara de tortura. Y, reconozcamos que, en esas condiciones, la dicción y la audición pueden y suelen presentarse deformadas.

En la lengua gala de aquellos años, a semejanza del francés actual, el diminutivo o despectivo podía construirse con el sufijo ETTE. De semejante forma, en castellano también resulta frecuente la utilización de esa misma terminación y, por ejemplo, un muñeco pequeño y grotesco es descrito como un muñequito, muñequillo o MUÑEQUETE.

La diferencia fonética y ortográfica existente entre Bafomet, boffomet y bouffonet, sería, muy posiblemente, la consecuencia de una degeneración de bouffonette. De la misma forma, la palabra francesa VOUDOU se suele escribir y pronunciar VUDÚ. Y por cierto, en esos extraños ritos también son utilizados MUÑEQUETES, que reciben el daño destinado a la persona que representan.

Y, por supuesto, deberemos recordar también, que en ocasiones, esa figura, el enigmático Bafomet, se representaba únicamente como la cabeza de un monigote con un Gorro Turco.

−Y, ¿saben ustedes quien era el gran enemigo de los cruzados? Por supuesto que lo saben.

Este bouffonette, este bufoncillo, ese muñequete, podía ser una especie de amuleto; una pata de conejo; un fetiche que proporcionaba buena suerte, o que al menos, resultaba un sufrido receptor de calamidades; o lo que es lo mismo, una CABEZA DE TURCO sobre la que desviar todas las desgracias. En definitiva, un logrado precedente del retrato de Dorian Gray. Sólo, la muy deplorable e injustificable instrucción llevada a cabo por los fiscales del Bello Felipe, pudo mantener la imputación de que aquel muñequete recibía culto y adoración por parte de los Templarios. Salvando las distancias, sería como si la Iglesia Católica hubiera acusado de idolatría a los feligreses que asistían a orar a los templos románicos, y que pretendiese justificar su absurda imputación en base a las representaciones de monstruos y demonios existentes en sus pórticos.

Ahora, centrémonos en esa cabeza de turco.

La primera y más antigua reseña o reminiscencia que he podido encontrar de lo que conocemos como una cabeza de turco, la encontramos en el Pentateuco. En Levítico, capítulo 16, versículo 21, Arón impone sus manos sobre la cabeza de un macho cabrío (el Mayor Cabrón), con el declarado propósito de que todas las iniquidades y transgresiones de los israelitas recaigan sobre el “maligno” animal, que luego será abandonado en el desierto.

Muchos siglos después, durante las cruzadas, al mismo tiempo que mantenían una estrecha relación con los hebreos y su milenaria cultura, los templarios sostenían una lucha sin piedad y sin tregua contra los turcos.

Y he dicho sin piedad, porque, para un cristiano, sobre todo para un fanático cruzado, −y como otro fructífero logro de las religiones−, no existía mayor placer que cortar la cabeza de un turco. Luego, colgaban esa cabeza o la ensartaban con una lanza, y durante días, semanas o meses, no cesaban de proferir insultos contra ella y desearla los más crueles padecimientos en la otra vida; al mismo tiempo, oraban para que todos los males recayeran en aquel odioso cráneo. De ahí, precisamente, procede la costumbre de poseer una Cabeza de Turco a la que culpar de todas las desgracias y sobre la que derivar todos los males. Tener una Cabeza de Turco era como poseer un amuleto o talismán.

Nota. Por supuesto, los turcos disfrutaban de idénticos y fanáticos beneficios cuando estaba en posesión de una Cabeza de Infiel.
Si alguna vez me presentan a un dios, esta será mi primer pregunta: ¿No te da vergüenza?

En la ruda e inculta edad media, la mayor parte de aquellos “librepensadores” judíos, cristianos y musulmanes creían, sin el menor asomo de duda, en el poder protector y curativo de los fetiches y las reliquias. Los templarios, al menos un buen número de ellos, guardaban celosamente oculta, y como parte de un secreto rito, una imagen que solía ser una pequeña cabeza de formas monstruosas y grotescas –frecuentemente, la cabeza del Gran Cabrón–. Hacia ella dirigían sus odios y temores, y sobre ella hacían recaer sus posibles desgracias. La eficacia de ese amuleto, que se elaboraba en piedra, madera o arcillas de una oculta y mágica significación, debía ser potenciada mediante unos ritos secretos encaminados a encauzar el odio y el miedo que anidaba el corazón de su poseedor.

Pues bien, esa grotesca y supersticiosa imagen, esa ridícula cabeza, ese triste fetiche talismán, fue arteramente utilizado por aquellos torturadores, interrogadores y verdugos a las órdenes de un codicioso rey y con el renegado consentimiento de un indigno Papa. Aquella cabeza de un amuleto en forma de bufoncete, fue convertida en un repugnante ídolo conocida como Bafomet. Esa figurilla fue el soporte y la base, para que los poderes establecidos −el trono y la mitra−, como los más crueles y odiosos nazis, desencadenaran la represión y la muerte de miles de inocentes fanáticos. Fanáticos sí, pero inocentes de idolatría. La voluntad de los “omnipotentes dioses” se conjuró para consentir la coincidencia de un auténtico cuarteto de la muerte: Un Sumo Sacerdote traidor y cobarde, un trono despótico-tirano, unos fanáticos monjes-soldados y un ídolo fetiche-bufón.

Esta perversa conjunción de circunstancias fue la que usurpó vida y saber, a quienes, a su vez, habían estafado al resto de los hombres ocultado la Santa Sabiduría.

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