CAPÍTULO XXI: EL ALTAR DE LOS PERFUMES E INCIENSOS. EL ÓLEO DE LA UNCIÓN Y EL TIMIAMA

Un altar para quemar inciensos (21*1). La misión del altar de los inciensos (21*2). Forma y características de este altar (21*3). La expiación con sangre (21*4). Los perfumes, el óleo de la unción y el timiama (21*5). La ocultación de ingredientes y fórmulas (21*6). La incógnita del óleo de la unción (21*7).


UN ALTAR PARA QUEMAR INCIENSOS. (21*1)


Éx. 30, 1-10

(1) Harás también un altar para quemar en él incienso. Lo harás de madera de acacia, (2) de un codo de largo, un codo de ancho, cuadrado y de dos codos de alto. Sus cuernos harán cuerpo con él. (3) Lo revestirás de oro puro por arriba, por los lados todo en torno y los cuernos, y harás todo en derredor una moldura de oro. (4) Harás para él dos anillos de oro para cada dos de sus lados y los pondrás debajo de la moldura a ambos lados, para las barras con que puedan transportarse. (5) Las barras serán de madera de acacia y las revestirás de oro. (6) Colocarás el altar delante del velo que oculta el arca del testimonio y el propiciatorio que está sobre el testimonio, allí donde yo he de encontrarme contigo. (7) Arón quemará en él el incienso; lo quemará todas las mañanas, al preparar las lámparas, (8) y entre dos luces, cuando las ponga en el candelabro. Así se quemará el incienso ante Yavé perpetuamente entre vuestros descendientes. (9) No ofrecerás sobre el altar ningún perfume profano, ni holocausto, ni ofrendas, ni derramaréis sobre él ninguna libación. (10) Arón hará la expiación sobre los cuernos del altar, una vez por año, con la sangre de la víctima expiatoria; y la expiación la hará una vez por año, de generación en generación. Este altar es santísimo en honor a Yavé”.

Lo primero que se debe señalar, antes de iniciar los cometarios sobre este “altar con cuernos”, es que en ningún versículo se hace referencia al número exacto de cuernos que luce este mueble, y, aunque posiblemente fuesen cuatro, no hay fundamento para no admitir que este utensilio estuviese adornado con otro número distinto de puntas. Ya es raro que un mueble tenga cuernos, pero ya que los tiene, que por lo menos nos digan cuantos. Hechas esta anotación, dedicada a la divina pero escasa inspiración del iluminado escriba, pasamos al tema de los óleos.

Conviene tener muy en cuenta que la utilización de los inciensos, debido a su diversidad, a la mayor o menor pureza de sus mezclas con otras fragancias, a sus modos de combustión, etc., supone una respetable complicación y, por lo tanto, el conocimiento de todo ese tema nos obligaría a internarnos en unos estudios y análisis que están muy alejados del propósito de este ensayo. De cualquier forma, entiendo como inevitable resaltar, que la combustión del incienso utilizado en el Tabernáculo precisaba de unas brasas; y además, dos veces al día. Esta circunstancia no lleva hasta su consecuencia directa:

Sabemos que los sábados no se podía encender fuego en los hogares hebreos; no obstante, al parecer, esa prohibición no se extiende al Tabernáculo donde diariamente se encendía el candelabro y el altar de inciensos. Y uno se pregunta, ¿por qué en unos sitios sí y en otro no?

Y ahora, es necesario realizar dos precisiones:

Primera. Si desestimamos el emplazamiento que, en la introducción a la segunda parte de este trabajo se ha propuesto para la permanencia de aquella muchedumbre en las playas del mar Rojo, y que, como recordará algún lector, quedaba establecido en la costa occidental del golfo de Aqaba; si tampoco aceptamos aquella segunda opción de asentamiento en el oasis de Feirán, y si por el contrario nos atenemos al tradicional enclave del campamento hebreo al pie del Yebel Musa, dentro de la escabrosa y abrupta cordillera de la parte meridional de la península del Sinaí, nos encontraremos con una indiscutible realidad: aquellas gentes, en aquel desierto, rodeados de animales, sin poder lavar las ropas y con una notable escasez de agua, posiblemente no resultasen un ejemplo del más exquisito y esmerado aseo.

A estos efectos deberemos reconocer, que tal vez los egipcios no resultasen unos maniáticos de la limpieza; sin embargo, por lo que sabemos de su forma de vida, tendremos que admitir que los súbditos del faraón estaban muy acostumbrados a lavarse; no en vano vivían junto a un magnifico río. Se sabe, por ejemplo, que antes y después de las comidas, lavaban sus manos, y que el aguamanil y la palangana estaban presentes en todas las casas. Y, por supuesto, lo que tampoco podemos ni debemos olvidar, es que aquella muchedumbre de hijos de Israel estaba constituida por egipcios. Claro, que resulta muy cierto, que hebreos o egipcios, en un desierto y con el botijo vacío, se lavan muy mal. Por lo tanto, y sin ninguna duda, debían apestar. Y además con todo el derecho del mundo, puesto que por muy limpio que seas, si no puedes lavarte, la única opción que te queda es estar sucio y oler mal. A menos que...

A menos, que siguiendo estando sucio pero intentando camuflar los olores, te impregnes de perfumes y fragancias o que recurras a los inciensos. Por lo tanto, teniendo en cuenta, tal y como después veremos, que los incensarios y perfumadores eran artículos sumamente frecuentes en aquellos tiempos, deberemos reconocer que, en principio, fue la carencia o al menos la escasez de agua, el motivo, casi determinante, por el que Yavé ordenó la fabricación de este “altar” del incienso y de los perfumes.

Y sí, he dicho en principio; pronto veremos la razón.

Segunda. Ahora, en los tiempos actuales, un altar es una mesa, un tablero e incluso un mostrador; sin embargo, en tiempos del Éxodo, la palabra altar no tenía ese mismo significado. Entonces, un altar era una pequeña construcción, un sencillo túmulo de tierra y piedras sobre el que se prendía fuego en un hogar o parrilla. Tenía, por lo tanto, un significado muy semejante a lumbre, brasero, horno o fogón, pero siempre en relación con una divinidad. Y, esta segunda precisión, nos conduce a un nuevo dilema; algo parecido a lo que nos sucedió cuando tratamos sobre la construcción del templo-tabernáculo o al tallado de los querubines. La nueva dificultad que en forma de contradicción encontramos en este episodio, es que, según consta en los textos bíblicos, estamos tratando y haciendo referencia a un altar.

Bueno, dirán los ungidos, ¿y eso qué significa?; ya sabemos que estamos hablando de un altar.

Pues significa que no deberíamos olvidar lo que dispone Éx. 20, 24. Allí, Yavé prohibió que se hiciesen altares que no fueran de tierra o piedras, y resulta, que este altar del incienso es de madera y oro. Igual sucede con el otro altar, el de los holocaustos, del que trataremos en el capítulo siguiente, y que está construido con madera y cobre-bronce. Por lo tanto, así a primera vista, es indudable que se infringió una de las cláusulas de la Alianza: Me alzarás un altar de tierra… si me alzas altar de piedras, no lo harás con piedras labradas…

Sin embargo, como sucede con frecuencia, las apariencias engañan, y tampoco en esta ocasión se quebrantó el pacto. Y, ¿alguien sabe el por qué?

Pues el motivo, tal y como diría el sagaz detective inglés, es elemental. No se incumplió el pacto con Yavé, porque ninguno de estos dos muebles era un altar. Y si no eran altares, podían estar construidos en cualquier material sin contravenir la Alianza. Este mueble de los perfumes es un incensario, y el otro mueble, el “altar” de los holocaustos, es una red-rejilla montada sobre un bastidor de madera. Por lo tanto, y aunque a mi doloroso pesar, esto suponga dejar al descubierto una nueva evidencia del acreditado despiste levítico sacerdotal, deberemos reconocer que estos altares del incienso y de los holocaustos, ni siquiera eran altares, y por lo tanto, el dilema tampoco es dilema.

De todas formas, una vez hechas estas precisiones, y con el objeto de no liarnos demasiado, y aunque sepamos con absoluta certeza que no son altares, seguiremos refiriéndonos a ellos como altares.

Vamos ahora en busca de una interpretación lógica para este nuevo utensilio. Y para ello, se nos ofrecen tres alternativas en cuanto a la utilidad y función de este mueble.


LA MISIÓN DEL ALTAR DE LOS INCIENSOS (21*2)


Primera alternativa.

Atendiendo a una triple orden de Yavé, a un mandato relacionado con la limpieza y la higiene, o lo que es lo mismo, una disposición vinculada con la santidad, Moisés dispone la construcción de: a) un incensario-pebetero; b) una pileta o depósito de agua; c) se ocupa de la elaboración de los óleos y del timiama.

Según esta primera alternativa, este altar de los inciensos no es otra cosa sino un perfumador o incensario-brasero, tal y como se utilizaba en oriente desde hacía muchos años.

Este cachivache solía consistir en una especie de mesita común de cuatro patas o incluso trípode, que en su parte superior tenía colocada una bandeja-incensario o cenicero, que con frecuencia era desmontable con el objeto de facilitar su limpieza. Algunos de estos muebles, cuando eran completamente metálicos, podían alcanzar un peso muy respetable, y estaban dotados de ruedas para ser desplazados por las distintas dependencias de un palacio o de un templo. Su utilidad era la de perfumar, purificar el ambiente y alejar a los insectos. Y, durante muchos siglos, en grandes casas, edificios públicos y, sobre todo en los templos, no podía faltar la hornilla-desinfectante, pebetero o incensario. Algunos de ellos, como el muy famoso de cierta catedral española, eran de un considerable tamaño. En la actualidad, por razones sociales, culturales, sanitarias, etcétera, es casi imposible encontrar un recinto publico que esté dotado de perfumadores o quemadores de esencias. Ha sucedido lo mismo que con otros artilugios, que hasta hace relativamente pocos años, eran muy frecuentes y casi imprescindibles; me estoy refiriendo a las “higiénicas” escupideras y los “serviciales y sanitarios” pericos.

Por estos motivos señalados, hubiera sido muy llamativo que en el tabernáculo no hubiese existido un “brasero perfumador”. Pero si bien es cierto que no debe llamarnos la atención la existencia de un recipiente perfumador, no podemos afirmar lo mismo del hecho de que ese objeto tenga cuernos. No obstante, tal y como en su momento veremos y, aunque así, a primera vista pueda parecernos increíble, esos cuernos tenían su plena justificación. Y por cierto, la correcta interpretación que aquí se ofrecerá, y que justifica la existencia de esos cuernos, está muy alejada de la recurrente conclusión levítica que ha mantenido durante muchos años, una historieta que asegura que esos cuernos suponen una especie de burladero que daba refugio y restringida seguridad al perseguido.

Segunda alternativa.

Teniendo en cuenta los versículos 1, 6 y 10 de Éxodo 30, donde se especifica el cómo, el dónde y el cuándo de la utilización de los inciensos, debemos estimar como muy posible, que la intención de Moisés al servirse del humo de la combustión, fuese la de ocultar el ceremonial que realizaba el sumo sacerdote para su comunicación con Yavé.

Tercera alternativa.

Sin excluir las dos opciones anteriores, tampoco podemos despreciar una tercera posible utilización de ese altar:

Yavé ordena la construcción de una bandeja brasero en la cual, y con un propósito muy determinado, deberá incinerarse, vaporizarse y extenderse por todo el recinto, un desconocido y extraño producto elaborado bajo la supervisión de los viajeros de la Gloria. En su momento, cuando abordemos el tema de los óleos de la unción, trataremos este asunto.

Nota: Debo admitir que soy consciente del cúmulo de promesas que estoy amontonando, pero tengan la certeza de que todas serán cumplidas.


FORMA Y CARACTERÍSTICAS DE ESTE ALTAR (21*3)


El altar del incienso, se utilice para una cosa o para otra, además de la llamativa cornamenta, está dotado de otras características que, siquiera brevemente, debemos tratar:

Como primera particularidad, hay que considerar que este mueble únicamente está revestido de oro (bronce) en su parte superior, y que sus cuernos harán un cuerpo con él, o sea, que las broncíneas o cobrizas protuberancias, tienen que estar en total y absoluto contacto con esa bandeja metálica, sobre la que se incinerará la fragante mixtura. Y nosotros, que sabemos que Yavé no era un caprichoso, no preguntamos: ¿por qué?, ¿cuál es el motivo que justifica esa orden del Señor de la Gloria?

Como segundo rasgo distintivo, más o menos llamativo, deberemos admitir que es bastante extraño, que siendo éste un mueble sumamente sencillo, y por lo tanto con un peso muy reducido, se nos presente dotado de barras de transporte. Sin embargo, esta circunstancia quedaría plenamente excusada, si al igual que sucede con la mesa de los panes, viniese determinada y obligada por la sensibilidad y la fragilidad del utensilio. O sea, que las barras de transporte estarían muy justificadas, si aquel “altar” estuviese dotado, por ejemplo, de unos cuernos muy delicados.

Y, en lo referente a las anillas para las barras de transporte, resulta muy curiosa, incluso original, las distintas maneras de reseñar su construcción en cuatro muebles distintos, arca, mesa, altar de holocaustos y altar de perfumes. Si leemos Éx. 25, 12; 25, 26; 27,4 y 30, 4, observaremos el alarde del sacerdote-redactor para variar la descripción queriendo decir lo mismo. ¿O era sólo por liarla?

La tercera característica se nos detalla en los versículos siete y ocho de ese capítulo treinta, cuando se ordena que se prenda el incienso dos veces al día.

Y alguien puede preguntar: ¿y eso?

Y yo respondo: como veremos en el candelabro, por algo será.

La cuarta peculiaridad es la que refleja la orden de Yavé cuando prohíbe que la bandeja de ese mueble crematorio sea utilizada para otros fines, y proscribe que se incineren otros productos o se derrame algún líquido sobre ella. ¿Cuál puede ser la justificación?

Por último, como quinta particularidad del “altar de oro”, nos encontramos con la orden de Yavé, para que una vez al año, tal y como consta en el versículo diez, se efectúe un rito, que yo no he podido identificar plenamente, pero que los “sabios” sacerdotes han interpretado como de expiación y arrepentimiento. Al parecer, y según aquellos sacerdotes, Yavé había impuesto esta condición:

Si todos los años me dais una manita de sangre al pebetero, yo, a cambio, os perdonaré los pecados.

Y creo que éste es el lugar y el momento más adecuados para efectuar un breve comentario sobre una frase de ese versículo diez de Éx. 30. Ahí se puede apreciar, muy claramente, aquello que hice constar cuando, al iniciar el capítulo sobre el arca, me referí a los “piadosos” añadidos dentro de un versículo. La frase en cuestión, refiriéndose al producto líquido necesario para la expiación, especifica: ...con la sangre de la víctima expiatoria;


LA EXPIACIÓN CON SANGRE (21*4)


Ese parrafito “enquistado” en ese versículo diez, no es más que otro típico invento sacerdotal destinado, sin la menor duda, a dar justificación y cobertura al sacrificio de las reses junto al tabernáculo, o sea, para facilitar la ungida manduca en el bendito refectorio.

Yo no dispongo de argumentos para negar que Yavé pudiera haber ordenado que, una vez al año, se efectuara algún tipo de ceremonia. No es que lo crea sin la mínima reserva; no obstante, a pesar de este escepticismo mío, debo admitir que puedo estar equivocado, y que por alguna razón que yo no alcanzo a comprender, Yavé dispusiera que se realizase ese rito o alguno parecido. Tal vez, incluso como limpieza o simple conservación y mantenimiento. Pero, en lo que no tengo ninguna duda, es en desmentir ese falaz e interesado mandato levítico que hace constar que se deben impregnar con sangre los cuernos del altar. No me resulta fácil imaginar a Yavé relacionando el posible arrepentimiento de los hombres con el derramamiento de la sangre de una cabra. No es que me sea difícil, es que me resulta imposible. Sin embargo…

Sin embargo, y puesto que el verbo expiar presenta como sinónimos los verbos lavar y lustrar, se puede entender, como acabo de afirmar, que quizás, Yavé pudo ordenar que, una vez al año, en una fecha determinada y sin ningún tipo de ceremonial, se efectuase una limpieza a fondo de aquella bandeja y de sus cuernos. Algo, que como luego entenderemos perfectamente, resultaría muy útil y adecuado para el correcto funcionamiento del “altar de los inciensos”. Naturalmente, esa operación de limpieza y lustre fue entendida por los sacerdotes levitas como un acto de arrepentimiento y desagravio, durante el cual, y en contra de lo que había ordenado expresamente Yavé en el versículo nueve, había que embadurnar los cuernos del “altar” con la sangre de una res, para que el sumo sacerdote y sus hijos dieran buena cuenta de la piadosa ofrenda, a la acogedora sombra del tabernáculo (Éx. 29).

Ahora nuevamente me dirijo a usted. Sí, a usted, mi paciente, heroico e incombustible lector:

Supongamos, que en vez de venir a la Tierra hace tres mil trescientos años, Yavé se presenta ante nosotros en estos tiempos, al principio del tercer milenio de la Era Común. Supongamos también, que usted mismo, en compañía de varios miles de personas es testigo del suceso. Y por suponer, seguimos suponiendo que, por las razones que sean y a pesar de que usted se encuentra allí mismo, Yavé sólo habla con unos pocos elegidos. Después, son esos afortunados e iniciados individuos, o sea, los ungidos sacerdotes y políticos de siempre, los que, asegurando que se ha firmado un pacto, desde su distinguido estrado, informan a usted y a la multitud allí presente.

Este es el mensaje de Ungidos y Asociados Corp.

Yavé nos ha ordenado con toda exactitud y concreción lo que debemos hacer los sacerdotes y los políticos profesionales:

Primero. Para quemar perfumes, debemos hacer un altar de oro que tenga unos cuernos también de oro.

Respuesta de la multitud: Amén.

Segundo. Todos los años, en días señalados, sacrificaremos unos novillos, que luego nosotros comeremos con nuestros hijos, pero sin que el pueblo pueda participar del ágape.

Respuesta de la multitud: Que aproveche y…amén.

Tercero. Con la sangre de ese novillo debemos rociar los cuernos del altar.

Respuesta de la multitud: Amén.

Cuarto: Con esa misma sangre, también impregnaremos la oreja derecha, el dedo pulgar de la mano derecha y el dedo gordo del pie derecho del sumo sacerdote. (Éx. 29, 20).

Respuesta de la multitud: Amén.

Los sacerdotes concluyen: De momento eso es todo. Alabado sea Yavé.

Aunque usted contesta, ¡vale tío!, el resto de la piadosa muchedumbre que le rodea responde: Lo dicho, amén.

Cuando usted, mi perplejo lector, ha terminado de escuchar ese mensaje, no tiene más remedio que comentar a la persona que se encuentra a su lado:

Estos pájaros siempre lo mismo; saben lo mal que les sienta el vino, pero ellos dale que dale a la frasca.

Se puede ser creyente o no, pero si algo resulta evidente después de leer e interpretar con lógica las Escrituras, es la rotunda certeza de que Yavé no se presentó ante los hombres para ordenar disparates y supersticiones absurdas, consistentes en pintarse orejas y dedos o agarrarse a unos cuernos. Quien así lo piense y lo difunda, además de pretender burlarse del resto de la humanidad, está faltando gravemente al respeto que se debe a nuestros ilustres visitantes.

Y ahora se me presenta una excelente ocasión para efectuar una puntual aclaración respecto a eso de impregnar de sangre el lóbulo de la oreja y los pulgares o dedos gordos de las manos y pies derechos (Éx. 29, 20). Y tal vez, esta breve explicación nos ayude a comprender determinadas interpretaciones que aquellos hombres hicieron hace miles de años.

Lo primero que nos llama la atención es que, tanto los pulgares como los lóbulos de las orejas son terminales nerviosos de la cabeza y de las extremidades; y que los vasos sanguíneos de los dedos de los pies son los más alejados del corazón. Y podemos preguntarnos: ¿qué nos quiso decir Yavé cuando señaló esas zonas anatómicas?

Pues, yo no lo sé; pero tal vez algunos médicos sí que lo sepan; no digo todos, sólo digo algunos. De todas formas, parece muy posible que aquellos visitantes utilizasen unos puntos concretos de nuestro organismo, que son especialmente sensibles e idóneos para un estudio genético, biogenético o, sencillamente, para un diagnóstico o para una terapia.

Posiblemente, en esos puntos anatómicos se realizaban las punciones para la extracción de muestras de sangre; porque, lo que resulta muy poco probable, es que el Señor de los Cielos anduviese recomendando que se impregnasen de sangre de oveja las orejas de los sacerdotes. Y además, si advertimos las primeras palabras del versículo 19 que dicen: Toma otro carnero…, y si también recordamos la Regla de Oro, y comprenderemos quien salía beneficiado con ese asado, no tendremos muchos problemas para admitir lo que se pretende conseguir en esos versículos.

Y después de propinar un cariñoso tirón de los lóbulos de las orejas de los sacerdotes, como conclusión de estas interpretaciones sobre la orden de Yavé de construir ese velador-bandeja con cuernos, creo estar en disposición de poder decir que:

Uno. Que este mueble servía para perfumar, desinfectar y desinsectar el recinto del tabernáculo.

Dos. Que todos los días dos veces ––a primera hora de la mañana y al caer la tarde–– la nube de incienso dificultaba la visión de los que sucedía en el tabernáculo, y nadie podía ser testigo de la oculta manipulación que el sumo sacerdote hacía sobre el candelabro. Y, por supuesto, el día de la expiación, un humo muy denso y espeso escondía todo aquello que sucedía tras la tupida cortina-velo, cuando Arón, mediante el pectoral y el arca, se comunicaba con Yavé.

Tres. Que está dentro de lo posible, que en ese altar se vaporizara una sustancia oleosa, proporcionada por el mismísimo Yavé, con un fin muy determinado.

Y cuatro. Que, como veremos en su momento, ese asunto de los cuernos tiene una plena justificación.


LOS PERFUMES, LOS ÓLEOS Y EL TIMIAMA. (21*5)


En el mundo antiguo, y todavía en estos tiempos actuales, sobre todo en determinados países y culturas, la importancia del perfume fue y es tan considerable que constituye una parte nada despreciable de su civilización y, por supuesto, de su economía. Cualquiera que haya tenido la suerte de viajar por los países del próximo oriente me dará la razón. El entusiasmo por el negocio de los perfumes es evidente, y esa costumbre, casi fervor, por los aromas, fragancias e inciensos, no es algo de nuestros días. Claro que no es necesario irse a Oriente; basta con recordar los televisivos anuncios de aguas de colonia y perfumes de las épocas navideñas y demás festividades dedicadas a la nueva devoción del Santo Regalo.

Que los perfumes han jugado un papel muy importante para los hombres, y por supuesto para las mujeres, lo demuestra el hecho de que en busca de las materias primas (las especies) con las que fabricar las esencias, en un momento de la historia de la humanidad, el hombre recorrió el medio mundo conocido y descubrió el otro medio. Por esta razón, casi podríamos afirmar que hubiera resultado muy extraño que en aquellos textos bíblicos que, de alguna manera, fueron espejo y reflejo de las costumbres de la época, no hubiéramos hallado alguna referencia a este tema. En el capítulo treinta del Éxodo, y con posterioridad en el treinta y siete, se trata sobre esta materia; allí se hace mención de su fabricación y se regula el uso de los perfumes, los inciensos y los óleos.


LA OCULTACIÓN DE INGREDIENTES Y FÓRMULAS (21*6)


Pero como sucede en casi todos los capítulos del Éxodo, nos resulta penoso advertir que también en estos asuntos de los óleos se ponen de manifiesto las manipulaciones y los desinteresados pegotes sacerdotales con lo que, entre otros perjuicios, nos han impedido comprender las auténticas y verdaderas razones de Yavé. La rapacidad y la avaricia de los aceitosos ungidos llegan a ser absolutamente indignantes. Y no solamente por su avidez, su codicia y su ansia de pringue resultan despreciables, sino porque, como consecuencia de sus añadidos, alteraciones y ocultaciones, han distorsionado el mensaje de Yavé hasta el punto de conseguir, que en ocasiones, aparezca totalmente irreconocible.

Veamos, por ejemplo, los versículos treinta y dos y treinta y tres de Éx. 30: No se debe derramar sobre el cuerpo de ningún hombre; no haréis ningún otro de composición parecida a la suya. Santo es y lo tendréis por cosa sagrada. Cualquiera que prepare otro semejante, o derrame de él sobre un laico, será exterminado de su pueblo.

Como se puede comprobar, los sacerdotes siempre en las tareas propias de su selecto papel: aprovechándose, prohibiendo y amenazando.

Según sus devotas afirmaciones, condicionadas por su piadosa tolerancia y generosidad, Yavé había pensado que se debía establecer una significativa diferencia entre el sacerdote y el laico. Y esta distinción debía ser tal, que ni siquiera el olor que emanase de sus cuerpos, podía ser el mismo. Era absolutamente imprescindible marcar la diferencia para que se pudiese apreciar, desde la muy recomendable y respetable distancia que se debe mantener con el pueblo, que allí, sin la menor duda, se encontraba un imponente sacerdote, un solemne representante de la divinidad.

Y como casi siempre, eso no es así. Yavé proscribió que aquel óleo fuese derramado sobre cualquiera de los hijos del hombre; así consta en Éx. 30, 32: no se debe derramar sobre el cuerpo de ningún hombre. Si captamos el auténtico sentido del mensaje, olvidaremos las sagradas diferencias entre sacerdotes y laicos. Con él, con ese óleo, según consta en Éx. 30, 26-28, se debían rociar todos los muebles del tabernáculo, pero de ninguna manera se impregnaría cuerpo de hombre alguno. Yavé no discrimina; a Yavé lo mismo le da que sea un miserable paisano laico o un reverendo y venerable sacerdote.

Y, ¿saben por qué?

Pues, sencillamente, porque el óleo de la unción no era un producto inocuo. Aquel aceite llevaba mucho peligro. Quien no lo crea, que se lo pregunte a Nadab y Abiú. Claro que el Nafta, al que se hace referencia en II Macabeos 1, 33-36, en una evidente relación con los sucesos de Lev. 9, 22-24, tampoco es una broma.

Pero, como ahora veremos, los sacerdotes levitas no se conformaron solamente con esa alteración de las disposiciones de Yavé; de ninguna manera.

Hoy día, con el objeto de preservar el secreto de las fórmulas, las técnicas y los métodos que equilibren las mezclas, existe una guerra implacable en el mundo de los perfumistas. De todos es conocido que las competencias por las patentes de los laboratorios han dado ocasión a verdaderos conflictos. De esa misma forma, con la patente que les otorgaba su indiscutible poder terrenal, los astutos sacerdotes no tuvieron el menor decoro en ocultar algunos esenciales procesos y componentes de los óleos y de los perfumes.

En Éx. 30, 34, se dice: Yavé dijo a Moisés: Procúrate en cantidades iguales aromas: estacte, uña marina, y gálbano, especies aromáticas e incienso puro. Prepara con ello, según el arte del perfumista, un incienso perfumado, sazonado con sal, puro y santo;

En primer lugar, es conveniente destacar que uno de esos componentes, la uña marina o uña olorosa, no está identificada, y mientras que para unos se obtenía de un molusco, otros afirmaban que era un producto vegetal. Pero además, y según se advierte fácilmente, no se facilitan ni las cantidades ni el peso de los ingredientes, pues simplemente se dice: Procúrate cantidades iguales. ––Ni siquiera al barman levita más ignorante, aquel que se beneficia en la discoteca El Santo Garrafón, se le ocurre mezclar los ingredientes de un coctel en cantidades iguales—. Y para colmo del camuflaje, se ocultan algunos componentes que solamente se citan como especies aromáticas, pero que no se identifican ni se definen.

Insistiendo en estas dos frases anteriores, debo añadir que en la Torah, en ese mismo versículo treinta y cuatro del capítulo treinta, no consta que deban tomarse cantidades iguales; y para remate, procurando la más adecuada y rentable confusión, al mismo tiempo que se modifican los productos integrantes de la mezcla, se deja constancia de que son dos las especies que no se identifican: Toma para ti estas especies: estoraque (en lugar de estacte) y clavo de olor (en sustitución de la uña marina) y gálbano aromático, y dos especies más, e incienso puro.

Naturalmente, se silencian los procesos de fabricación, según el arte del perfumista. Y aquí es donde podemos encontrar el meollo de la cuestión:

Sin especificar el peso o la cantidad, y ocultando un par de componentes, un millón de químicos elaboraría un millón de productos diferentes.

Y, por si todo esto fuera poco, y previniendo que algún sacerdote se dejase corromper ––algo casi inimaginable, habida cuenta de su proverbial honradez––, o que, bajo tortura y martirio facilitase la formula y el procedimiento, en los versículos treinta y siete y treinta y ocho, se prohíbe la imitación o falsificación, y se dispone el más severo castigo para el infractor: la pena de muerte.

Todo muy propio de ese astuto y codicioso gremio que incluyó en los textos bíblicos otro episodio de terrible exterminio motivado por la ambición. Episodio que yo invito a leer en el original, y del cual, desvergonzadamente, atribuyeron su autoría a Yavé. Un relato al que pusieron punto final con esta frase: ...para memoria de los hijos de Israel, para que ningún extraño a la estirpe de Arón –o sea, para que ningún seglar− se acerque a ofrecer el timiama ante Yavé para no incurrir en la muerte... (Núm. 16, 5-40)

Y lo peor de todo este asunto, no es la enojosa realidad de que ya desde entonces nos impidieron conocer la totalidad de los ingredientes, la proporción de la mezcla y el sistema de elaboración del perfume, lo más triste, y al mismo tiempo paradójicamente cómico, es que ahora, ellos mismos, al haber extraviado u olvidado la fórmula, tampoco pueden manufacturar aquellos extraños óleos que fueron elaborados según las instrucciones de Yavé. Su “piadosa” manipulación nos ha incapacitado para interpretar las intenciones de Yavé y nos ha imposibilitado saber:

¿Qué pretendió el Señor de la Gloria? ¿Por qué razón, según consta en Éx. 30, 36, una parte de aquel compuesto de distintas sustancias, conocido como el enigmático timiama, no debe ser incinerada sino que, únicamente, ha de ser pulverizada y esparcida en torno del arca del Testimonio? Y sobre todo, deberíamos preguntarnos: ¿proporcionó Yavé alguna fórmula con ingredientes productores de emanaciones adecuadas y saludables para inhalar en recintos más o menos cerrados?; ¿entregó a los hijos de los hombres fórmulas de esencias desinfectantes? ¿mostró unos componentes curativos para bálsamos, pomadas, linimentos o ungüentos beneficiosos para la salud, aunque sólo fuese para aplicarlos en el lóbulo de la oreja?

Tal vez, “alguienes” nos han querido convencer de que aquellas sustancias, que posiblemente emanasen un agradable aroma, eran simples artículos de perfumería. “Alguienes”, que con toda la pompa de sus ridículas y trasnochadas ceremonias y ritos, afirmarán solemnemente que no eran unos productos curativos o sustancias químicas de enorme utilidad para los hijos del hombre.


LA INCÓGNITA DEL ÓLEO DE LA UNCIÓN (21*7)


Pero además, de entre todas las incógnitas destaca una:

¿Para qué debía ser utilizado, en verdad, el óleo de la unción? ¿Era solamente un pringue oloroso? Es realmente una adversidad no poder obtener respuestas a estas cuestiones. Nos negaron el acceso a esas fórmulas, a esos desconocidos componentes y ocultas especies; nos hurtaron el derecho a saber si esos perfumes, si esas mixturas, si esos elixires dotados de misteriosos elementos, podían tal vez conceder o preservar la salud, e incluso, si gozaban de cualidades y propiedades que todavía el hombre está lejos de conocer. Además, ¿qué quiere decirnos Yavé con éstas palabras del versículo veintinueve?: Así los consagrarán y serán santísimos; cuanto los tocare será santo. ¿Quiere esto significar que el óleo hace santo (purifica y limpia) aquello que toca?, ¿o por el contrario Yavé advierte, que para recibir los óleos, se debe ser o estar “santo” o lo que es lo mismo, estar bien limpio y aseado?

Yo no lo sé. De cualquier forma, es muy posible que Yavé insistiese, una vez más, en la necesidad y obligación de santificarse, de asearse, de higienizarse. Tal vez, con otras palabras, les recordó estas tres realidades: que había ordenado construir una tinaja; que aquel recipiente estaba lleno de agua; que el agua contenida no era para beber.

De entre toda esta triste secuencia de preguntas sin respuestas, ha surgido una nueva cuestión que también deseo plantear y que se refiere a la palabra UNCIÓN. La incógnita, que se tratará de despejar en otro capítulo, apunta al significado de esa palabra –a su semántica−, a su raíz etimológica y al acto de la realización del procedimiento.


RESUMEN DEL CAPÍTULO XXI

El incensario podía tener varias utilidades:

Uno. Purificar, limpiar y sanear el ambiente.

Dos. Facultar la elaboración de una mezcla curativa.

Tres. Producir un fluido o una emanación que tuviese unas propiedades ignoradas para los hombres, pero muy útiles para el funcionamiento del oráculo como distribuidor de energía.

Cuatro. Ocasionar una considerable humareda que impidiera la visión de lo que sucedía en el Santísimo. Sin embargo, si era ésta la utilidad, podía haberse eludido, simplemente, tejiendo un velo menos transparente.

No deseo concluir el tema del “altar” de los perfumes, sin señalar, que según he podido advertir, no se tiene mucha seguridad en cuanto a la colocación de este utensilio, pues, mientras que en Éx. 30, 6 consta que este pebetero fue colocado en el lugar Santo, junto al velo de separación, o sea, fuera del lugar Santísimo, por otra parte, he advertido que algún cronista muy posterior a los acontecimientos del Sinaí, lo coloca al otro lado del velo, o sea, en el lugar Santísimo. (Heb. 9, 4) Y esa contradicción no debería pasar desapercibida. Yo, por mi parte, entiendo que todo dependerá de la intensidad de la humareda y de la transparencia de aquel velo.

En lo que se refiere a la expiación con sangre sobre el “altar del incienso”, es solamente una añadidura más; otra piadosa y flagelada aportación sacerdotal. Yavé sólo ordenó su minuciosa limpieza una vez al año, pero los astutos ungidos decidieron reaprovechar aquella instalación con la intención de proporcionarse una buena merienda, y ya que la sangre debería salir de alguna parte, ¿qué mejor que de un buen becerro? Ni al más inapetente de los sacerdotes se le pasó por la cabeza sacrificar una pequeña y humilde paloma.

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