INTRODUCCIÓN A LA SEGUNDA PARTE

Los hebreos llegan al Sinaí (ISP*1). La Península del Sinaí (ISP*2). Ubicación del campamento hebreo (ISP*3). Primera opción (ISP*4). Segunda opción (ISP*5).


LOS HEBREOS LLEGAN AL SINAÍ (ISP*1)


A pesar de carecer de una verdadera importancia, debo resaltar que no está muy claro lo que entiende el escriba por “salida de Egipto”. No sabemos con certeza si está refiriéndose a la partida desde la ciudad de Rameses (Éx. 12, 37) –momento en que se inicia el Éxodo–, o si el impreciso cronista, comienza la contabilidad en aquel memorable día en el que los hebreos atraviesan el pantanoso mar de las Cañas en las cercanías del mar Rojo (Éx. 15, 22). Posiblemente, y teniendo en consideración Éx. 12, 41 y 51: “aquel mismo día salieron de la tierra de Egipto…; aquella noche… le sacó de la tierra de Egipto…; aquel mismo día sacó… de la tierra de Egipto a los hijos de Israel”, el cálculo se inicia en el mismo momento en que comienza la apresurada emigración, o sea, cuando abandonan sus casas en la ciudad de Rameses. Pero, si tenemos en cuenta que no todos los hebreos salieron de Rameses, y que desde esa ciudad hasta el desierto del Sinaí existe un buen trecho de territorio del país egipcio, no parece muy explícita la reseña del copista. Mi opinión, como casi siempre discrepante, es que la contabilidad de los días no se inicia en Rameses ni tampoco en el mar Rojo, sino que comienza cuando Yavé hace acto de presencia entre Sucot y Etam (Éx. 13, 21 y 22). Y además, lo que se contabiliza, no son los días de viaje de los hebreos, sino el tiempo de permanencia de Yavé entre aquellas acosadas gentes.

Pero, como acabo de indicar, esto carece de una verdadera importancia y no debería preocuparnos demasiado el lugar del arranque del Éxodo, porque, en realidad, tal y como luego veremos, ni tan siquiera es completamente cierta la afirmación de que hubiesen abandonado Egipto, ni en el momento de salir de Rameses, ni en Etan, ni en Sucot, ni cuando se internan en la península del Sinaí al otro lado del mar Rojo; ni siquiera después, durante el año en que Israel estuvo acampado frente a la montaña. No obstante, y habida cuenta del contenido de Éx. 19, 1 que dice: El primer día del tercer mes después de la salida…, he considerado conveniente destacar esos dos meses de periplo, para que se tenga constancia de que no resulta un periodo incierto e indefinido como, por ejemplo, el que transcurre desde el acontecimiento de la “zarza ardiente” hasta que Moisés se presenta ante el faraón, e incluso, el indeterminado tiempo de duración de las diez plagas. Aquí, en el momento de llegar a la montaña del Sinaí, se dice con toda claridad y exactitud que han transcurrido dos meses. Y sucede, que ese espacio de tiempo y los fructíferos meses siguientes hasta completar un año, como después se podrá comprobar, tienen una significación trascendental.

Todo esto viene a cuento, porque resulta sumamente interesante advertir, y me parece que esto tampoco se ha señalado nunca o al menos no se ha resaltado suficientemente, que desde el mismo momento que en Sucot hace su aparición la Gloria de Yavé con su nube, la cronología de los sucesos está muy presente en todo el relato del libro del Éxodo, y que el calendario no se pierde de vista en ningún momento. Se puede y se debe hacer constar, y posteriormente se debería meditar sobre ello, que los hebreos contaron y registraron con gran precisión los días que transcurrían. Y esto resulta llamativo, porque después, a partir de un triste momento, nuevamente deja de ser importante el devenir de los días, de los meses e incluso de los años. Cuando el pueblo hebreo desmonta y levanta el campamento que tenía instalado al pie de la montaña del Sinaí –fuese la montaña que fuese y estuviese donde estuviese–, cuando aquel abatido gentío se despoja de sus galas (ÉX. 33,6) y se pone nuevamente en marcha, iniciando un camino que muchos años después les conduciría hasta la tierra prometida, desde aquel instante, repito, el tiempo deja de tener la menor importancia. Así, pues, con estos breves comentarios he pretendido dejar evidencia de una incuestionable realidad que encontramos reflejada en Núm. 10, 11, y que nos viene a definir con toda claridad, que en ese desdichado día en que levantan el campamento y reinician el peregrinaje por el desierto, en ese momento en que se alejan de la de la montaña del Sinaí, había transcurrido exactamente un año, un mes y veinte días, desde que Israel atravesó en mar de las Cañas, o desde que había abandonado la ciudad de Rameses, o, como yo afirmo, desde que la Gloria hace acto de presencia en Sucot. Y resulta muy significativo, y por supuesto determinante para una interpretación adecuada, ese preciso cómputo del tiempo que Moisés se preocupa por señalarnos con toda exactitud.

Hecha esa llamada de atención que, como se verá en su momento no pretende la apertura de un debate bizantino, tengamos ahora constancia de otra precisión. Para ello, vamos a buscar aclaración a un comentario que, como de pasada, acabo de efectuar.

Afirmar que el pueblo de Israel ha salido de Egipto, encontrándose como se encuentra en todo momento y durante bastantes años en la península del Sinaí, no es del todo correcto; es más, se puede decir que no es ni siquiera un poquito correcto. Aquellos desiertos, en realidad la casi totalidad de la península del Sinaí, estaban bajo la soberanía del faraón. Una prueba de ello, además de las que aportan los estudio históricos, la encontramos en el episodio bíblico de Éx. 2, 15, cuando Moisés, huyendo de la justicia del faraón, se ve obligado a cruzar todo el Sinaí egipcio e internarse en los territorios de Madián. Así pues, eran los egipcios, y siendo más precisos y exactos deberíamos decir que eran sus guarniciones, sus prisioneros, sus esclavos, y sobre todo, las gentes expulsadas de su imperio, los que habitaban aquellos casi estériles territorios, trabajando en las minas de cobre y de turquesas existentes en esos parajes. Por supuesto, también es muy cierto que por allí merodeaban e incluso se asentaban temporalmente junto a los pozos, un buen número de tribus nómadas. Pero todos ellos, sin la menor duda, estaban controlados por destacamentos avanzados de soldados del ejército egipcio.

Acabo de referirme a “las gentes expulsadas de su imperio”, y, puesto que estamos en una introducción que pretende facilitarnos la escena, y sobre todo la puesta en escena, también creo muy conveniente intentar precisar esta afirmación.

Como todo el mundo se puede imaginar, ya entonces, los bondadosos tiranos, faraones, reyes, príncipes y, por supuesto, los políticos profesionales y los piadosos sacerdotes tenían enemigos. Unos enemigos, que en ocasiones eran excesivamente numerosos. Cuando esto ocurría, y con el fin de evitar ser calificados como intolerantes, algo que no se consideraba políticamente correcto, procuraban no deshacerse de los cuantiosos disidentes usando de aquel frecuente y expeditivo sistema que hacía muy recomendable la utilización del Libro de los Muertos. En estos casos en los que se decidía no facilitar a los malignos adversarios el ansiado tránsito a una vida mejor, a una vida en la que ya no existía el temor a la muerte, se solía recurrir a la pena de destierro o deportación. Para llevar a término esa tolerante y rehabilitadora condena, en el colmo de la generosidad, se intentaba seducir a los rebeldes con dos tentadoras ofertas y, para ello, se les mostraban dos atractivos destinos: residencia vitalicia en los oasis del desierto líbico (Dunqul, Kurkur, Kharga o Dakhla) o vacaciones indefinidas en los desiertos del Sinaí. Los hebreos, por razones evidentes, eligieron esta última opción.

Con este apunte aclaratorio he pretendido resaltar que los israelitas fueron expulsados al desierto del Sinaí, y que allí permanecieron varios años en unos territorios sometidos a Egipto. Con lo cual nos encontramos con la paradoja de un pueblo que había salido de Egipto, pero sin salir de Egipto. Y esto, que tal vez pueda parecer de escasa importancia, es muy revelador, y además, revelador o no, es la verdad. Moisés, con el consentimiento del faraón, mejor dicho, con el mandato-mandamiento del faraón, condujo al pueblo de Israel desde unas tierras de Egipto a otras tierras también de Egipto. Conviene que no olvidemos esta realidad donde se nos revela que el pueblo hebreo permaneció durante esos “cuarenta años” en un territorio, que si no era la casa de servidumbre, era al menos una "finca" que pertenecía mismo casero; que, por supuesto, se encontraban dentro del imperio egipcio y, por lo tanto bajo el dominio y la protección del faraón; y que, como conclusión evidente, todo aquello sucedió con el beneplácito de las autoridades egipcias. Y entonces nos preguntamos: todo ese lío de las plagas, ¿para qué?; maldiciones bíblicas, ¿para qué?; endurecimientos de corazón del faraón, ¿para qué?; muertes de primogénitos, ¿para qué?; enfermedades y desgracias, ¿para qué?, ¿para no salir del país?; ¿para seguir bajo el dominio del faraón?

Vamos a entenderlo: Al parecer, y según el libro del Éxodo, los hebreos, en su “salida” de Egipto, son los responsables de la muerte del faraón y todo su ejército en la travesía del mar Rojo. Sin embargo, eso carece de importancia para los egipcios que generosamente, olvidando y perdonando cualquier agravio, permiten que, sin el menor castigo, los causantes de tantas desgracias permanezcan dentro del imperio. ¿Que han muerto miles de soldados? ¡Ellos se lo han buscado! ¿A quién se le ocurre ir a molestar a los hebreos?

La realidad y la lógica nos dice que allí no se dio libertad a ningún pueblo subyugado; que ni siquiera se decretó una expulsión de los territorios egipcios. Más bien, debemos entender que la orden del faraón fue de alejamiento, de extrañamiento o deportación dentro de la misma nación egipcia, o al menos, el traslado a un áspero enclave dentro de su jurisdicción y bajo su dominio como protectorado. Además, tal y como ya afirmé al finalizar el capítulo primero, “ni el faraón más falto y más espeso, pone junto a sus fronteras a un ejército poco amistoso de más de medio millón de hombres”. Por supuesto, debemos admitir que ante la justificada indecisión de los hebreos para penetrar en los desiertos del Sinaí, los soldados del faraón les obligasen a cruzar los cenagales del mar de Suf. Igualmente reconocemos, que para ese trance, los hebreos recibieron la ayuda de la Gloria de Yavé.

Como ya se ha mencionado en este estudio, y según se desprende de la lectura de los episodios del Génesis y del Éxodo en los que se relaciona el país del Nilo con los patriarcas Abraham, Jacob y José, Egipto, como toda nación poderosa y con una economía bastante más saneada y favorable que la de sus vecinos, recibía con frecuencia invasiones pacíficas de gentes nómadas. Gran cantidad de esos “invasores” desaparecían como pueblos al ser absorbidos por el resto de la población aborigen –algo semejante debió ocurrir, siglos después, a las diez tribus perdidas−, pero cuando alguna comunidad de aquellos inmigrantes, por las razones que fuesen, no se integraban en la cultura y costumbres de la nación egipcia y permanecían voluntariamente marginados y diferentes, eran considerados poco fiables, peligrosos o simplemente molestos. En esos casos, con la menor excusa eran deportados a otros territorios egipcios muy poco apetecibles para los naturales del país. Uno de los destinos más frecuentemente utilizados con ese propósito era la península del Sinaí (Éx. 12, 38). Desde allí, forzados por lo inhóspito del lugar que les alentaba a permanecer el menor tiempo posible, cada pueblo se buscaba la vida. Algunos, como los hebreos, intentaron y consiguieron tras muchos años de lucha, y por supuesto, después de cuantiosas muertes propias y de sus enemigos, conquistar los territorios limitados por el Jordán y el Mediterráneo.

Todo esto nos facilita dos conclusiones:

Primera: Tal y como se comentó en el capítulo quinto, cuando se hizo referencia al vulgo advenedizo, Yavé y sus ángeles dieron protección y cobijo, además de al pueblo hebreo, a otras razas, etnias y tribus de los hijos del hombre.

Segunda: Únicamente, cuando unos veinte años después del inicio del Éxodo penetraron en los territorios de Esaú, en Moab, en la cabecera del golfo de Aqaba (mar Rojo), se puede decir con absoluta propiedad que el pueblo hebreo había salido de Egipto.


LA PENÍNSULA DEL SINAÍ (ISP*2)


Puesto que, de momento nos encontramos en la península del Sinaí, y teniendo en cuenta que tal y como se podrá comprobar en los siguientes capítulos, aquí vamos a permanecer una larga temporada, sería conveniente realizar algunas otras precisiones con el objeto de poder apreciar unas muy determinadas y significativas características de esa desértica región.

Primera:

Entiendo muy necesario aclarar que, de todos esos áridos territorios comprendidos entre el Mediterráneo y los dos golfos del mar Rojo, península, lo que se dice península, solamente lo es la parte más meridional, la zona de los macizos montañosos delimitada por el norte mediante una línea imaginaria –paralelo 30–, entre las cabeceras de los golfos de Suez y de Aqaba. Pero recordando que siempre se ha considerado que los hebreos al salir de Egipto penetraron en la península del Sinaí, y que durante un montón de años se desplazaron por el desierto de Farán y los montes de Seir, moveremos un poco los cotos y entenderemos como península de Sinaí a toda ese área geográfica que, bañada por el mar Rojo al sur, queda delimitada por el norte desde el brazo más oriental del Nilo hasta los territorios de Canán –paralelo 31–.

Segunda:

Se habla, o al menos se habló mucho y durante mucho tiempo, de un enigmático triángulo en el Atlántico Norte. Pues bien, si algún lector quiere admirar un verdadero triángulo equilátero, que busque en un atlas esa región del Sinaí. Si así lo hace, advertirá al instante que la península en sí es un triángulo bastante regular. Luego, si a continuación y para entretenernos, prolongamos las líneas naturales que conforman esa bíblica y abrupta península, podemos pasar un ratito muy interesante. Basta con que tracemos una línea recta que arrancando desde el vértice sur peninsular y siguiendo su costa oriental, la costa que bañan las aguas del golfo de Aqaba, finalice al norte del mar Muerto; acto seguido, desde ese punto geográfico, lanzamos otra línea hasta las pirámides de Gizeh; y, para finalizar, partiendo de la zona de las grandes pirámides, imaginamos una tercera recta que descienda nuevamente hasta el vértice meridional de la península del Sinaí. Si trazamos esas tres líneas, podremos comprobar que los sucesos político-religiosos más importantes y transcendentales de la historia de la humanidad, ocurrieron en el interior de un triángulo equilátero casi perfecto; en el cual, dos de sus vértices son, ni más ni menos, unos enclaves humanos tan interesantes y determinantes como El Cairo y Jerusalén; y que su tercero vértice, Sharm el Sheij, que delimita por el sur la península sinaítica, resulta, en mi exclusiva opinión, tan importante como los otros dos. En su momento, cuando se trate de la posible radicación del campamento hebreo, se intentará explicar el motivo de mi “exclusiva opinión”. De cualquier forma, éste sí que es un triángulo como Dios manda.

Tercera:

Aprovechando que tenemos el atlas a mano, echemos una ojeada a la estratégica situación de la península del Sinaí. Es muy curioso lo que observamos. Resulta que esa península, exactamente una parte de ella, el istmo de Suez (Ismailía), es el punto de unión de tres continentes: África, Asia y Europa, o al menos, el puente entre África y el supercontinente conocido como Eurasia. Ejemplo al canto: Un caminante, que partiendo desde Sevilla o desde Moscú o desde Pekín, pretendiese llegar a cualquier país del África continental, deberá pasar, sin ninguna excepción, por la península del Sinaí. Adviértase que he dicho un caminante; y téngase en cuenta que la mayoría de los caminantes no saben andar sobre las aguas, y que algunos, ni siquiera saben nadar. O sea, que esos más de sesenta mil kilómetros cuadrados de territorios desérticos, por su privilegiada situación, resultan una encrucijada de culturas, y son el camino más lógico para unir el norte con el sur. Si ese no es un punto estratégico, que venga Dios y lo vea.

Cuarta:

Y hablando de venir Dios a verlo...

Teniendo en cuenta las características reseñadas, “supongamos” que hace muchos años, pongamos unos tres mil quinientos, unas inteligencias procedentes de esos mundos de Dios, y antes de llegarse hasta nosotros en un largo viaje turístico, pretendiesen observar el planeta Tierra. En ese caso, en cuanto que esas inteligencias fuesen un poco “espabiladas”, estaban casi obligadas a enfocar sus cámaras en dirección a esa interesante zona del Sinaí.

¿Y eso?

Pues, porque sucede, y así lo debemos tener muy en consideración, que por muy sofisticados y perfectos aparatos ópticos que tuviese a su disposición esa “espabilada inteligencia visitante”, debería procurar que sus instrumentos de observación estuviesen enfocados hacia un lugar de escasa nubosidad. Y resulta que la península del Sinaí es uno de los lugares de este planeta que une la línea isonefa de las zonas con menos nubosidad. En esos parajes sinaíticos, las nubes solamente cubren el cielo un máximo de cinco días al año; el aire es seco y puro; la luz resplandeciente y la atmósfera nos ofrece, casi siempre, una gran transparencia.

Nota: En el solsticio de verano, en esa latitud, se recibe una insolación de casi 1000 langleis/día.

Por todo esto, resultan ser el objetivo idóneo para una vigilancia continuada, y no existiría la menor posibilidad de que cualquier suceso escapase a la observación, a menos que el viento simún organizase una de sus magnificas polvaredas. Siempre he pensado que lo que Dios no quiere ver, el diablo se lo cuenta; pues bien, posiblemente en este caso, “dios” no tuvo que recibir chivatazo del “maligno”. Y, al parecer, aquellas “avispadas inteligencias” tenían verdadero interés en conocer de primera mano esa zona tan especial.

Quinta:

Por supuesto, existen otros lugares en el mundo que padecen esa misma escasa nubosidad –por ejemplo, Atacama o Nazca– y que por lo tanto, pudieran resultar muy apetecibles para estudiosos observadores y, tal vez…, pero bueno, dejemos eso y sigamos a lo que estábamos.

Las relaciones amistosas y menos amistosas entre los “liberales” faraones egipcios y el resto de los “democráticos tiranos” de aquellos países del medio oriente, impulsaban –o como se diría ahora, potenciaban–, los contactos entre aquellos pueblos. En los tiempos del Imperio Medio, la ruta que unía los países del Rift, y más en concreto, el llamado Creciente Fértil −del Éufrates al Nilo−, era transitada por todo tipo de gentes de las más distintas razas, culturas y costumbres. Y todo ese muestrario de personal mantenía por la zona del istmo de Suez un tráfico de hora punta.


UBICACIÓN DEL CAMPAMENTO HEBREO (ISP*3)


Hemos decidido aceptar que bañada por el Mediterráneo y los dos golfos del mar Rojo, Sinaí es una península que ahora conocemos un poquito más; y tampoco tenemos inconveniente en admitir que es un lugar señalado, no sólo en la geografía de nuestro planeta, sino que, posiblemente, constituya un punto muy bien indicado y perfectamente determinado en los mapas del universo.

Pues bien, es aquí, es en estos áridos desiertos, donde procedentes de las tierras de Gosén, el pueblo hebreo acaba de llegar al pie de una montaña. Y también es aquí donde se han producido, y así lo hemos hecho constar, los sucesos más importante que ha vivido la humanidad, y que no son solamente importantes para el pueblo hebreo −que sin duda fue protagonista y testigo de excepción−, sino que son absolutamente determinantes para la totalidad de los hombres.

Nota: Nadie puede ni debe albergar la menor duda sobre la inmensa influencia, que para bien o para mal, han ejercido los relatos contenidos en el libro del Éxodo. Una transcendencia que, además de los fieles creyentes de las religiones monoteístas, trasciende e influye sobre el sufrido resto de los hijos del hombre que no creemos en los dioses verdaderos.

Sin embargo, y a pesar de su formidable interés, nadie sabe todavía el lugar exacto donde se produjeron aquellos asombrosos acontecimientos. Y esto es así, porque ni Yavé ni Moisés consideraron en absoluto relevante la ubicación del campamento. No obstante, habida cuenta de los disparates acumulados por las iluminadas interpretaciones, y con la única pretensión de intentar demostrar que los dioses también piensan, y por lo tanto, no instalan un campamento para varios miles de personas y animales en un desolador erial si existe la posibilidad de acomodarles en un oasis. Con esta intención, usando de nuestra capacidad de razonar, con las Escrituras en una mano, con un mapa de la zona en otra mano, y con algunos textos que nos describen aquellos parajes en otra mano, se puede realizar un sencillo ejercicio de deducción. Lo siento por ¡aquellos que sólo tengan dos manos, pero sobre todo, lo lamento por los que tienen atrofiada la deseable capacidad de razonar.

A mí, por supuesto, me encantaría poder identificar con toda precisión el lugar concreto de la península del Sinaí en el que tuvieron lugar los citados acontecimientos, pero siento decir que no he conseguido la localización exacta. No obstante, ¡lo que son las cosas!, el tradicional enclave de la Montaña de Moisés, el conocido Yebel Musa, en cuya base se encuentra el monasterio de Santa Catalina, es casi el único lugar de toda la península del Sinaí del que se debe descartar la ubicación del campamento hebreo.

En ese ‘fértil y acogedor’ escenario, conocido como Monte de Moisés, es donde la tradición organiza un campamento para más de un millón de personas (seiscientos mil hombres, acompañados de sus mujeres y sus hijos) y multitud de ganados. El agua que puedes encontrar allí, es únicamente la que lleves en tu botijo.

Y, puesto que hablamos de subsistencia, cocinemos una especulación:

Si a una base de nutritiva lógica, añadimos un poquito de Éx. 17, 17, 18 y 19; un puñadito de Núm. 10, 13 y 33, y una miajita de Dt. 1, 2; si lo acompañamos de algunos pellizquitos de datos históricos, y, si a toda esta empanada agregamos después una pizca de los mapas de la zona, creo que podemos condimentar una exquisita pizza, que nos de fuerza y sustento para encontrar un lugar adecuado en el que emplazar aquel ignoto campamento, que Yavé y los hebreos compartieron durante un año completo. Y, aunque solamente sea una ubicación aproximada, veamos que se puede hacer para justificar, de una manera razonada, esta atrevida afirmación.

Para localizar la montaña y el campamento que estaban situados al pie del verdadero Monte del Sinaí, disponemos al menos de dos opciones. Son dos alternativas, que al contrario de lo que se ha estado haciendo estos últimos tres mil años, no podemos ni debemos despreciar. Existen además, una tercera y una cuarta posibilidad. En la tercera se ubicaría el campamento en la península arábiga, justamente en la orilla oriental del golfo de Aqaba. Es una alternativa a tener en consideración, y que, por situarse en los territorios de Madián, desde siempre ha gozado de alguna credibilidad. La cuarta opción obligaría a los hebreos a un pequeño chapuzón. Sin embargo, a la mayoría de los efectos, estas dos alternativas podemos igualarlas con la primera de las dos posibilidades que se contemplan en este trabajo; y así, de paso, nos quedamos en la península de Sinaí.


PRIMERA OPCIÓN (ISP*4)


Como ya sabemos, Yavé y su tripulación –estos últimos también conocidos como ángeles–, deben desplazar una considerable muchedumbre desde las tierras de Gosén, en Egipto, hasta un lugar que previamente han elegido por considerarlo el más adecuado. Nadie dudará que Yavé procuró el espacio más propicio para en asentamiento del pueblo hebreo.

Y he afirmado que es un lugar previamente elegido, porque así consta en Éx. 3, 12, cuando Yavé dice a Moisés: Cuando hayas sacado de Egipto al pueblo, sacrificarás a Dios sobre este monte. Este versículo nos evidencia que el paraje donde se instalará el campamento estaba ya decidido desde antes de iniciarse el Éxodo. En ese asentamiento, Yavé deberá retener, proteger y alimentar durante un año aproximadamente, a un grupo humano de más de veinte mil personas. No serán los cacareados seiscientas mil infantes acompañados de mujeres y niños, pero veinte mil bocas pidiendo agua y pan, y además pidiendo todos los días, no resulta una broma y presenta un problema logístico de cierta consideración. Y eso, por mucho catering de maná que se organizase.

Y ahora olvidemos las improvisaciones, las providencias divinas, los milagrosos milagros y la magia prodigiosa; por el contrario, tengamos en cuenta que, tal y como he afirmado antes, los dioses también piensan. Entonces, con estas premisas, nos preguntamos: ¿Qué criterio han seguido para la elección del lugar? ¿A la buena de Dios?

Pues, son varios los condicionantes principales que van a determinar la selección de un emplazamiento adecuado: Orografía, clima, existencias de agua, posibilidad de obtener alimentos y, por supuesto, el grado de hospitalidad y tolerancia de los pobladores aborígenes de esos parajes.

Y, como por alguno de esos entornos que condicionaron la decisión de un “dios” tenemos que comenzar, lo haremos por la:

Orografía:

Si alguien se toma la molestia de echar una ojeada a la península en cuestión, comprobará que si algo tenemos en abundancia son las montañas; muchas, muchísimas montañas que se agrupan en compactas cordilleras. Pero al mismo tiempo encontramos cerros; muchos, muchísimos cerros; muchos, muchísimos montículos; y, por supuesto, muchas, muchísimas colinas aisladas; y eso es lo que debemos localizar: un cerro, un montículo, una colina aislada, un otero. Olvidemos una gran montaña.

En Éx. 19, 12, y refiriéndose a la montaña, Yavé dice a Moisés: “Tú marcarás al pueblo un límite en torno, diciendo: Guardaos de subir vosotros a la montaña y de tocar el límite, porque quien tocare la montaña morirá”.

¡Vamos a entenderlo!:

Debemos marcar un límite en torno o alrededor de la montaña; y si lo tocamos, moriremos.

Delimitar un cerro y rodearlo es relativamente fácil; delimitar y rodear una montaña integrada en una cordillera es algo bastante más complicado. Además, una colina de menos de quinientos metros de altitud, no supondría una gran dificultad para el ‘sube y baja’ de Moisés; sin embargo, subir y bajar en varias ocasiones los más de dos mil metros de la tradicional Montaña del Sinaí, constituiría una seria dificultad; y no sólo para Moisés, sino para un experimentado deportista. Por lo tanto, lo que nos dicen las Escrituras y lo que nos aconseja el sentido común, es intentar localizar un montículo aislado.

El clima:

En el interior de esa escarpada y accidentada península nos encontramos en unos territorios con un clima que es el típico del desierto: muy caluroso durante el día y bastante frío por las noches. En los desiertos del Sinaí, en primavera y verano, es muy frecuente una diferencia de más de cuarenta grados en menos de doce horas. A las tres de la tarde se suele disfrutar de sus buenos cuarenta y cinco grados, y a las tres de la madrugada seguimos disfrutando, al mismo tiempo que tiritamos a menos de cinco grados. Pero… pero al mismo tiempo, deberemos recordar que estamos hablando de una península, y que las penínsulas están casi rodeadas de mares; y también sabemos que las orillas de los mares suelen ser lugares bastante templados, puesto que las brisas y la temperatura del agua resultan unos magníficos moderadores del clima. Con esta doble información nos decimos: si podemos elegir, en lugar de quedarnos en el interior del desierto pasando mucho calor y mucho frío, cogemos a los niños y nos vamos a la playa. Nos vamos a pasar una temporada en unas costas de aguas bastante templaditas (entre 22º y 28º). Y lo más determinante: Resulta que están sólo a poco más de cincuenta kilómetros —sí, he dicho cincuenta kilómetros— de la tradicional montaña del Sinaí. Repito, mejor dicho, tripito para que se advierta con claridad: la distancia existente entre un infierno de penalidades y un paraíso es de poco más de cincuenta kilómetros.

¿Tendría usted muchas dudas para efectuar una elección?

Ya me figuraba yo que usted sabría elegir; pero, ¿serían tan listos aquellos viajeros? No lo dude, era bastante listos.

Agua.

En la península de Sinaí no hay agua; esto debe quedar bien claro. Wadis, torrentes y ramblas encontraremos muchos, pero todos absolutamente secos. De vez en cuando, muy de vez en cuando, el cielo se rompe y cae una tromba de agua de mucho cuidado que utiliza esos wadis para arrastrar todo lo que se ponga por medio. Este diluvio –que los bíblicos escribas ignoraban que se llama gota fría− suele durar bastante poco; y precisamente, es esa brevedad la que permite a los moradores de aquellos desiertos poder seguir disfrutando de la pertinaz sequía.

Teniendo esto en cuenta, también deberíamos admitir que procedente de ramblas, ríos y torrentes secos del Sinaí, en las orillas del mar Rojo no vamos a encontrar ni un poquito menos de agua que al pie del Yebel Musa; y por otra parte, conviene recordar que las aguas superficiales y subterráneas, con mayor o menor caudal e infiltración, al final de su trayecto suelen desembocar en el mar.

Tampoco deberíamos olvidar que en las proximidades del monte Sinaí (Yebel Musa), jamás hubo asentamientos humanos, y que, sin embargo, algunos puntos concretos de los golfos de Suez y de Aqaba estaban ya habitados desde muchos siglos antes de que Moisés fuese alumbrado –al menos desde el segundo milenio antes de la Era Común–. Y, rápidamente, haciendo uso de esa sagacidad que nos distancia de unos sabios sacerdotes que dan de beber al ganado con una cucharilla, nos decimos: En algún sitio llenarían los cantarillos aquellos egipcios que vivieron en el litoral del mar Rojo muchos siglos antes del Éxodo.

Y en efecto, tal y como era de esperar, allí, en las costas sinaíticas, encontraremos algún generoso manantial.

Nota: De todas formas, si tenemos en cuenta que el aire, siempre, incluso en el desierto, contiene agua, y si admitimos, tal y como se verá en la segunda y tercera parte, que Yavé manejaba la energía solar, no tendremos otra opción que reconocer que aquellos dioses-viajeros podían abastecer de agua potable a un número considerable de personas.

Alimentos.

Tampoco es para despreciar un hecho indiscutible: Un grupo humano asentado en una ribera marítima tiene bastantes más garantías de supervivencia que si se instala en medio de un desierto; aunque sólo sea a base de la pesca. Y, en cuanto a esto de la pesca, no olvidemos que los egipcios, viviendo junto a ese formidable y bien surtido río Nilo, eran unos excelentes pescadores. De hecho se sabe que en todo Egipto, pero sobre todo en la parte del delta, y más concretamente en el brazo más oriental del Nilo que bañaba la ciudad de Tanis —bastante cerca de Gosen—, la pesca en plan profesional y con un buen número de barcazas, era una actividad que estaba muy desarrollada. Y no sólo en el Nilo; las costas de los golfos de Suez y de Aqaba contaban con un buen número de aldeas y puertos de pescadores.

Nota: De todas formas, que nadie se engañe. El cielo, la tierra, el agua y el aire eran propiedad del faraón y estaban custodiados por las autoridades civiles y religiosas. Nadie, absolutamente nadie, estaba autorizado a cazar o pescar sin la pertinente autorización y maquila del “cuartelillo” o de la “parroquia” más próximos. La transgresión estaba castigada con la pena máxima.

Por último, y haciendo hincapié en este tema de abastecimiento y despensa, es preciso resaltar que esa zona costera del Sinaí −región de Sharm el Sheikh y Ras Mohamed−, era entonces y sigue siéndolo en la actualidad, uno de los lugares más concurridos por aves migratorias que, en sus periódicos desplazamientos entre Europa y África, hacen en esos parajes parada y fonda (Éx. 16, 13). Y si aquellos hebreos-egipcios eran buenos pescadores, con toda seguridad serían unos verdaderos artistas poniendo redes para patos, codornices y palomas que, como casi todo lo que vuela terminaba en la cazuela. Y resulta, que degustando los sabrosos y afamados meros del mar Rojo y comiendo codornices estofadas se puede pasar una muy buena temporada. Y como postres, siempre podían echar mano de aquel dulce maná que les proporcionaba Yavé.

Pobladores nativos.

Si encontramos un paraje con agua potable en una costa templada de un mar limpio, transparente y con pesca, seguramente estamos hablando de un enclave turístico privilegiado. Pero si no es así, si no tropezamos con instalaciones de hostelería y con un buen surtido de agencias y promotores inmobiliarios, podemos asegurar que por lo menos vamos a encontrarnos con algún asentamiento humano. Solamente la carencia de agua podría hacernos admitir que aquel lugar se encontrase deshabitado. Y la escasez extrema de agua no era excesivamente preocupante para Yavé, pues tal y como ya sabemos por los episodios de Mara y la roca de Horeb, la nave Gloria dispone de potabilizadores y, posiblemente, también contaría con desalinizadora y localizador de aguas subterráneas. De cualquier forma, conviene hacer notar, que incluso en los más áridos desiertos, sus expertos moradores pueden localizar un buen número de lugares concretos, donde aprovechando la humedad relativa del aire, se puede conseguir agua. Naturalmente, esos pozos o filtros de rocío, suelen ser “ligeramente insuficientes” para abastecer a un millón de personas y un rebaño.

Relacionado con este asunto de asentamientos humanos, deberíamos recordar el texto de Éx. 17, 8-16. En ese episodio se relata una bronca de regular tamaño que los hebreos mantuvieron con uno de los pueblos moradores de aquellos parajes, los amalecitas —primos-hermanos-ascendientes de las recias pero escasas tribus nómadas de beduinos—. Y resulta que aquellas tribus que llenaban sus odres, botas y botijos por aquellos parajes, posiblemente, fuesen relativamente asequibles para los hebreos del Éxodo.

Así pues, por orografía, clima, agua, alimentos y moradores de aquellas tierras, la balanza se inclina por alejarse del desierto e instalar el campamento cerca de la costa.

Pero además, y por si esto fuese poco −que no lo es−, deberíamos tener en cuenta los versículos Éx. 3, 1 y Éx. 16, 10. En el primero de ellos, en Éx. 3, 1, se dice: Apacentaba Moisés el ganado de Jetró, su suegro, sacerdote de Madián. Llevóle un día más allá del desierto; y llegado al monte de Dios, Horeb...

Según el texto, además de reconocer que aquel extraordinario hombre −príncipe-profeta-hebreo-egipcio−, se ganaba honradamente la vida como pastor, podemos obtener dos lógicas deducciones:

Primera deducción: Que si Moisés apacentaba el ganado del madianita Jetró, es muy lógico suponer que se encontraba en el país de Madián, o al menos muy cerca de los territorios madianitas.

Segunda deducción: Que en un momento determinado traspasó los límites del desierto y llegó al monte Horeb.

Estas deducciones nos conducen hasta una doble conclusión:

Primera conclusión: El monte Horeb estaba en Madián o muy cerca de ese territorio.

Segunda conclusión: Al mismo tiempo nos dice, que Horeb, el monte de Dios, estaba fuera del desierto.

¿Y porque estaba fuera del desierto?

Pues, porque exceptuando a los sacerdotes levitas, que suben para abajo y salen para dentro, las demás personas entendemos perfectamente, que más allá del desierto, es más allá del desierto, o sea, que más allá del desierto, no es el desierto, sino que es más allá del desierto. ¿Alguna duda?

Además, y por otra parte, en Éx. 16, 10 nos encontramos una frase muy interesante: ...volvieron éstos de cara al desierto y apareció la gloria de Yavé en la nube. Si también hacemos la obligada excepción con los levitas, casi cualquier persona puede cavilar y decirse: si te encuentras en medio de un desierto, es realmente muy difícil volverte de cara al desierto. Bueno, en realidad no es muy difícil, sino que por el contrario es muy fácil, puesto que vuelvas la cara para el lado que la vuelvas encontrarás el desierto. Otra cosa muy distinta sucede si estás más allá del desierto. Si, por ejemplo, te encuentras a la orilla del mar, entonces es muy lógico volver la cara al desierto o al interior.

Para una mayor confirmación, en otro además, encontramos que en Núm. 11, 31 se dice: Vino un viento de Yavé, trayendo desde el mar codornices…

Pues bien, en medio del desierto, al pie del Yebel Musa, o sea, en el erial que rodea el Monasterio de Santa Catalina, ni siquiera milagrosamente se reciben vientos marinos. Pueden ser azotados por ásperos vientos del norte, tramontanos, alisios, etc., pero jamás se reciben húmedos vientos marinos.

Concretando:

Sabemos que el monte Horeb se encontraba más allá del desierto; que el campamento hebreo, al menos por uno de sus cuatro puntos cardinales, estaba orientado al desierto, y que recibía los vientos marinos.

Por otra parte, sabemos, que el monte Horeb estaba situado en la tierra de Madián, o al menos entre los territorios madianitas y Egipto.

¿Y por qué sabemos que el monte Horeb se encontraba entre Madián y Egipto?

Pues lo sabemos, porque además de que así se dice en el mencionado versículo uno de Éxodo tres, también consta en Éx. 4, 19, 20, 24 y 27, versículos donde se relata que Moisés abandona Madián y, con su mujer, su hijo, su asno y su bastón, se encamina a Egipto. Y también dicen, que por el camino, se encuentra con su hermano Arón en el monte de Dios. Por lo tanto, el monte de Dios, o monte Horeb, se encontraba en el camino entre Madián y Egipto. A menos, claro está, que Moisés, para hacer un buen rodaje al borrico, hubiera decidido dar un rodeo y anduviese con la parienta y el niño haciendo turismo por el interior del Sinaí.

Así pues, son al menos siete los argumentos que nos inducen a reconocer, que la costa oriental de la península del Sinaí resulta un excelente enclave para instalar un campamento:

Primero. Por reunir unas características climáticas envidiables y disponer de unas reservas alimenticias que lo convierten en un hábitat muy apetecible.

Segundo. Porque los moradores de aquellos parajes, potenciales oponentes a las intenciones y propósitos de los hebreos, eran una comunidad con pretensiones negociables.

Tercero. Porque recibía vientos y brisas marinas.

Cuarto. Por su extremada cercanía con las tierras de Madián, país de Jetró, suegro de Moisés, que tal y como se narra en Éx. 18, hace una visita al campamento hebreo.

Quinto. Porque el monte Horeb, el máximo símbolo del campamento, se encontraba entre Madián y Egipto.

Sexto. Por su proximidad a Quibrot-hat-taba y Jaserot, primera y segunda etapas de Israel cuando reinicia el camino con destino a las tierras de Moab (Núm. 33, 17). –Obsérvese el sorprendente parecido entre Hat-Taba, Tabah y Dahab; así como la semejanza fonética entre Jaserot y Jazirat (isla); y de paso, recuérdese que junto a Tabah se encuentra una jazirat preciosa, la Jazirat de Coral o del Faraón–.

Séptimo. Por cuanto consta en Dt. 1-2, donde se dice que, desde Horeb, la ruta que toma Israel para llegar a Cadesbarne con la intención de proseguir hasta el otro lado del Jordán –lado oriental–, es por el camino de los montes de Seir, o sea, por los territorios de Edom. Y resulta, que la ciudad de Aqaba –la antigua Elana o Azión-geber−, era la población más importante de Edom, y por lo tanto, posiblemente fuese la residencia de sus gobernantes. Y recordemos, que según Núm. 20, 14-21, Moisés, tras abonar el peaje, consiguió el permiso al rey edomita para atravesar esas tierras; y sucede, que para pedir permiso al rey, aunque no resulte imprescindible, lo más lógico es ir a su “pueblo”.

Y ahora es el momento de hablar de Nuweiba:

En la localidad de Nuweiba encontramos tres de las reseñas del Éxodo: un monte, un wadi y unas acacias. Pero además, y de propina, se añaden tres oasis (Muzeina, Furtaga y Khudra) y un "milagroso" manantial (Tarabin). Y todo esto, junto a la reserva natural de Abu Galum, y en unas deliciosas playas ricas en peces y con un clima envidiable. Éste, me parece a mí, pudo ser el enclave del monte: el entorno de la “celestial y adorable” estación turística de Nuweiba.

Por supuesto, Nuweiba podría ser el lugar de la acampada; y podría serlo, si contásemos con el permiso de Dahab.

Dahab, a unos treinta kilómetros de Nuweiba, y a unos cincuenta del famoso Monte Sinaí, es en la actualidad una localidad turística de considerable importancia, que además del mar, tiene en sus proximidades un incontable número de montes y colinas −cuando digo incontable, quiero decir precisamente eso: incontable−. El nombre, Dahab, que en árabe significa oro, tiene un cierto parecido fonético con Taava −una de las etapas del Éxodo según Núm. 33, 16−, y que en hebreo significa codicia.

Ese paraíso en el planeta tierra, cuenta con un wadi que, cada seis o siete años, tiene la ocurrencia de recoger las aguas de algún fuerte aguacero, y arrastra al mar todo cuanto encuentra a su paso. Y si relacionamos esa torrentera con el nombre de la población Dahab-Taava (oro-codicia), y al mismo tiempo recordamos lo que relata Éxodo 32, 20, cuando Moisés arroja al agua los restos triturados del codicioso becerro de oro…, pues…, pues eso.

Para mí, y ruego a usted, discreto lector, que esto lo considere como una confidencia, Dahab es el lugar.

Por supuesto, no podemos despreciar los dos maravillosos parques próximos a Sharm el Sheij, en la confluencia de los golfos de Suez y de Aqaba. Y digo que no podemos despreciar los parajes de ese vértice del cono sur, porque en los límites de un temible desierto no resulta excesivamente frecuente encontrarse un asombroso parque natural en el que, si bien es cierto que el agua dulce no abunda, tampoco es mentira que, por ejemplo, en los manglares de Ras Mohamed, y bordeando una costa de arrecifes del más hermoso coral, hacen alto todo tipo de aves migratorias.

Y aquí, en las costas del mar Rojo, además de Nuweiba, Dahab y los parques de Sharm el Sheij, Nabq y Ras Muhammad, podemos incluir otros enclaves que, “generosamente” también desestimaros los cronistas. Y digo esto, porque si Yavé pretendía mantener aislados a los hebreos, ¿dónde, literalmente, quedarían más aislados que en una isla? Allí, en la cabecera del golfo, a trescientos metros de la costa, encontramos la isla del Faraón con su fortaleza; y más al sur, en la confluencia de las aguas de los golfos de Suez y de Aqaba, en el estratégico estrecho de Tirán, encontramos varias islas (Jezirat) muy cerca de la costa.

Sharm el Sheij

Nota: Jezirat, fonéticamente isla en árabe, tiene un indudable parecido con Jaserot, que es la etapa siguiente del Éxodo desde Taava-Dahab, según nos relata Núm. 33, 17.

Yo no sé lo que decidió Yavé que, “posiblemente”, conocería otros sitios tal vez más adecuados; pero a mí, personalmente, esta costa occidental del golfo de Aqaba, con sus escasos pero deliciosos manantiales y sus mini oasis, me parece un lugar ideal para hacer una larga acampada y permanecer allí un año “sabático”.

Además, y como remate, la ruta para llegar hasta ese lugar es, al pie de la letra, la reseñada en el libro del Éxodo en los capítulos comprendidos entre el doce y el diecinueve. Desde Rafidin (Éx. 19,2) −que posiblemente sea Ras Zenimeh−, continuando el viaje se encaminan a Feirán; allí, al no poder quedarse, salen del desierto −recordemos que el Monte Horeb estaba más allá del desierto−, y después de un par de jornadas, montan el campamento ante el monte de Horeb: Israel acampó frente a la montaña.

Por todo esto, cuando un pequeño grupo de hebreos despistados, que haciendo caso a la ignorante tradición de sus sacerdotes, se quedaron al pie del Yebel Musa, y teniendo en cuenta, que esa famosa montaña del Sinaí, como ya he dicho, se encuentra solamente a poco más de cincuenta kilómetros de esta deliciosa costa marina del golfo de Aqaba, nos resulta muy comprensible el formidable “cabreo” de Don Isaac Ben Leví, cuando dijo a su mujer: Ésta ha sido la última vez que hacemos caso a tu madre. El año que viene nos vamos todos a la playa.

Y tenía razón el bueno del señor Isaac: En la actualidad, las costas occidentales del golfo de Aqaba, por diferentes, atractivas y turísticas razones, están bastante pobladas; sin embargo, el interior del desierto del Sinaí, permanece casi absolutamente desierto.

De todas maneras, cualquier razonamiento que no provenga de un caletre infaliblemente iluminado, y antes de llegar a una relativa certeza, está obligado a buscar y encontrar, si las hay, otras alternativas. Y aquí, a continuación, y sorteando demasiado a la ligera la posible ubicación del campamento en la otra orilla, en la costa de la península arábiga que bañan las aguas del golfo Aqaba, encontramos una segunda posibilidad.


SEGUNDA OPCIÓN (ISP*5)


En esta otra alternativa, el viaje de los hebreos sería, en su primera parte, exactamente el mismo que en la opción anterior hasta llegar al macizo del Sinaí. Así, pues, recordamos que iniciaron el Éxodo en Rameses, llegaron a Sucot y a continuación se presentaron en Etan, ya en los límites del desierto. Su intención evidente era seguir la ruta norte de las caravanas; ruta que va saltando de pozo en pozo desde Burj a Ramajon a Bayyud, a Mistag, a Mazan, y así sucesivamente hasta llegar a territorio cananeo. Sin embargo, según se desprende de Éx. 13, 17 y 18, al advertir que aquel camino está cerrado por los antipáticos filisteos, que en un alarde de intolerancia y racismo no permiten que aquellos emigrantes se aposenten en esos territorios, los hebreos no tienen más remedio que buscar una vía alternativa. Claro que, para echar una mano ha venido Yavé. Recordemos que desde Etan, sin penetrar en la península del Sinaí, descienden por la margen occidental de los lagos salados hasta llegar a Piajirot. Atraviesan el mar de las Cañas o mar de Suf –lo que ellos llaman el mar Rojo–, al sur del lago Amargo, a unos veinte kilómetros al norte del actual puerto de Suez. Y, aunque caminan a buen ritmo y gozan de iluminación nocturna, ya han transcurrido unos quince días desde que salieron de Rameses.

Una vez en la península del Sinaí, descienden bordeando la costa occidental que está bañada por las aguas del golfo de Suez (mar Rojo) y, después de tres días de camino, llegan a los pozos del actual An Nukhylar situados a unos centenares de metros del mar. Aquí, al encontrar los pozos con filtraciones de agua marina, es donde y cuando, Yavé facilita la desalinización y potabilización a fin de que la muchedumbre –“los 600.000 y Cía.”− junto con los ganados calmen la sed. Nos encontramos en Mara (Éx. 15, 22-26). Después de un par de días de descanso, prosiguen el camino.

Según Éx. 15, 27: Llegaron a Elim, donde había doce fuentes y setenta palmeras, y acamparon junto a las aguas. Este oasis de Elim se encuentra a unos cuarenta kilómetros al sur de los pozos de Mara, y ahora se llama Bir-Thal. Y debemos reparar en que Elim no es un pozo sino un oasis; y que en buena lógica, en este vergel se quedarían unos cuantos días abrevando en ganado, descansando y reponiendo fuerzas para las siguientes etapas que serían las más duras. Y, por cierto, ahora que estamos sentados a la sombra de una de las setenta palmeras de este oasis, deberíamos intentar aclarar la última frase del versículo anterior: …y acamparon junto a las aguas. ¿A qué aguas se refiere?, ¿a las aguas de las doce fuentes o a las aguas del mar? Tengamos en cuenta que este oasis está a unos tres o cuatro kilómetros del mar; y por otra parte, seiscientos mil infantes a la sombra de setenta palmeras, “tocan” a más de ocho mil hombres debajo de cada árbol.

Después parten de Elim, y según Éx. 16, 1, se adentran en el desierto de Sin. Desde allí caminan hacia Rafidim en unas etapas angustiosas por la falta de agua, lo que obliga a Yavé en el episodio titulado Mana agua de la Roca de Horeb, a procurar un abastecimiento desde la aeronave.

¿Y dónde está Rafidim?

Pues yo no lo sé; pero teniendo en cuenta que no sabemos siquiera si Rafidin es una población, una montaña o un parque temático, la ignorancia está un poco disculpada. Lo que sí sabemos, es que Rafidim no era un lago alpino; y que, como ya he dicho, tal vez estuviese cerca de Ras Zenimeh; y lo que también sabemos es que se encontraba entre Elim y el Sinaí. Y si advertimos la extrema aridez de ese desierto, comprenderemos que aquella muchedumbre se mostrase inquieta e incluso estuviese “pelín disgustadilla".

Por fin, transcurridos sesenta días desde la salida de Egipto, la expedición llega a la Montaña del Sinaí (Éx. 19, 1-2).

Y aquí tenemos la pregunta de premio: ¿Qué montaña es esa?

Pues, para esta opción, la respuesta está en el mapa.

Si consultamos una carta geográfica, advertimos que en la ruta que va desde Elim hasta la presunta, aunque no probable montaña del Sinaí, o sea, hasta el Yebel Musa, nos encontramos un lugar muy interesante. Un lugar, donde en el momento de la creación del mundo, la divina providencia decidió situar el mayor y más importante de todos los oasis de la península del Sinaí, el de Feirán (Oasis del Faraón). Y si además lo que buscamos es una montaña, junto a ese oasis encontramos un macizo de más de dos mil metros de altitud, el Yebel Sirbal.

Entonces uno recapacita y se dice extrañado:

Es sorprendente, que para una estancia de alrededor de un año, Yavé condujese a los hebreos a un paraje desértico (Yebel Musa), ubicado a sólo unos pocos kilómetros –exactamente sesenta y dos– de un acogedor oasis.

Y después de meditar, uno se pregunta:

— ¿Por qué?, ¿con que intención?

En mi opinión, no deberíamos plantearnos preguntas absurdas. Al pie del Yebel Musa no sucedió nada. Allí, en el famoso monte Sinaí, los hebreos no estuvieron ni diez minutos. Ese emplazamiento es, sencillamente, otra de las muchas disparatadas invenciones de la tradición levita, que, despreciando la amenazadora lógica, no tuvo en cuenta algo que expresado en un lenguaje político-social, nos viene a decir, que el oasis de Feirán resultaba un hogar más digno. Y si Yavé no hubiese ordenado que aquellas torturadas gentes instalasen sus tiendas en un vergel, únicamente lo hubiera hecho por alguno de estos dos motivos:

Primero: Oposición tajante, intransigente y poco constructiva de los escasamente solidarios amalecitas (Éx. 17)

Segundo: Mantener a los israelitas aislados del resto de los moradores de aquellos andurriales. Admitiremos que, al fin y al cabo, un oasis suele ser el lugar más concurrido de un desierto.

Así pues, y como hemos visto, tenemos al menos dos opciones. Y cualquiera de las dos es mucho más lógica que la tradicional respuesta sacerdotal:

En primer lugar, la muy razonable posibilidad de instalación del campamento hebreo en las proximidades de una playa del Golfo de Aqaba —en cualquiera de sus dos riberas, desde su cabecera hasta el estrecho de Tirán—. Incluso en una isla que esté dotada de un pequeño cerro.

En segundo lugar, Yavé pudo decidir la acampada en un paraje, que solamente las mentes sacerdotales, ofreciendo un gustoso sacrificio y decididas a ponerse a prueba, podrían desestimar cuando van de excursión por un desierto: Un acogedor y generoso oasis.

Sólo me resta señalar, que desde el inicio de la contabilidad de los días, o sea, desde Sucot, hasta cualquiera de los dos lugares señalados como opciones para el campamento hebreo, tenemos una distancia de unos trescientos kilómetros. Y considerando que la duración del viaje es de sesenta días justos, nos encontramos con unas jornadas de unos cinco kilómetros diarios. Tal vez, un paso de marcha excesivamente moderado para aquellas gentes en aquellos tiempos. Y esto fue así, porque, posiblemente, junto a cada uno de los pozos, permanecerían acampados algunos días. Se podría afirmar que se lo tomaron con calma. Y además hicieron muy bien: ¿para qué andar con prisas, si todavía tenían cuarenta años por delante para andar dando vueltas por allí?

Y éstas son mis hipótesis respecto al lugar en que se ubicó el campamento, y al trayecto que debieron recorrer hasta llegar allí. No obstante, y de cualquier forma, aunque sería muy interesante poder determinar el lugar, no resulta absolutamente necesario, y solamente se ha tratado aquí para intentar dejar patente, como ya he dicho, que los dioses también piensan.

Y digo que no resulta absolutamente necesario conocer la ubicación concreta del Monte Horeb, porque todos estaremos de acuerdo en conceder más importancia al argumento de la obra que al escenario y a sus decorados. Y además, si Yavé hubiese considerado imprescindible, o siquiera conveniente, indicar la situación del campamento, Moisés lo habría descrito con toda exactitud y, por supuesto, lo hubiese reiterado al menos dos veces.

No obstante, nadie debería despreciar el lugar concreto en el que sucedieron unos acontecimientos que son parte de la de la historia y recorrido de la humanidad. Unos parajes en los que Yavé y sus ángeles, después de presentarse ante los hijos del hombre en la apoteósica demostración relatada en el capítulo del diecinueve del Libro del Éxodo, nos proporcionaron, además del maná, una alianza, unos mandamientos y, por supuesto, depositaron en nuestras manos un…. Testimonio y un enigmático Urim-Tummim.

Unos parajes en los que Yavé y sus ángeles convivieron durante un año con unas tribus de pastores, instruyéndoles, cuidándoles y sanándoles.

Unos parajes en los que Yavé y sus ángeles organizaron la construcción de:

Un tabernáculo, un arca, un propiciatorio, una mesa de oro, un candelabro, un altar para los perfumes, un altar para los holocaustos, unos óleos y unas vestiduras sacerdotales.

Unos parajes en los que Yavé y sus ángeles nos hicieron entrega de un maravilloso regalo:

Un regalo que identificaron, ni más ni menos, como EL ÁNGEL DE YAVÉ.

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