CAPÍTULO IV: LAS PLAGAS

Yavé castiga a los “perversos” egipcios (4*1). El Nilo (4*2). Las difíciles negociaciones (4*3). Los “piadosos” sacrificios a un dios (4*4). Seguimos con las plagas (4*5). Y mientras tanto, los egipcios tan contentos (4*6).


LAS PLAGAS

En los capítulos siete, ocho, nueve y diez del Libro del Éxodo se relatan nueve de las diez plagas con las que fue azotado Egipto y, que según los cronistas bíblicos, fueron decididas y provocadas por Yavé con la intención de conseguir que el faraón permitiese la salida del pueblo elegido.

Me veo en la necesidad de apresurarme para intentar aclarar, que esto de que Yavé provocó las plagas no es totalmente cierto. Es más, se podría afirmar que es totalmente incierto. Más allá de la duda, admitan ustedes que:

Yavé no tuvo la menor intervención en todo el asunto de las plagas.

Entendámonos: Como ya he dicho, yo no sé el grado de participación que tuvo Yavé en las negociaciones entre Moisés y el faraón, pero mi razón y mi reflexión se niegan a admitir, que un ser justo, integro y de ejemplar comportamiento, perjudicase a toda una nación de hombres inocentes con la intención de beneficiar a otro pueblo.

Por supuesto, no dudo de la realidad de aquellos desastres que conocemos como las plagas de Egipto. Es más, estoy seguro que se produjeron todas las catástrofes que son relatadas en los textos bíblicos, y también algunas otras que no fueron incluidas en las Escrituras. A las calamidades consiguientes y derivadas de alguna guerra perdida, y a las consecuencias de las sangrientas revueltas de esclavos —que también fueron adversidades muy frecuentes en el Egipto de aquellos tiempos, y que no se mencionan por resultar políticamente incorrectas—, se deben añadir espantosos contagios de viruelas, tifus y otras enfermedades endémicas, así como una enorme proliferación e invasión de ratas que propagarían terribles epidemias. Nadie pone en duda que todo eso tuvo lugar en el Egipto de entonces, en el de muchos siglos antes y en el de muchos siglos después. Lo que yo pretendo señalar, en abierta oposición a los cronistas bíblicos, es que Yavé y sus ángeles fueron completamente ajenos a todo aquella “movida”, que más que un ajetreo de ranas, mosquitos y tábanos, fue un verdadero trajín de estupideces.

Si pretendemos comprender deberíamos tener muy presente, que por aquellos entonces, cada pueblo tenía sus dioses y sus diosas; o lo que es lo mismo, había una sobreabundancia de divinidades. En estas circunstancias, lo que en realidad sucedió fue que los sacerdotes del dios egipcio Amón culparon al dios hebreo Yavé de todas aquellas desgracias. Las altas jerarquías sacerdotales egipcias, que sin la menor duda odiaban al dios de Israel, que por supuesto no aportaba ni un solo duro a sus huchas, convencieron a sus fieles, jurando y perjurando que los dioses egipcios se sentían ofendidos por el dios de los hebreos, y, que en su ira –léase cabreo–, enviaban al pueblo egipcio aquellos terribles castigos. Esto siempre ha sido así, “y si Dios no lo remedia”, así seguirá sucediendo. Es algo muy típico y característico de los diosecillos: Castigar a los suyos con el objeto de que odien a los fieles seguidores del otros diosetes. Es una “divina” manera de entretenerse y pasarlo bien. Entonces, en Egipto, los celosos representantes de unos dioses inexistentes, se querellaron contra los fieles seguidores de un dios inventado por los sacerdotes hebreos. Con esas acusaciones, los sacerdotes de Amón consiguieron que el faraón deportase a los hebreos.

Después, cuando ya habían transcurrido muchos años desde la salida de Egipto, los sacerdotes hebreos aprovecharon el infundio propalado por los sacerdotes egipcios, asegurando que, efectivamente, había sido su invisible dios, quien sirviéndose de Moisés, había castigado a los egipcios para obligarles a consentir la salida de los esclavizados israelitas. De esta forma se obtuvo una excelente rentabilidad para el gremio sacerdotal; se reutilizó la falsedad del dios-Amón; se adjudicó al dios-Yavé la autoría de las inmundas plagas; y todos quedaron felices y contentos.

Hechas estas precisiones, nos adentramos de nuevo en los textos bíblicos con el objeto de entretenernos con las historietas de calamidades, maldiciones y endurecimientos de corazón.

Aquellos nueve supuestos castigos divinos fueron: el agua convertida en sangre, las ranas, los mosquitos, los tábanos, la peste de los ganados, las pústulas, el granizo, las langostas y las tinieblas. Si exceptuamos el granizo y las tinieblas, las demás plagas, pudieron resultar más o menos efectivas, pero sin la menor duda, debemos calificarlas como unas guarrerías de muy mal gusto y absolutamente impropias de un dios. Por supuesto, no he olvidado una décima plaga, que se anuncia en el capítulo once y que se ejecuta en el doce; una plaga, que por su muy especial esencia, su enorme significado y su intimidante trascendencia, trataré en el capítulo siguiente de una forma completamente aislada e independiente de las otras nueve.

Todo el mundo ha oído, aunque sólo sea de forma coloquial, alguna referencia a las diez plagas de Egipto. Es algo tan arraigado en nuestra cultura como los siete días de la creación o las siete vacas gordas y las siete vacas flacas; por esta razón, me ha extrañado mucho que las plagas no fuesen también siete. Se comprende, que para el autor del guión bíblico, aquel “odioso” pueblo egipcio no merecía menos de diez calamidades. Sea como sea, a muchos de nosotros nos contaron cuando éramos niños, que Dios castigó a los egipcios con diez terribles maldiciones, y que lo hizo con la intención de forzarlos para que permitiesen que los israelitas pudieran abandonar voluntariamente la cómoda esclavitud que soportaban en Egipto, y así, con este ejemplar castigo a los egipcios, los hebreos pudiesen disfrutar de cuarenta años de sufrimiento y privaciones en el desierto. Así nos lo contaron, y así nos lo creímos.


YAVÉ CASTIGA A LOS “PERVERSOS” EGIPCIOS (4*1)


Pero ahora, nos ha dado por meditar sobre ello; y, con la única intención de aclarar varias dudas que nos llevan rondando desde hace algún tiempo, nos hacemos sólo cinco preguntas; ¿para qué más?:

Primera: ¿Era el “pérfido” pueblo egipcio el responsable de la estancia de los hebreos hijos de Israel en aquellas tierras?

Segunda: ¿Esos desastres, epidemias y pestes, fueron enviados por Yavé-Dios contra los “malvados” egipcios?

Tercera: ¿No hubiera podido Yavé-Dios enviar otro castigo a ese “infame” pueblo egipcio?

Cuarta: ¿Fueron esas plagas encaminadas a que el “cruel y abyecto” faraón permitiera la salida de los hebreos?

Quinta: Con anterioridad al relato bíblico, y también después de aquellos tiempos, “aquel país de servidumbre” conocido como Egipto, ¿ha padecido plagas y epidemias semejantes?

Veamos algunas de las posibles respuestas.

Primera. ¿Era el pérfido pueblo egipcio responsable de la estancia de los hebreos en Egipto?

Que nosotros sepamos, los egipcios no habían subido al Jordán para convencer a los hebreos de la “gran vida” que les esperaba en Egipto. Es más, cualquiera que recuerde la historia de José, advertirá que, exceptuando el innegable feeling existente entre José y el faraón, el resto de la gente egipcia fue bastante ajena a la presencia entre ellos de los pastores nómadas israelitas que se habían presentado allí voluntariamente. Por lo tanto, el egipcio, el ciudadano medio: el agricultor, el panadero, el picapedrero, el electricista, el ingeniero de telecomunicaciones o la cajera del supermercado, no era en absoluto responsable de la estancia en Egipto del pueblo de Israel.

Por supuesto, habrá personas que mantengan una opinión en contra, y asegurarán, sin la menor sombra de rubor, que el país receptor de inmigrantes es el responsable del fenómeno de llamada. Pues bien, sea cual sea el pensamiento de cada individuo y, puesto que cada uno es como Dios le ha hecho, yo también tengo derecho a mi propio parecer, y entiendo que aquél padre o madre egipcio/a que se lo curraba día a día, y que según nos relata Éx. 12, 29, durante la última plaga perdería a su hijo primogénito, aquellos apenados padres, repito, en mi opinión no tenía ninguna culpa de la estancia entre ellos del pueblo de Israel.

Segunda. ¿Esos desastres y epidemias fueron enviados por Yavé-Dios contra los malvados egipcios?

De ninguna manera. Puesto que el pueblo y los trabajadores egipcios no eran responsables de la presencia de los hebreos entre ellos, Yavé, en justicia, no consentiría en perjudicarles y menos en castigarles. A nadie con un mínimo de moralidad y una pizca de sentido común, se le puede ocurrir que Yavé pretendía presionar al Faraón castigando al pueblo. Quien eso pudiera creer es porque opina que Yavé pudo razonar de esta manera: Si yo mato a las cabras de este pastor egipcio, el faraón liberará a Israel. Y eso me parece demasiado fuerte; eso sería calificar a Yavé como un poco “distraído”. Yo comprendo y admito que se puede creer o no creer en un dios, pero según veo las cosas no se le debe insultar. En primer lugar, porque si existiese, no parece muy recomendable infamar o ultrajar a un ser excepcionalmente poderoso y, en segundo lugar, porque si es inventado, ¿a quién pretendes insultar?

Tercera. ¿No hubiera podido Yavé enviar otros castigos a ese infame pueblo egipcio?

Si Yavé hubiese querido enviar algún castigo contra Egipto, algo que, como máxima manifestación de la rectitud y la justicia, nunca se permitió −entre otras razones, porque Yavé no vino a nuestro mundo a castigar a nadie–, ese correctivo lo hubiera dirigido contra los sacerdotes de Amón-Ra, y sobre todo, contra el faraón que era el único con autoridad y capacidad para decidir sobre la permanencia o éxodo de los hebreos. Y en ese castigo, además de ser más directo y personal, no hubieran aparecido para nada los tábanos, los mosquitos o las ranas. Yavé tenía infinidad de recursos para inducir al faraón y a sus ministros a permitir que los israelitas salieran de Egipto con todas sus pertenencias. Sí Yavé hubiera intervenido, el rey de Egipto no sólo hubiera facilitado su marcha, sino que incluso habría salido a despedirlos con innumerables obsequios, arrojando confeti y pétalos de flores a su paso y, por supuesto, acompañado de una nutrida banda de música.

Ya basta de insistir en que los caminos de Dios son infinitos y muchas veces incomprensibles para nosotros. Lo que de verdad resulta incomprensible, y lo que ciertamente no podemos ni debemos aceptar, son los casi infinitos caminos de quienes, para asegurarse el cocido y las angulas, desean interpretar a su gusto y conveniencia la voluntad de un dios que, aseguran, ayuda a unos hombres a luchar contra otros. ¿Acaso no es mucho más razonable la actitud de un Yavé, que tiene la sabiduría y el poder para ayudar a todos; que puede disuadir y desalentar los torpes y agresivos intentos de algunos; capaz de aplacar las violentas y coléricas reacciones de otros, o que, en el peor de los casos, y manifestando su profundo desagrado, no interfiere ni toma partido en las luchas libremente decididas entre los hijos del hombre? Esto es mucho más acertado que un Yavé cegado por el partidismo; aliado de unos y enemigo de otros.

Cuarta. Si ya sabemos que los crueles y abyectos egipcios no eran responsables de la estancia de Israel en su país; si tenemos certeza de que Yavé no les envió pestes, plagas o epidemias; si aceptamos, que de haber deseado castigar, el Señor del Cosmos hubiese dejado sentir su poder sobre el faraón y hubiera utilizado medios menos groseros y exóticos, ahora nos preguntamos: ¿fueron esas plagas encaminadas a que el faraón permitiera la salida de los hebreos?

Por supuesto que no. Las plagas no fueron otra cosa más que catástrofes naturales. Yavé no pretendió nunca castigar a unas pobres gentes, que manejadas por la religión e incitadas por los sacerdotes de Amón, nos son mostradas como opresores de los hebreos, cuando en realidad, aquellas gentes egipcias eran las primeras y casi las únicas, deseosas de que Israel abandonase aquellas tierras.

Por otra parte, deberíamos reconocer que al pueblo egipcio le importaba muy poco si los hebreos se llevaban sus bienes o los dejaban allí. Y esa indiferencia, no estaba fundamentada en su proverbial y reconocida generosidad, y menos todavía, en su arraigado e inquebrantable sentido de la justicia. Nacía, simplemente, de la auténtica e indiscutible realidad de que esa cuestión ni les iba ni les venía, puesto que no les reportaba ni beneficio ni perjuicio alguno. Si los hebreos se veían obligados a dejar sus riquezas en Egipto, en buena lógica las cederían a sus familiares o amigos que se quedaban en el país, y si eran expropiados, esos bienes irían a parar a manos del faraón y de los sacerdotes. ¿O acaso algún iluso egipcio podía abrigar la esperanza de que el faraón y los sacerdotes tuvieran la intención de compartir los tesoros de los hebreos con el pueblo egipcio? Ni el más ingenuo.

Por supuesto, que siempre se puede argumentar que un oculto y vergonzoso sentimiento de envidia, les obligaría a intentar que los hebreos dejasen su riqueza en Egipto. Pero, si de algo podemos tener una relativa certeza, es de que el pueblo egipcio odiaba y temía mucho menos a los israelitas que a los ávidos y codiciosos sacerdotes, dueños y explotadores de gran parte de las rentables tierras que fertilizaba el río.

Quinta. Con anterioridad al relato bíblico y también después de aquellos tiempos, ¿Egipto ha padecido plagas y epidemias semejantes?

Por supuesto que sí. Baste recordar que unos siglos antes, y coincidiendo con la llegada de Jacob a Egipto, ya nos encontramos con los siete años de vacas y espigas flacas, que ocasionaron un periodo de hambre que podríamos considerar como una verdadera plaga-calamidad. Claro que, basta que les lances la idea, para que los afanosos sacerdotes levitas, juren por la salud de los cariñosos amantes de sus mujeres, que también había sido Yavé quien envió aquel azote de los siete años de vacas flacas; y que su divina providencia lo organizó para asegurarse el ascenso de José dentro de Egipto. Esa gente es como es y no tiene remedio.

Por todo lo que antecede, de las cinco tesis mantenidas por los levitas para dar cobertura a las plagas de Egipto, solo la sexta es cierta.


EL NILO (4*2)


Egipto es un país cuyo territorio goza y padece de unas características muy peculiares. La tierra habitable, aquella donde el hombre tiene posibilidad de vivir, se limita a una estrecha franja de limo y terreno fértil a las dos orillas del río Nilo –las llamadas Tierras Negras–. Y resulta, que esas tierras negras están flanqueadas por dos grandes desiertos: a occidente el líbico y a oriente el arábigo. Y sucede algo que todo el mundo sabe: en Egipto, es solamente junto al río donde el ser humano vive y muere; si se aleja del cauce de agua simplemente muere. Y si no muere, que en este mundo hay gente para todo, su vida se ve abocada a una mera supervivencia muy poco apetecible y escasamente recomendable para el hombre. Naturalmente, existen excepciones en forma de oasis, pero son sólo eso, excepciones. Oasis, que además de no llegar a una docena en todo el país, están todos en la margen occidental del Nilo, o lo que es lo mismo, en los antiguos territorios de la muerte y de las sombras. Y cuando hablo de oasis, deben entenderme que estoy aludiendo a verdaderos oasis, y que no me estoy refiriendo a diez metros cuadrados de desierto con una palmera y un charco.

Nota. Como el ciento uno por cien de los autores, voy a citar la famosa frase del griego Heródoto, cuando dijo aquello de: A los egipcios, el río les ha venido de puta madre. O así.

Por lo tanto y concretando, es la proximidad al río lo que hace posible la vida en Egipto. Y resulta, que ese río enorme y caudaloso, está vivo y muy vivo durante la parte del año en la que se produce la crecida. Después, mientras reposadamente busca el camino para restablecer su cauce ordinario, el río padece una larga agonía. Una agonía, de las que año tras año se repone por la intervención milagrosa de la diosa naturaleza.

Debemos tener muy en cuenta, si deseamos comprender el beneficioso proceso de las inundaciones, que en realidad, el río Nilo tiene muy poco, pero que muy poco desnivel. Desde Asuán hasta el Mediterráneo, o lo que es lo mismo, en una distancia de unos mil kilómetros, la diferencia del nivel de las aguas es solamente de ciento seis metros. Para que nos hagamos una idea al respecto, podemos establecer una comparación con el español río Ebro que tiene una longitud de novecientos diez kilómetros, y que, desde su nacimiento hasta su desembocadura, presenta un desnivel ocho veces mayor que el del Nilo. Esto nos hará comprender que el cauce de aquel río, desde la primera catarata, no era un impetuoso torrente de montaña, y que la inundación anual tampoco era un devastador tsunami.

Entre los dos procesos, el de crecida que comenzaba en Junio-Julio, con la aparición de la estrella Sirio, y que se mantenía durante los meses de Agosto, Septiembre y Octubre, y el de retorno al cauce primitivo, época en la que se iniciaba la siembra que solía comenzarse en Noviembre, o sea, durante los meses de estiaje, –tengamos en cuenta que ese río es el único de toda la cuenca mediterránea que incrementa su caudal en verano–, el valle del Nilo permanecía más o menos anegado por aguas casi estancadas.

Precisamente, entre esos dos momentos tan distintos, crecida y regreso al cauce, el río es (era) la causa de una gran cantidad de fenómenos naturales, que, si normalmente son fuente y origen de vida, pueden llegar a ser muy dañinos y perjudiciales para la salud de hombres y animales.

Por distintas causas, pero casi siempre por los arrastres de hierba y de todo tipo de vegetación que acumulaba y transportaba el río durante las grandes lluvias y que daban lugar a las inundaciones, las aguas –como dirían Paul y Art−, bajaban turbulentas o al menos turbias, y tomaban un tinte casi rojizo que le daba una cierta semejanza con la sangre. De hecho, en aquella mágica ignorancia, se decía que esos días el río fecundaba y fertilizaba con su sangre el seno de la madre tierra. Cuando la corriente bajaba de ese color rojizo, contribuyendo a dar un pésimo sabor a las aguas de un pestilente río, era el momento de mayor inundación —hasta siete metros de altura solía llegar el incremento de nivel de las aguas—, y eso suponía un enorme ensanchamiento del cauce. Ese olor y ese sabor, obligaban a cavar pequeños pozos en las orillas para obtener un agua más filtrada y algo menos insalubre.

Era en esos días cuando el gran padre Nilo portaba disueltas en sus aguas gran cantidad de organismos en descomposición y contaminados de gérmenes, bacterias y microbios, que si bien proporcionaban un óptimo abono para los campos, resultaban un excelente caldo de cultivo para las peores epidemias y constituían la base idónea para la proliferación de ratas, ranas e insectos. Después, cuando las aguas se iban remansando y de nuevo aparecía el cauce ordinario del río, quedaba una multitud de charcas estancadas, donde las elevadas temperaturas facilitaban la reproducción de larvas de moscas y mosquitos.

Y, quieran o no quieran los sacerdotes levitas, todo este confuso pero ordenado proceso, se repetía año tras año, siglo tras siglo, milenio tras milenio, con absoluta independencia de que algún dios o alguna diosa desease o no desease castigar a los egipcios.

De todas formas, para hablar de mosquitos no hace falta irse al Egipto faraónico ni recurrir a maldiciones de los dioses. Aquí en España, en algún pueblo de la provincia de Sevilla, en el que se practica el riego por inundación, nos pueden hablar con verdadera autoridad y podrían explicarnos cuál es el motivo que origina una plaga de mosquitos. Adviértase: riego por inundación; y recuerden que el desbordamiento del Nilo se asemejaba mucho, pero mucho, mucho, a una inundación. Y tengamos en cuenta, que cinco de las más escatológicas y “marrones” calamidades –el río de sangre, las ranas, los mosquitos, los tábanos y las pústulas–, son una consecuencia del proceso natural de la inundación del Nilo.

Tormentas de granizo, sin una exagerada frecuencia, también tienen lugar en Egipto; y en ocasiones con una fuerza inusitada. Y además, ese tipo de fenómeno meteorológico siempre ha sido especialmente temido en las sociedades agrícolas.

Por otra parte, un pueblo que vive rodeado de dos formidables desiertos, no puede extrañarse de esas tormentas de arena ocasionadas por el Simún −viento rojo y ardiente de más de 50º−, que en ocasiones dura varios días, y durante los cuales, la falta de visibilidad y el peligro de morir por golpe de calor es tan real y amenazador, que los moradores de la región están obligados a encerrarse en sus casas o tiendas junto con sus animales.

Y, ¿para qué hablar de la plaga de las langostas? Todavía en los últimos años del siglo XX, terribles invasiones de langostas, que son temidas como el peor azote, ha continuado arrasando extensos territorios africanos.

Y por último, otra de las plagas bíblicas que se presentó en aquellos lejanos días, y que ha continuado reproduciéndose periódicamente y sin interrupción a pesar de las modernas vacunas, es la que se refiere a las pestes de los animales. Sin embargo, tampoco hace falta irse al Egipto de los faraones para conocerlas bien. Aquí, en España, en los albores del siglo XXI, hemos seguido padeciendo las plagas en los equinos y en los cerdos. Y eso, que nosotros, con la inestimable ayuda de los Reyes Católicos –con su tolerancia cero−, y reforzando el establecimiento del Tribunal Inquisitorial del Santo Oficio, “permitimos” la salida de los hebreos hace más de quinientos años.

Y ya tenemos otras cuatro “maldiciones divinas” que, sumadas a las cinco anteriores, elevan a nueve el número de calamidades.

Algunas de estas plagas, las más directamente relacionadas con el río, fueron muy atenuadas a principios del siglo XX con la construcción, en la región Nubia, del Embalse Bajo de Asuán, y posteriormente, en la segunda mitad de ese mismo siglo, con la formidable Presa Alta.


LAS DIFÍCILES NEGOCIACIONES (4*3)


Y ahora sigamos con los cuentos orientales de Las mil y una maldiciones.

Según el arrebatado cronista, el faraón y Moisés van reaccionando de conformidad con los sucesos. Y mientras tanto, Yavé no hace un solo acto de presencia física; o sea que, ni está ni se le espera.

Las cuatro primeras plagas apenas tienen repercusión alguna, y sólo se produce un leve escarceo del faraón en un tira y afloja en el que todavía se aprecia mucha ambigüedad. El faraón, que posiblemente había simulado irritación por el pretexto del rito de la adoración en el desierto, finge que empieza a ceder a las pretensiones de Moisés. Pero en sus concesiones existe todavía mucha guasa cuando viene a decirles: muy ingenioso el cuento de la “romería”; pero, ¿no pensaréis que me vais a engañar? Podéis largaros en el momento que queráis, haced todas las excursiones y acampadas que os apetezcan, pero de aquí no os lleváis ni un clavo. Irritado o no, el faraón ha decidido que los bienes de los hebreos son propiedad de la corona y no está dispuesto a que le metan la mano en el bolsillo. Por supuesto, durante todos estos capítulos, y según el candoroso cronista, Moisés y Arón continúan jugando con la garrota.

Aunque, en las primeras plagas, la relación de éstas con el río es absoluta –algo muy lógico en el país del Nilo−, en alguna de ellas, por ejemplo en la de los tábanos, la maldición se aleja del agua y va en busca de los animales. Para eso, también según el previsor redactor e intérprete, Yavé debe diferenciar muy claramente entre el ganado de los egipcios, que sufrirá los tábanos, y el de los hebreos que permanecerá “exento”. El lío para los tábanos debió ser morrocotudo, cuando en un mismo rebaño, algo muy frecuente, el pastor hebreo conducía ganados suyos propios y de algún ganadero egipcio.

El faraón simula que empieza a ceder, y según consta en Éx. 8, 21, dice: Id y sacrificad a vuestro Dios en esta tierra. Esto quiere significar: De acuerdo, para que reconozcáis que soy un tío permisivo de TOLERANCIA DIEZ, y para que os deis cuanta de mi aprecio por vosotros, me enfrentaré a los sacerdotes. No es necesario que marchéis hasta el desierto, haced el sacrificio aquí mismo, en Egipto.

Sin embargo, Moisés no acepta el ofertón del faraón. No puede ceder, puesto que no es su propósito pasar unos días de honesto esparcimiento, sino que pretende abandonar el país con todo el ganado. Por eso, demostrando que tiene bien trazado el plan, responde al faraón: Lo que nos concedes es imposible de aceptar. Agradecemos tu tolerante permiso para nuestro sacrificio, pero, aunque fuese permitido por el faraón, seguiría resultando abominable para el pueblo egipcio que, al no comprenderlo, nos apedrearían. Por lo tanto, no tenemos más remedio que alejarnos hasta el desierto. Obsérvese, que hasta este momento, no se ha determinado si los hebreos quieren hacer el picnic en el desierto oriental (arábigo-sinaítico), o que les daría lo mismo ir al desierto líbico; que, por cierto, es tan desierto como el otro.

El faraón, al parecer, promete que dará su consentimiento, pero luego se lo piensa mejor y les dice: otra vez será.

Pero efectivamente, en lo que se refiere al rito de adoración en el desierto, Moisés lo tenía planeado a conciencia. Los sacrificios con derramamiento de la sangre de una res estaban totalmente prohibidos en Egipto. Allí, muchos animales –desde el tímido escarabajo al amenazador cocodrilo–, eran sagrados. Y no hablemos ya de los bueyes y los carneros; su excepcional sacrificio lo debía hacer, sin la menor excusa y a maquila, el abnegado gremio sacerdotal. Por lo tanto, si los pastores deseaban hacer este tipo de sacrificio debían marchar al desierto.

Esto nos lleva a destacar una peculiaridad de ese rito: Los hebreos, como pastores nómadas, debían viajar con la totalidad de sus rebaños, puesto que aquellos indisciplinados animales que no estuvieran presentes durante la divina bendición, quedaban malditos y no podían ser sacrificados en beneficio común, sino que debían ser aniquilados.


LOS “PIADOSOS” SACRIFICIOS A UN DIOS (4*4)


Y puesto que este trabajo está concebido para intentar resaltar, tanto las verdades como las mentiras, aquí y ahora deseo hacer dos nuevas precisiones, reconociendo que, en este caso concreto, la segunda de ellas es una apreciación bastante personal.

En Éx. 8, 22, Moisés dice al faraón: “No puede ser así, pues para los egipcios es abominación el sacrificio que nosotros hacemos...”.

Primera precisión: Respecto a este asunto del sacrificio del ganado se debe hacer notar, para evitar incurrir en equívocas interpretaciones, que si bien el egipcio era un pueblo eminentemente agricultor, no hacían ningún asco ni mostraba el menor desprecio por la carne. Así se pone de manifiesto en las estelas y monumentos triunfales, en los que se advierte sin la menor duda, que los más apreciados trofeos obtenidos después de una guerra eran los esclavos y el ganado. Sin embargo, no debemos olvidar, como acabo de decir, que en Egipto una gran mayoría de los animales estaban divinizados. El carnero representaba al dios Amón, la vaca a la diosa Hator y el buey al dios Apis. Esto, como he comentado, no significa, ni mucho menos, que el egipcio estuviese sometido a prohibición de comer ese tipo de carne, pero sí que existía todo un ritual para su sacrificio, y por supuesto, una jugosa tasa-ración o maquila para los “sacerdotes matarifes-veterinarios”. Y, lo que estaba más que demostrado, es que se veía con muy malos ojos el sacrificio de una res por parte de unos extranjeros. Esa costumbre de la tasa-ración de los sacerdotes de Amón, fue con posterioridad gustosamente aceptada e incorporada de mil amores, por los sacerdotes levitas en sus sacrificadas meriendas y barbacoas.

De todas maneras, que nadie se engañe con esto de los sacrificios de animales. En aquellos lejanos tiempos, e incluso en épocas muy cercanas a la actual, la dieta del hombre no contemplaba, ni por asomo, el consumo de carne que no fuese procedente de la caza. Era únicamente en momentos y fechas excepcionales, cuando los hombres tenían la posibilidad de hincar el diente en un buen bistec. De ahí la extraordinaria importancia que en los textos bíblicos se concede a los ritos del sacrificio de una res.

Segunda precisión: “Para los egipcios es abominación...” Si ellos lo dicen no existe razón alguna para dudarlo; posiblemente para los egipcios resultase abominable, pero no sólo para los egipcios. Para otras muchas personas, con toda seguridad, también constituye un espectáculo muy poco apetecible. Yo, además de en algunos otros asuntos, al menos en éste en concreto, estoy de parte de las gentes de Egipto. Porque lo cierto es, que el rito del degollado de toros, novillos, carneros, corderos y cabritillos; el posterior riego de la tierra derramando la sangre; el consiguiente rociado de los altares e incluso de las gentes del pueblo con la sangre de las reses; el desollado o despellejado de la víctima; la extracción de las vísceras y el descuartizado de la ofrenda, no me parece un espectáculo muy agradable (Éx. 24 y 29). Algunas personas tal vez digan que sí, que esa es una magnífica, edificante y educativa ceremonia; que el autor de este injurioso y blasfemo trabajo está en un error, y que para demostración, ahí tenemos la ancestral costumbre de la matanza del cochino. Después añadirán que, cuando no son consecuencia directa de una enorme hipocresía, esas prevenciones y rechazos son culturales; asegurarán que esa celebración es el gran deleite, y que así es como en verdad se puede disfrutar. Yo, por mi parte, sin intentar siquiera desmentir la acusación a mi supuesta hipocresía, insisto en que me es muy difícil imaginar a un dios cualquiera deleitándose divertido con esa “sublime” visión.


SEGUIMOS CON LAS PLAGAS (4*5)


Hasta el momento la presión es todavía bastante tolerable. Molesta, eso sí, es muy molesta; además resulta muy costosa para las arcas reales y para el pobre pueblo egipcio. Aguas turbias, insanas y fétidas, ranas, tábanos, mosquitos, pestes, tumores y granizos eran un padecimiento continuo. Pero al menos, nadie había muerto todavía.

Nota. En ninguna de las nueve primeras plagas se hace una sola mención a muerte alguna.

La mortandad se había limitado a los animales; pero a la larga, ¿qué iba a ocurrir? Si el ganado estaba muriendo, y ahora lo que padecía era la agricultura, el hambre estaba tomando posiciones en torno al pueblo. Además, aquella fortísima tormenta de granizo con gran cantidad de truenos y relámpagos, fenómenos atmosféricos a los que no estaban muy acostumbrados y que los atemorizaba sobre manera, potenciaba y aceleraba la radicalización de las posturas de los egipcios. Al parecer los sacerdotes de Amón estaban en lo cierto: los malditos pastores hebreos debían salir de allí lo antes posible.

Para el faraón ya empieza a resultar casi intolerable la presión sacerdotal, y comprende que aquel estado de cosas no puede continuar. Después de la octava y novena plagas, langosta y tinieblas, se incrementa el temor de los egipcios y determina la nueva oferta del faraón que consiente en que, además de los hombres, salgan las mujeres y los niños: Id, sacrificad a Yavé, pero que queden aquí vuestras ovejas y vuestros bueyes. O lo que es lo mismo: De acuerdo, consiento en que hombres, mujeres y niños os vayáis, pero el ganado se quedará aquí. Puedo decirlo más alto, pero no más claro: Vosotros podéis largaros, pero con las manos en los bolsillos.

Moisés no tiene otro remedio que conceder: este faraón es un “espabilao”. Resulta, que después de todo este lío de las plagas nos encontramos como al principio, y que no se ha conseguido nada. Si en la primera entrevista yo le propongo al faraón que deseamos salir, pero que dejamos aquí nuestros bienes y nuestros ganados, ya hacía mucho tiempo que habríamos desgastado las ruedas de las maletas. De todas formas, y aunque Moisés advierte que ya no es momento de dudas ni engaños, también sabe que todavía no puede descubrir totalmente sus intenciones. Pretensiones, que por otra parte, no ignora que son perfectamente conocidas por la totalidad del gobierno. Por esa razón dice al faraón:

Debemos ir todo el pueblo: hombres, mujeres, niños y ancianos para recibir la bendición de nuestro Dios. Pero además, tú sabes que somos un pueblo de pastores, y por ese motivo, en esos sacrificios tienen que estar nuestros ganados para compartir con nosotros la bendición.

El faraón ve descubierto su verdadero juego y se irrita con los hebreos; los arroja de su presencia, y al mismo tiempo amenaza: He advertido que obráis con malicia, –léase: sois unos listos–. Tened cuidado. Si queréis hacer el sacrificio, id solos; vuestro ganado se quedará aquí. Yo lo guardaré, como si fuese mío, hasta vuestra vuelta.

Sin embargo, Moisés ve el triunfo del proyecto al alcance de la mano, y, aunque sabe lo peligroso que puede ser llevar al faraón más allá de lo recomendable, también es consciente de que nada de lo conseguido hasta el momento sería aceptado por los hebreos. Mal está que el faraón los echen de su casa, pero que encima se quede con sus cuatro cuartos... Por esa razón el líder hebreo contesta al faraón:

Con esas condiciones no podemos hacer el sacrificio a Yavé. Sin ganado no podemos presentarnos a él. Sería como ir con las manos vacías; es él quien nos dice que cantidad de víctimas hemos de ofrecer, y si nuestro dios dice que sean todas, todas han de ser.

Aquel rey-dios –también conocido con el mote de Faraón–, hace un gran esfuerzo para no ordenar la muerte de aquellos hebreos. Por fin puede dominarse y les conmina: Fuera de mi vista. No sacaréis nada de Egipto y además, cuidaos de aparecer por aquí.

“El faraón os echará de Egipto”.

En este versículo encontramos la clave y la justificación de todo el proceso del éxodo hebreo. Dice Yavé en Éx. 11, 1: “...no sólo os dejará ir, sino que os echará de aquí”. Por lo tanto, sea de la forma que fuera, y por las circunstancias que se entiendan como más ciertas, la verdad es que los hebreos, al final, fueron expulsados, deportados o desterrados de Egipto.

Otras dos aclaraciones:

Primera. Nadie se ha preocupado nunca por aclarar, si aquellos esclavizados hebreos eran siervos del faraón, de los sacerdotes o de algunos terratenientes ricos. Debemos suponer, como ha ocurrido siempre en el mercado de esclavos, que los siervos eran vendidos y comprados, y que, por lo tanto, había muchos egipcios propietarios de esclavos. Si esto era así, y si los hebreos eran esclavos, va a resultar muy difícil de comprender que un rico hacendado conceda la libertad a sus siervos, por muchas ranas o mosquitos que anduviesen por allí dando la lata.

Segunda. Cuando se habla de ganado, debemos entender, que además de las reses de todo tipo, en esa difícil negociación se está tratando de toda clase de bienes y propiedades como joyas, piedras preciosas, oro, plata, marfil, telas, etc. Todas las posesiones debían ser bendecidas por la divinidad.


Y MIENTRAS TANTO… LOS EGIPCIOS, TAN CONTENTOS (4*6)


A pesar de todo lo que está sucediendo, el escriba levita se deleita cuando pretende convencernos de que los egipcios estaban encantados con los picotazos de los mosquitos y con las demás inmundicias, y asegura que la totalidad del pueblo hebreo, a quien culpaban de todas las desgracias, era muy apreciado y respetado. Así consta en Éx. 11, 3: Yavé hizo que hallase gracia el pueblo a los ojos de los egipcios, y aun el mismo Moisés era muy estimado y respetado por los servidores del faraón y por el pueblo. Si esto ocurrió así; si resulta que se están produciendo grandes desastres que van dirigidas contra el pueblo del faraón; calamidades, de las cuales los hebreos se declaran responsables y, a pesar de ello, los egipcios están contentos y agradecidos, debemos entender que aquella gente merecía lo que le estaba sucediendo, y que aceptaban gustosamente las pruebas que les enviaban sus dioses, y así, después de la muerte, acceder a una vida mejor en el paraíso.

Pero, lógicamente, las cosas eran muy distintas. Así se demuestra, cuando poco después, en el capítulo 12, 33, se dice: Los egipcios apremiaban al pueblo, dándole prisa para que saliese de su tierra, pues decían: “Vamos a morir todos”. Como es fácil de apreciar, ésta última reacción de los egipcios, que es mucho más lógica y comprensible, está en abierta oposición a la postura mantenida hasta ese momento. Por supuesto, este cambio de actitud sólo puede ser interpretado y justificado −según los “sabios” políticos y sacerdotes−, como una previsible consecuencia de:

La conocida veleidad y mudanza de las gentes del pueblo, que en su torpeza –“inteligencia grosera del pueblo”, (según consta en los comentarios del Éxodo)–, no saben lo que de verdad desean; razón que ha obligado a los abnegados políticos profesionales, desde sus rituales y solemnes tertulias en los hemiciclos de sus Sagrados Templos Charlamentarios, a verse en la necesidad de informar al resto de los ciudadanos, y de esta manera, guiar su pensamiento y tomar por ellos las más duras decisiones.

Resumiendo: Las nueve primeras plagas o calamidades son la expresión de unos fenómenos naturales que, abultados y exagerados por los sacerdotes, se han estado produciendo de una forma más o menos intensa y frecuente desde hace miles de años en un gran número de países africanos, y que para muchas gentes fue, es y al parecer será, la causa de grandes hambrunas y de no pocas enfermedades. Por lo tanto, en ellas, Yavé no tuvo participación alguna. Los sacerdotes egipcios del dios Amón, sirviéndose de los magos y agoreros que tenían en nómina, convencieron al pueblo de que toda la culpa y la responsabilidad de aquellos sucesos correspondían a los hebreos. Años después, los sacerdotes hebreos también utilizaron la fábula de las plagas para intentar hacer creer a los pueblos hostiles, que esas catástrofes eran castigos divinos enviados contra los enemigos de Israel. Yo no sé si el ardid les dio resultado, pero lo que sí sé, es que después han tenido que purgar sus consecuencias durante miles de años, puesto que no ha habido epidemia o plaga que no se atribuyera a los hijos de Israel. De todas formas, como ha ocurrido siempre, o al menos como ha sucedido en multitud ocasiones, de todas las desgracias, plagas, sequías, lluvias torrenciales, vientos huracanados, pestes y epidemias que ha sufrido el hombre, los dioses y sus piadosos representantes han culpado al pueblo; sobre todo, a la parte más marginal o débil de las clases sociales; y lógicamente, a quienes estuvieran en franca oposición al dios todopoderoso o al gobierno democrático o tiránico de turno. En la Roma imperial, la culpa de ciertas epidemias y desastres fue atribuida a los primeros cristianos; en la Edad Media, fueron los herejes, los brujos y los infieles los causantes de pestes, hambres y desgracias; y, por supuesto, sin andaba por allí, el culpable, sin la menor duda, era el pueblo judío. Y ya he dicho refiriéndome a los hebreos, que en ocasiones su trato con los otros pueblos, es como mínimo mejorable, y que tal vez ese pueblo sea culpable de algunas desgracias con la que han obsequiado a sus “pacíficos y beatíficos enemigos”, por esa razón no vamos a discutir, pero de eso a intentar convencernos de que son causantes de un viento huracanado o de la “pertinaz” sequía, creo que existe una distancia. Estoy casi seguro que los hijos de Jacob no son responsables de todas las desgracias que se les atribuyen.

Y aquí finalizan los tres episodios ––Moisés, La misión y Las plagas–– que, como afirmé al inicio del capítulo dos, resultan de una muy relativa importancia.

El verdadero fundamento de este trabajo se encuentra en su tercera parte, cuando tratemos sobre la cuarta de las piedras angulares en los capítulos que he encuadrado bajo el subtítulo del ÁNGEL DE YAVÉ, que es cuando se comienza la construcción del Tabernáculo y todo su mobiliario.

No obstante, ahora, a partir del momento en que se inicia el Éxodo, sí que empiezan a producirse unos acontecimientos que son muy dignos de estudio y reflexión. Sucesos que, con toda franqueza debo admitir, me han obligado a romper muchos tabúes, prejuicios y creencias, de los que he podido desprenderme animado por la intención de resaltar, como hago en el capítulo siguiente, las infamias que los sacerdotes y levitas cometieron con aquel asombroso personaje ––o ser viviente––, que se dio a conocer como Yo soy quien soy (YHWH), y que los absurdos ungidos bautizaron como Dios-Yavé.

Y alguien podría preguntarse: Si el verdadero fundamente se encuentra en la tercera parte, ¿no deberíamos ir directamente allí?

Pues, no. Para la más adecuada interpretación de cada uno de los capítulos de esa tercera parte, resulta sumamente útil, se podría decir que es imprescindible, la lectura de las dos secciones anteriores.


RESUMEN DEL CAPÍTULO IV

Las plagas son puro folclore levita. Los sacerdotes, con el doble propósito de ensalzar el poder de su dios y justificar la dolorosa expulsión de Egipto, adaptaron a su conveniencia unos sucesos naturales que, con mayor o menor continuidad y diferente periodicidad, han tenido lugar en algunos países de África.

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