CAPÍTULO II: MOISÉS

Una obligada confidencia (2*1). Un cuento enternecedor (2*2). El príncipe egipcio-hebreo (2*3). Huida a Madián (2*4). La edad de Moisés (2*5). ¿Qué sucedió en el monte Nebo? (2*6).


UNA OBLIGADA CONFIDENCIA (2*1)


Ahora, antes de que el lector pueda adentrarse en este capítulo que he dedicado al conductor del Éxodo, y, por supuesto, antes de iniciar la lectura de los otros dos siguientes que he titulado como La Misión y Las Plagas, creo muy conveniente efectuar una sincera confesión: Estos tres capítulos han sido incluidos en este trabajo, únicamente con la intención de poder resaltar unos pocos episodios muy puntuales, que contienen algún interesante significado; pero también, y sobre todo, he decidido tratar estos tres temas, como una muestra de cortesía para ese buen número de lectores que, me consta, son amantes de las fantásticas leyendas y las hermosas fábulas.

De nada.

Por supuesto, y como muy pronto advertirán, no he pretendido insinuar que todo en esos temas sea una completa invención; y, desde luego, sería absurdo negar algo tan evidente e indiscutible como es la existencia de un hombre llamado Moisés. Un hombre, al cual, y sin la menor duda, debemos el conocimiento de estos textos. Pero una cosa es reconocer la existencia de Moisés, y otra muy distinta admitir la formidable colección de leyendas y de fantásticas historietas incorporadas a su vida.

En cuanto a la aplicación de la Regla de Oro, o sea, sobre el posible interés en este tema por parte de los sacerdotes levitas, sólo debemos recordar que Moisés −que posiblemente no fuese hebreo−, quedó inscrito por los sacerdotes, hijos de Leví, dentro de esa misma tribu de los levitas. Con esto, ya vamos empezando a comprender.

Como consecuencia de esta confidencia prevengo: Si algún lector no está muy interesado en los temas de Moisés, de la milagrosa zarza ardiente y de las molestas plagas, no se pierde mucho por sortear su lectura e ir directamente al capítulo cinco. He dicho que no se pierde mucho, pero además de poder conocer a un magnífico ser humano llamado Moisés, y “deleitarse” con la repulsiva movida de las plagas, sin la menor duda, algo sí que se pierde. Usted decide.


UN CUENTO ENTERNECEDOR (2*2)


Pues, señor: Érase una vez…, hace mucho tiempo…, que en un lejano país…, vivía un matrimonio muy humilde.

Cuando se lee por primera vez el relato del hermoso niño, que para salvarle de la muerte decretada por el malvado rey, es primero ocultado durante meses, después depositado en el río dentro de un pequeño cesto al cuidado de su hermanilla, y que, cuando la situación es ya insostenible, aparece una princesa que lo descubre, salva su vida e incluso le adopta como hijo, es fácil pensar que toda esta narración no es otra cosa sino que un bonito cuento para niños. Y no deberíamos olvidar que entonces, lo mismo que ahora, un cuento donde se relaten las peripecias de un niño que es odiado y perseguido por un infame tirano que desea su muerte, si resulta que al final ese niño sale victorioso y el despótico rey huye derrotado, nos encontramos con un éxito editorial más que seguro. Sobre todo, si entremedias del relato introducimos algún prodigio o milagro realizados con una varita mágica (bastón de Moisés), y además, para darle un atractivo toque de Hollywood, incluimos una escena en que nuestro héroe, enfrenándose a una pandilla de gamberros, conoce, ayuda y se enamora de la “chica” junto al pozo de un oasis.

Pues bien, todos estos episodios que acabo de describir, son relatados, punto por punto, en los capítulos dos y tres del Éxodo. Yo sólo deseo señalar, que en esta historieta de Moisés, en el momento en que se medita un poco, hay muchos episodios que casi nos inducen a murmurar tolerantes:

−¡Bueno!, ¡si tú lo dices!

Pero sea como sea, y lo diga quien lo diga, han quedado demasiadas cuestiones sin aclarar.

Disponemos de muchos y muy sólidos argumentos para poner en entredicho la supervivencia de un recién nacido, que es introducido en un cesto de mimbres y depositado en un río. Y además, en un río de mucho cuidado. El Nilo no es un tranquilo arroyo de aguas transparentes donde aletea alguna pequeña trucha. El Nilo egipcio, desde Tebas hasta su desembocadura, era un sus orillas un denso cañaveral plagado de plantas acuáticas y hábitat de todo tipo de animales, entre las cuales, los mamíferos carniceros de considerable tamaño, subsistían dando buena cuenta de una inmensa población de enormes ratas. Es obligatorio recordar, que por orden del faraón, al Nilo se estaban arrojando los cadáveres de los varones hebreos recién nacidos (Éx. 1, 22). Pero además, en aquellos tiempos, en las cenagosas aguas de sus riberas, todavía tenían su territorio de caza una discreta comunidad de cocodrilos de todos los tamaños. En esas circunstancias, la posibilidad de supervivencia de un niño de poco más de tres meses depositado en un cesto, es como mínimo cuestionable. Claro, que si estamos hablando de un socorrido milagro para salvar la vida de un futuro profeta, no hace falta río, ni cesto, ni hermana, ni princesa, y si me apuran un poco, ni siquiera se necesita al niño.

Teniendo todo esto bien presente, y reconociendo que muestra un fortísimo sabor a invención o conseja, y solamente por buscar un punto de credibilidad del texto bíblico, se puede admitir que el relato del nacimiento de Moisés, el episodio del río, su crianza por parte de su verdadera madre y la afortunada circunstancia de su posterior adopción por una princesa o por alguna noble dama, no deja de tener alguna viabilidad. Al fin y al cabo, y sin recurrir a los milagros, casi todo es posible.

Recordamos del capítulo anterior que el faraón ha dado orden de exterminar de entre los hebreos a todo segundo hijo varón. En realidad, el texto bíblico no indulta ni siquiera al hijo primogénito, pero recordemos, que cuando nace Moisés, su hermano Arón ya tiene tres años. En estas circunstancias sucede algo muy “embarazoso”: Una mujer de Israel, queriéndolo o no, queda encinta y trae al mundo un varón. Lógicamente, la madre no desea deshacerse de él. —Esto de lógicamente, lo tomaremos con pinzas habida cuenta la posibilidad del aborto voluntario; por supuesto, éste es un tema que no estoy dispuesto a discutir—.

Lo primero que intenta esa desesperada mujer, es que algún familiar o vecino hebreo adopte al niño; antes que matarlo, está decidida incluso a entregarlo a una familia egipcia. Las discretas indagaciones no dan resultado. Ya han transcurrido tres meses, y el asunto cada vez se presenta más comprometido. Alguien aporta una leve esperanza. Existe un tramo en la ribera oriental del río, en su parte más cercana al palacio del faraón, donde los cortesanos bajan a bañarse. Son gentes perversas que odian a los hebreos pero, tal vez se apiaden de un recién nacido; y, si no es así, que ellos decidan; que sean ellos mismos quienes acaben con la vida del niño. Es una decisión arriesgada y con muy escasas probabilidades de éxito, pero debe intentarse. A la hermanilla del bebé se le facilitan instrucciones muy concretas: después de burlar la vigilancia de la guardia encargada de la seguridad de una zona que es frecuentada por la familia del monarca, cuando vea aparecer a la princesa o a cualquier otra noble cortesana, debe hacer todo lo posible para que el cestillo sea visible.

Y así sucederá todo en el más puro estilo de la factoría Disney. La princesa descubre el cestillo, y quedando “prendada” de la hermosura del niño decide adoptarlo. El guionista, que debía ser de corazón tierno, y con el objeto de que la madre del niño no sufra en exceso, habilita una amorosa solución y, a tal fin se pacta, que durante los primeros años de su vida, el bebé Moisés sea alimentado y atendido por su biológica y verdadera madre.

Esta versión, sin perder su inmenso tufillo a cuento, resulta una posibilidad; al fin y al cabo, la llegada de Superman al planeta Tierra es “casi” tan fantástica. Y además, ¿por qué no? ¡Claro que pudo suceder así! Y de esta forma, además, se justificaría el nombre de Moisés, que al parecer significa salvado de (o por) las aguas.

Pero sucede, que si lo miras bien, y prescindiendo de que tal vez Moisés no fuese hebreo, sino un egipcio de pura cepa, —Moisés, hablando al pueblo, dice en Éx. 3, 13 …el Dios de vuestros padres (no dice de nuestros padres) — y, sin desestimar que la milagrosa salvación pudo ser un poco inventada, para dar al profeta un necesario árbol genealógico, toda esta historia del río importa muy poco. Ni siquiera tiene la menor trascendencia que un niño hebreo fuese salvado de las aguas e instruido y educado en el palacio del faraón. En el transcurso de la negociación previa al éxodo hebreo, esa circunstancia no favorece ni a Moisés, ni a los israelitas, ni al faraón y, por lo tanto, da lo mismo que Moisés fuera salvado de morir en el río, arrancado de las garras de un león, o que el feliz acontecimiento y la posterior crianza del niño no presentase ni la menor incidencia. Claro, que a los efectos dramáticos, sí que contiene una folclórica justificación.

Pero es que además, de la misma forma que a su hermano, tal y como veremos en su momento, le fue impuesto el nombre de Arón mucho después, durante su permanencia en el desierto, el nombre de Moisés, salvado de las aguas, puede referirse a otras aguas, en concreto a las aguas del mar Rojo. Pero claro, si el nombre de Moisés —que por cierto es un nombre egipcio que le fue impuesto por la hija del faraón y que presenta un magnífico parecido con el de su “primo” Ramsés y con el de sus “tíos-abuelos-parientes” Amosis, Ahmose o Kamose—, si, repito, el nombre del profeta significa salvado de (por) las aguas, y resulta que en el episodio del mar Rojo ––como también veremos en su momento––, sólo vamos a encontrar el agua justa para refrescarnos los pies, no tenían otro remedio que inventarse el suceso del río.

Cuando Moisés tiene la edad suficiente, su madre, triste y esperanzada —no todas las madres tenían la oportunidad de entregar a su hijo para que fuese educado como un príncipe—, lleva al niño al palacio donde va a recibir una esmerada formación como corresponde a un pupilo de la princesa. Y colorín colorado

Con este último acto de la adopción, finaliza el bonito cuento de un niño llamado Moisés. A partir de este momento y hasta el final de su vida, sin la menor duda encontraremos mucha interpretación fantasiosa sobre la vida de aquel hombre admirable, pero también descubriremos una sencilla y al mismo tiempo fascinante verdad.


EL PRÍNCIPE EGIPCIO-HEBREO (2*3)


Si desestimamos la evidente realidad que nos indica que el nombre de Moisés no es hebreo; si prescindimos de la quimérica farsa de su nacimiento y adopción; si olvidamos su matrimonio con una o dos mujeres (una madianita y otra cusita), ajenas al pueblo de Israel; y, si decidimos no tomar en cuenta la innegable marginación y discriminación que, dentro de las doce tribus, sufrieron los dos hijos de Moisés en favor de los cuatro de Arón, aun nos quedan alguna razones más para sospechar del origen hebreo del profeta y admitir su posible sangre egipcia. No obstante, puesto que ese tema cae muy a trasmano en este ensayo, y saltando por encima de muchos charcos, seguiremos respetando el texto bíblico y admitiremos que Moisés era israelita de pura cepa, nieto de Leví, bisnieto de Jacob, y, por tanto, descendiente de Abraham.

Han transcurrido algunos años, −y, como resulta que el autor de este ensayo estaba en un error y aquel niño era un auténtico hebreo−, desde su situación privilegiada en la corte, no olvida a su madre ni a sus hermanos ni a sus pequeños amigos y vecinos. Y, si es cierto que él no olvida, posiblemente también sea cierto que no le dejan olvidar. El chiquillo crece como un príncipe egipcio, pero en palacio, y esto ha sido siempre así y siempre será de la misma forma, sus amigos y servidores le recuerdan, con el menor motivo, que él es un hebreo, un hijo del pueblo odiado, despreciado y marginado. Y si aquella gente no quiere que el niño olvide, el niño empieza a advertir que tampoco desea olvidar. El príncipe egipcio-hebreo comienza a percibir una extraña sensación bastante desagradable, y que ni siquiera puede identificar plenamente. Es como un sentimiento de culpabilidad que le hace experimentar vergüenza por llevar una vida cómoda, mientras sus hermanos de raza padecen humillaciones a manos de los mismos que le sirven y que a su vez se humillan ante él.

La previsible consecuencia de todo ese contradictorio ambiente es que, cuando tiene suficiente edad, de manera muy discreta, el joven Moisés mantiene un trato frecuente con aquellas gentes tan castigadas por el faraón. Estando en esta dinámica y de una forma totalmente inesperada, tal y como sucede con mucha frecuencia, se presenta el desenlace de aquella ambigua situación. Un día, el destino le interpone entre un agresor egipcio y una víctima hebrea. Inmediatamente, se puede decir que de una manera instintiva, Moisés advierte donde está su sitio. Golpea y mata al egipcio, e intentando ocultar el delito, entierra el cuerpo de la víctima en el desierto y regresa a palacio. Se siente abrumado por haber matado a un hombre, pero al mismo tiempo saborea una desconocida sensación de bienestar al advertir que ha luchado por su pueblo. Al día siguiente baja de nuevo al barrio hebreo y muy pronto percibe que el suceso es conocido por mucha gente. La más elemental prudencia le aconseja que se aleje lo más pronto posible de la justicia egipcia. Por muy príncipe que sea, en lo fundamental, no deja de ser un hebreo que ha matado a un egipcio. Y eso de que un hebreo matase a un egipcio estaba muy mal visto. ¡Vamos!, que posiblemente intentarían “regañarle”. Moisés comprende que no estará seguro hasta que no abandone los dominios del faraón.


HUIDA A MADIÁN (2*4)


En éste primer éxodo particular, Moisés atraviesa una parte bastante extensa de la península de Sinaí y alcanza los territorios de Madián. Apenas ha llegado, y por su caballeroso comportamiento en una disputa por un turno de abrevadero, el joven Moisés conoce a Séfora, la que después va a ser su primera esposa. La mujer le conduce hasta Jetró, que será su suegro y amigo. Y allí, en el territorio de los madianitas, sirviendo a Jetró, jefe de la tribu y padre de su mujer, pasa cuatro o cinco años, engendra a Gersom, su primogénito, y... y conoce a Yavé.

Sí; he dicho que transcurren cuatro o cinco años; no más.


LA EDAD DE MOISÉS (2*5)


Éx. 7, 7: Tenía Moisés ochenta años, y Arón ochenta y tres, cuando hablaron al Faraón.

¡Si tú lo dices!

Con la intención de poder determinar con cierta sensatez, la edad de Moisés cuando se inicia el Éxodo, y teniendo en cuenta que en el momento de su huida a Madián es poco más que un jovencito, debemos intentar concretar el tiempo que transcurrió desde que conoce a Séfora hasta que regresa a Egipto.

En el versículo Éx. 2, 23 se dice: Pasado mucho tiempo, murió el rey de Egipto...

No es posible saber qué entendía el sagrado cronista por mucho tiempo, pero, como acabo de afirmar, no debieron de transcurrir más de cuatro o cinco años desde la llegada de Moisés a Madián hasta la muerte del faraón.

− ¿Y en qué se basa el herético autor para realizar esta afirmación?

Pues esta apreciación tiene su fundamento en el relato del Éxodo 4, 20-26.

Moisés tuvo dos hijos, Gersom y Eliécer, pero cuando muere el faraón, todavía no ha nacido el segundo que es mencionado por primera vez en Éx. 18, 4, y por lo tanto, el niño que les acompañó en su viaje de vuelta a Egipto sólo puede ser Gersom.

Para una mayor confirmación de que ese niño era Gersom, tenemos el versículo 20 de Éx. 4, donde se dice: Tomó, pues, Moisés a su mujer y a su hijo... Advirtamos que sólo menciona un hijo ––al menos en los cuatro ejemplares que vengo consultando––. Pero además y como ratificación, nos encontramos con la etimología del nombre del segundo hijo. Eliezer significa: Dios es mi protección; y recordemos que antes del episodio de la “zarza ardiente”, Moisés no tenía una gran relación con su dios. ¡Vamos!, que en ningún momento hace mención de él; ni para bien ni para mal; circunstancia que le indujo a poner a su primogénito el nombre de Gersom, que significa estoy en tierra extraña.

Y por último nos encontramos con tres palabras del versículo 25: …circuncidó a su hijo. Entendámoslo: no dice a sus hijos, sino a su hijo.

Aceptando que se habla únicamente de un hijo, y conviniendo que sin duda es el primogénito, ahora procuremos determinar, aproximadamente, la edad de ese niño.

Gersom nació en el primero o segundo año después de la huida de Moisés; así se puede deducir de Éx. 2, 21-22 donde se dice: Moisés accedió a quedarse en casa de aquel hombre, que le dio por mujer a su hija Séfora. Séfora le parió un hijo, a quien llamó él Gersom...

Intentemos ahora interpretar con un sensato razonamiento los versículos siguientes:

Éx. 4, 20 dice: Tomó, pues, Moisés a su mujer y a su hijo, y, montándolos sobre un asno, volvió a Egipto...

Según ese texto, Moisés acomoda en el asno a la madre y al niño. Parece que se quiere señalar que el niño es llevado por su madre sobre el asno. Esto, lógicamente, nos está haciendo pensar que ese niño es todavía muy pequeño. Ahora, en los primeros años del siglo XXI, yo no sé cuál sería la actuación de un padre con su hijo, y, probablemente, muchos “papitos” llevarían sobre los hombros a un chico de diez u once años; pero en aquellos lejanos tiempos, las cosas no eran así. Los niños, desde muy pequeños, y sobre todo si eran hijos de pastores, estaban acostumbrados a trabajar y a caminar grandes distancias, por eso resulta casi inaceptable pensar que Moisés pudiera consentir que su hijo, próximo a la pubertad, hiciera parte del viaje sobre el asno.

Pero es que además…

En ese viaje, al hacer un alto en el camino, se produce un incidente que decide a Séfora a circuncidar a su hijo. Éx. 4, 25: Tomó entonces Séfora un pedernal, cortó el prepucio de su hijo...

La circuncisión solía efectuarse en los primeros meses de vida, y, aunque también podía demorarse unos pocos años, se procuraba no retrasar demasiado ese rito. Teniendo esto en consideración −y dejando al margen el embrollo que, no sin un visible esfuerzo, se monta el cronista del texto, cuando llega a conseguir que esos versículos 24-26 de Éx. 4, resulten totalmente incomprensible−, Gersom podía tener unos cinco años cuando fue circuncidado por su madre. Y, en definitiva, ese “mucho tiempo” al que se refería el narrador, no es “tan mucho”. Pero de todas formas, si alguien insiste en que había transcurrido “mucho tiempo”, por mi parte no hay el menor inconveniente en aceptarlo y, creo que es perfectamente comprensible imaginar a una madre, circuncidando el prepucio de un hijo de veinte o treinta años que viajaba con ella sobre un borrico.

Con estos razonamientos, únicamente he pretendido reducir en lo posible, la edad de Moisés en el inicio del Éxodo, cuando se afirma, y así consta en Éx. 7,7, que el profeta contaba ya ochenta años. No sabemos la duración de las plagas pero, por la manera encadenada que se nos presenta en el relato, debieron producirse en un breve intervalo de tiempo y con bastante continuidad; por eso, casi estamos obligados a presuponer, que Moisés inició el Éxodo con menos de cuarenta años. O sea, justamente la mitad de los reseñados.

Y la explicación a ese “error” que duplica la edad del profeta, estaría en las mediciones del tiempo que se usaban en Egipto. Allí, en aquella sociedad agrícola, los años comenzaban el veintiuno de junio (inicio aproximado de la inundación-SOLSTICIO) y el veintiuno de diciembre (inicio aproximado de la germinación-SOLSTICIO) ––o sea, dos veces en trescientos sesenta y cinco días––. Esos “años” de ciento ochenta y dos días, a su vez, estaban divididos en dos periodos prácticamente idénticos:

24 de septiembre: inicio aproximado de siembra-EQUINOCIO.

21 de marzo: inicio aproximado de recolección-EQUINOCIO.

Este cómputo del tiempo, rebajando a la mitad la edad del profeta, nos esclarecería la decisión del Moisés, cuando, con unos cincuenta años, toma una nueva esposa (Núm. 12, 1); y además nos sugiere que no deberíamos identificar a Moisés con un venerable anciano obligado a tomar unas decisiones muy difíciles e impropias de un hombre de esa edad. A mí, personalmente, se me hace muy difícil imaginar a Yavé contratando líderes en el Imserso.


¿QUÉ SUCEDIÓ EN EL MONTE NEBO? (2*6)


Aunque en el transcurso de este trabajo incidiremos, una y otra vez, en las continuadas actividades de Moisés durante el Éxodo, ahora, para finalizar este bosquejo de su vida, vamos a trasladarnos a sus últimos días.

En Dt. 32, 48-50 dice: (48) Aquel mismo día hablo Yavé a Moisés diciendo: (49) “Sube a ese monte de Abarim el monte Nebo, en tierra de Moab, frente a Jericó, y mira desde allí la tierra de Canán, que voy a dar a los hijos de Israel; (50) y muere en ese monte a que vas a subir”.

¡Caramba! Muy duro Yavé con su amigo.

Dt. 34, 5-6: Murió allí en la tierra de Moab, conforme a la voluntad de Yavé. 6 Él lo enterró en el valle de la tierra de Moab, frente a Bet-Fogor, y nadie hasta hoy conoce su sepulcro.

He calificado como muy duro el proceder de Yavé para con su amigo Moisés, pero, ¿y si en realidad existiese un buen motivo para ello?

Moisés, tal y como consta en Dt. 5, 5, era el mediador entre el Señor de la Gloria y los israelitas, y además, era el hombre de confianza en la casa de Yavé y “hablaba con él cara a cara” (Éx. 33, 9 y Núm. 12, 7). Por esa razón yo he interpretado, o he querido interpretar, que en el momento en que Yavé decide abandonar nuestro mundo; cuando ya ha finalizado el proyecto ángel (ENVIARÉ UN ÁNGEL), destinado a conducir a los hebreos hasta el Jordán; cuando ya ha buscado un sucesor para Moisés en la persona de Josué, el Señor de los cielos de los cielos, ya puede prescindir de ese Moisés, profeta y líder que le ha servido fielmente durante mucho tiempo, y por lo tanto, puede consentir su muerte.

Pero, ¿cómo se prescinde de un amigo?, ¿cómo se consiente la muerte de un ser querido?

La muerte no puede separarte de un amigo si eres tú quien decide sobre la vida y la muerte. Por esa razón también “he querido entender” –ésta es sólo una elucubración−, que Yavé muestra un aparente enojo (Dt. 3, 23 y siguientes), castigándole a no entrar en la tierra prometida, cuando en realidad, lo que está haciendo, es preparar el camino para su propia marcha y para llevárselo con él, sin que el pueblo tenga esa percepción (Dt. 34, 4 y siguientes). Al parecer muchos años antes, “otros dioses” se habían llevado a Henoch, y años después se llevarían a Elías en un carro de fuego.

Y si todo esto no fue como yo he querido entender, es porque las buenas acciones de Moisés no recibieron el merecido premio, y que fue entonces cuando se nació el proverbio que dice:

No hay buena acción que no reciba su castigo.

Y además, si realmente Moisés murió frente a Jericó, ¿por qué nunca se supo la ubicación de su tumba que jamás ha sido encontrada? Pero, sobre todo, y como incógnita más destacada:

¿Cuál pudo ser la razón que decidió a Yavé a ocuparse personalmente de enterrar a Moisés?

Él (Yavé) lo enterró en el valle, en la tierra de Moab, frente a Bet Fogor, y nadie hasta hoy conoce su sepulcro (Dt. 34, 6).

Y aquí se plantea otra interesante incógnita:

Si no fue a Moisés a quien Yavé enterró, ¿qué fue en realidad, lo que Yavé dejó soterrado en el valle de la tierra de Moab?

Nota. Este asunto se tratará con cierta intensidad en el capítulo dedicado al Testimonio.

Y me gustaría añadir que, posiblemente, poco antes –en ese mismo año– Arón también había sido recogido por Yavé. Basta leer la significativa descripción que se realiza en Núm. 20, 28-29 y 33, 38. Y de todas formas, leyendo la muerte de los dos hombres, debemos preguntarnos: ¿hay que subir a un monte para morirse?, ¿acaso es una “ocurrencia” de Yavé?

Mi conclusión de todo esto, es que, siendo Moisés un hombre excepcional, tiene como principal mérito, que resultó un personaje providencial que estuvo allí en el momento en que más se le podía necesitar. Un hombre que tuvo una vida muy difícil, y que, con algunos defectos que son inherentes al mejor de los seres humanos, fue un muy respetable y, posiblemente, inmejorable representante y embajador de todos los hombres ante aquellos visitantes forasteros venidos de los confines del universo. Pero, al mismo tiempo, fue un hombre que disfrutó de un privilegio difícilmente imaginable: tuvo un amigo llamado Yavé.

Como habrán advertido los lectores, son demasiadas las incógnitas relacionadas con Moisés que ni siquiera se han abordado en este trabajo. Muchísimo más es lo que me gustaría relatar acerca de aquel hombre extraordinario; pero igual que hice constar al referirme a José, y aunque Moisés sea uno de los protagonistas, tampoco él es el objeto de este trabajo. No obstante, en estas conclusiones sólo deseo resaltar que Yavé no castigó a Moisés; es más, por la grandeza de su alma y en compensación por sus servicios, el Señor del Cosmos le concedió su amistad, y al final, cuando el pueblo hebreo estaba dispuesto para cruzar el Jordán, no sé de qué manera, porque con toda seguridad, Yavé había abandonado nuestro planeta muchos años atrás, pero es el caso, que se lo llevó con él. Y permítanme añadir que, posiblemente, junto con él, iniciaron voluntariamente aquella galáctica aventura un pequeño grupo de hombres y mujeres. Y si esto no sucedió exactamente así, lo que sí que resulta más que posible, es que los Señores del Cosmos recogieran material procreativo para su posterior utilización. Con lo cual, es muy probable, que por esos mundos de Dios se encuentren hombres y mujeres que, gozando de una clonada, regenerada y envidiable eternidad, una vez, hace ya muchos años, pasaron una temporada en el Sinaí.


RESUMEN DEL CAPÍTULO II

Existe muchísima leyenda en torno a la vida de Moisés.

Deberemos admitir la evidente posibilidad de que Moisés no fuese hebreo, sino un verdadero príncipe o notable hombre egipcio, que en un momento determinado, asumió la defensa y protección de los israelitas. Esa actitud le obligó a huir a Madián. Años después, valiéndose de algún indulto, regresó a Egipto.

Moisés tenía unos cuarenta años cuando inició la preparación del Éxodo.

Moisés no murió en el monte Nebo; tal vez, igual que luego sucedería con Elías, fue recogido por Yavé.



En el valle de Moab, “algo” quedó enterrado por Yavé.

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