CAPÍTULO I: LOS HEBREOS (LOS HABIRU)




LOS PROTAGONISTAS (1*1) 

Como cualquier otro estudio sobre crónicas de unos sucesos muy antiguos y muy manipulados, este trabajo tiene, casi como único propósito, poner de manifiesto las más esenciales diferencias existentes entre estas tres posibilidades: la genuina verdad, la fervorosa mentira y el ingenuo disparate

Tendremos que admitir que un proyecto así encerrará alguna dificultad. Sin embargo, con un poco de sensatez y adoptando la REGLA DE ORO que ha quedado reseñada en el prólogo, en un buen número de ocasiones no resultará excesivamente difícil descubrir esa genuina verdad, que se encuentra, si no oculta, al menos extraviada entre una nutrida antología de interesadas falsedades y infantiles interpretaciones. Falsedades e ingenuidades que unos ávidos ungidos fueron acumulando con gran tesón y codicia durante siglos. 

Con esta declarada intención, y para que desde el inicio seamos capaces de identificar lo que tiene evidente importancia, y así poder diferenciarlo de aquello otro que resulta accesorio, como en una producción cinematográfica, y a manera de títulos de crédito, haremos un casting: 

El libro del Éxodo solamente tiene tres protagonistas: Yavé, Moisés y el pueblo de Israel. Los demás integrantes del excepcional reparto, Arón, Josué, Jetró, Séfora, Miriam y el faraón, son únicamente actores secundarios. Por supuesto, el resto de los participantes, Hur, Besalel, Oliab, los cuatro sacerdotes hijos de Arón, la princesa egipcia y las hipocráticas parteras, son simples figurantes o comparsas, e incluso algunos, no son más que discretos y anónimos “malditos”

Una vez efectuado este pretendidamente esclarecedor enunciado, creo que no debo demorar una inevitable puntualización: Si no he mencionado a los ángeles, y más en concreto al Ángel de Yavé, ha sido porque, a casi todos los efectos, los identifico con el mismísimo Yavé. 

Ahora, cuando acabo de mencionar al Ángel de Yavé, entiendo que es un momento muy adecuado para resaltar algo que ha sido determinante en el propósito de este trabajo: Un ángel es un mensajero; repito, MEN-SA-JE-RO: 

ÁNGEL = MENSAJERO = HERALDO = PORTAVOZ 


CON TODO RESPETO (1*2)

En este primer capítulo, y por realizar un intento para comprender a un pueblo que en representación de todos los hombres del mundo, fue guiado y protegido por un “dios”, vamos a tratar de conocer, de una manera muy resumida, a uno de los protagonistas anunciados. Después, en el segundo, conoceremos e intentaremos comprender a un ser excepcional: a un hombre a quien nunca podremos agradecer suficientemente su aportación, y que fue el transmisor del mensaje de Yavé. Y, aunque estará muy presente en todo momento, dejaremos para el último episodio a Yavé, la auténtica y decisiva figura de estos extraños y asombrosos sucesos. De ese “algo” ya consentido. 

Yo reconozco sinceramente, no tener la mínima autoridad para debatir sobre los hijos de Israel, pero como muy pronto advertirá el lector, este ensayo no es, ni pretende ser un estudio del pueblo hebreo. No obstante, sobre una sima de racional sentido común, he colocado un sial amparado en los textos bíblicos; de esta manera, tal vez nos sea posible conocer algo de la auténtica realidad de aquellas gentes en el momento en que Yavé les recoge en Egipto, tal y como consta en Dt. 4,34: ¿Ha habido un Dios que haya ido a buscar una nación en medio de otra…? 

Si exceptuamos las culturales, no existen diferencias entre los moradores de nuestro mundo. Amor y odio, valor y cobardía, bondad y maldad, nos hacen a todos tranquilizadoramente iguales. Pero, aunque podían haber sido otros, fueron los hebreos los elegidos. Tal vez, su único merito fue que pasaban por allí. No obstante, como se expondrá al finalizar este capítulo, yo entiendo que fueron seleccionados por tres diferentes y circunstanciales motivos. 

Pero sea como fuere, el pueblo de Israel resultó ser un dignísimo representante de los hijos del hombre ante aquellos extraños y asombrosos visitantes. Las gentes de ese pueblo sin duda alguna sufrieron las amarguras de los elegidos, y no se les evitó el dolor, el miedo, el hambre, la sed, la enfermedad y la muerte violenta. Sin embargo, todo ello les fue compensado con creces al gozar del innegable y legítimo orgullo de haber representado con honor a todos los hijos del hombre, y de esa manera, haber obtenido para ellos mismos y para los demás, el respeto de los habitantes del resto del cosmos. 

Con estas palabras que anteceden he pretendido mostrarles mi propio respeto y mi agradecimiento. Y, al mismo tiempo confío, que se haya entendido que las críticas que puede contener este trabajo no están dirigidas contra ese pueblo de sacerdotes, sino que están destinadas a determinados grupos de sacerdotes de ese pueblo de sacerdotes. Pero, si después de este aserto, alguien todavía no lo entiende y percibe mala intención en mis comentarios acerca del pueblo judío, le recomiendo un tratamiento hidroterápico al ajo. 

Además de esta expresión de respeto, en este exiguo y difuminado esbozo de la estirpe de los israelitas —que casi he limitado a su permanencia en el Sinaí—, se pretende, como he anticipado unas líneas antes, un segundo propósito: Al finalizar el presente capítulo, en unos breves párrafos intentaré dar mi explicación sobre las tres decisivas características por las que aquellas tribus de pastores hebreos llegaron a convertirse en el pueblo elegido


EL GÉNESIS (1*3) 

Nota previa al estudio de las Escrituras: 

Algunos piadosos “sabios”, manteniendo su impecable trayectoria dentro de sus ansiados y rebuscados errores, afirman que las Escrituras deben leerse en su idioma original. 

A mí, personalmente, me parece una opinión con escaso fundamento. 

— Y, ¿alguien sabe por qué carecen de sólido fundamento para esa afirmación? 

Pues, sencillamente, porque una disparatada narración original siempre será un disparate. Claro que, también es cierto, que por muy perfecta que sea la traducción de un relato disparatado, únicamente resultará un relato disparatado muy bien traducido. 

Conclusión: Lo mismo nos da leer el disparate en el original que en la traducción. 

— Entonces, ¿cuál es la opción más adecuada para leer las Escrituras? 

Tal vez, solamente tal vez, la opción más adecuada sería la que aconseja la lectura del mayor número posible de disparatadas narraciones originales y de disparatadas traducciones. Después, esa totalidad de disparates que se han leído, deberá ser tamizada en la criba del sentido común (sentido razonable), en su contexto y con sus delirantes circunstancias. De esta forma, quizás se puedan extraer conclusiones acertadas sobre aquello que muchos disparatados y fanáticos caletres entendieron o tradujeron, cuando trataron de interpretar unas primeras, genuinas y auténticas narraciones sensatas que, tal vez, nunca podremos interpretar. 

Comenzamos: 

Si bien es cierto que este trabajo se concreta en una mera interpretación del segundo libro del Pentateuco, sucede, que para una mejor comprensión de ese Libro del Éxodo, debemos adentrarnos unas páginas, únicamente unas pocas páginas, en esa colección de llamativas fábulas, curiosas invenciones y fantásticas historietas que se conoce como Génesis. Y esto, al mismo tiempo que me impone una casi excepción −puesto que después apenas me referiré a ese primer libro del Pentateuco−, me facilita la siguiente puntualización: La crónica que sobre la historia del pueblo hebreo yo reflejo aquí, como acabo de afirmar, no tiene otra base ni otro fundamento que las Escrituras; eso sí, unas Escrituras interpretadas con bastante libertad, con alguna sensatez, con un poco de sentido razonable y, por supuesto, desestimando intervenciones más o menos milagrosas. 

Y hablando de milagros, ahora, desde el principio, debe quedar muy clara esta puntualización: 

Aquí, en este trabajo que tiene ante usted, encontrará cosas extrañas y sorprendentes, y, por supuesto, disfrutará de algunos sucesos recogidos en el Pentateuco, que además de verdaderos son realmente maravillosos; sin embargo, por mucho que busque y se afane no hallará ningún milagro; ni siquiera un milagro pequeñito. Y esto, tratándose de documentos redactados por arrebatados adoradores de dioses verdaderos, puede resultar llamativo. Las Escrituras deberían interpretarse como la crónica de unos sucesos, más o menos auténticos, pero nunca milagrosos. 

Por esta razón, ahora comenzaré reconociendo lo que yo entiendo como una verdad incuestionable: Una pequeña parte de estos arcaicos relatos del primer libro de la Biblia tiene algún fundamento real. Sin embargo, las reseñas están tan mal hechas, los episodios están tan mal relatados, los sucesos se presentan con tan fantástica distorsión y, sobre todo, el conjunto del Libro ha sido tan pésimamente interpretado, que incluso amparándonos bajo el santo temor de Dios, resulta muy difícil cualquier intento por lograr una correcta explicación. Por esto, y admitiendo que la esencia de la verdad subyace en algunos de los relatos, también debo señalar que la inmensa mayoría de las narraciones del Génesis, tal y como ya he insinuado sutilmente, no son otra cosa sino mitos y leyendas destinados a sabios menores de doce años. 

Y éste es el momento de efectuar un llamamiento a quien desee rebatir estas descreídas reflexiones: Aquel afortunado mortal que posea pruebas fehacientes, que evidencien la falsedad de mis afirmaciones, que lo diga ahora o calle para siempre

En su versión Génesis, éste era el pueblo de Israel. 


ABRAHAM (1*4) 

Según el libro del Génesis, capítulo 11, versículos 31 y 32, hace mucho tiempo –alrededor de cuatro mil años–, de la ciudad de Ur, en Caldea, país que nunca ha sido difícil de localizar, pero que en el arranque del siglo XXI es sumamente fácil de identificar, y que está regado por los renombrados ríos Éufrates y Tigris, salió un hombre bastante rico y poderoso que, además de un más que respetable capital en oro y plata, disponía de una gran cantidad y diversidad de ganados. Aquel hombre llamado Téraj, tomó el camino del noroeste y llegó a la ciudad de Harán, a unos mil kilómetros de su punto de partida. A Téraj acompañaban, además de un buen número de pastores y siervos ––trescientos dieciocho––, su hijo Abraham, que todavía se llamaba Abram, su nuera Sara y su nieto Lot. 

No se sabe bien —bueno, en realidad no se sabe ni bien ni mal—, cuál fue el motivo por el cual Téraj abandonó Ur; pero siendo aquellas gentes pastores nómadas, nada tiene de extraño que decidieran trasladarse de un lugar a otro. Sin embargo, en esta ocasión, el desplazamiento migratorio tenía más de expatriación o extrañamiento, que de movimiento periódico y habitual de una tribu nómada; de hecho, jamás regresaron voluntariamente y, ni tan siquiera aparece reflejada la menor intención de volver a Caldea. Y digo que no regresaron voluntariamente, porque su retorno durante la deportación a Babilonia fue bastante a la fuerza. Por estas razones podemos entender que aquel viaje de Téraj, Abraham, Sara y Lot, fue el primer éxodo de los hebreos. 

El Génesis, en su capítulo 11, versículo 32, nos cuenta que en esa ciudad de Harán, y con doscientos cinco años de edad, murió Téraj. Sin embargo, y según consta en los versículos del uno al cinco de Génesis doce, bastante tiempo antes de su muerte, y siendo Téraj todavía un joven-anciano que contaba sólo con ciento cuarenta y cinco años, faltándole por lo tanto toda una vida de sesenta años hasta su muerte, el dios que tenían por allí en aquel momento había ordenado a Abraham que se despidiese de su padre, y que, abandonando aquellas tierras de Harán se adentrase en Canán. Así lo hizo Abraham, que acompañado de su bella esposa Sara y de su sobrino Lot. Así pues, dejando al abuelo Téraj en Harán engendrando hijos e hijas, el patriarca llegó hasta Siquem, ciudad situada a occidente del Jordán, a unos cincuenta kilómetros al norte de lo que después sería Jerusalén. 

Y aquí haré una nueva precisión que, como se verá en su momento, no carece de importancia: Aquella promesa de una gran descendencia y de unos territorios ribereños del Jordán, realizada al patriarca Abraham por aquel Dios que se presentó en una hornilla humeante (medio de transporte rodeado de fuego y humo), quedó emplazada para después de transcurridos cuatrocientos años. (Gén. 15, 13-17). Recordando esto, de momento lo dejamos aquí. 

Resulta necesario tener muy en cuenta, que en oposición a lo que se pueda pensar sobre el viaje y migración de un pastor, y tal y como consta en Gén. 14, 14, Abraham no se encontraba solo ni mucho menos, sino que viajaba acompañado por un considerable número de pastores asalariados, siervos, hombres, mujeres y niños, y que una buena parte de ellos constituía una especie de guardia personal o ejército privado, algo que resultaba indispensable para un hombre poderoso y rico, que en aquellos turbulentos tiempos se desplazaba por aquellos peligrosos parajes. Con toda seguridad no se puede afirmar que fuesen esos trescientos dieciocho asalariados que se citan en el versículo antes reseñado, pero sí que sería un buen montón de hombres armados. En realidad, y para hablar con propiedad, debemos referirnos a toda esa gente como a una compacta tribu. Tribu que, con posterioridad, y tras el patriarcado de su nieto Jacob-Israel, dio origen a las doce tribus hebreas. 

Como es fácil de imaginar y, además así consta en distintos capítulos del Génesis, la vida no resultaba nada fácil. Claro, que si lo pensamos bien, ¿cuándo ha sido fácil la vida del hombre? Casi a diario se veían obligados a disputar a otros pastores unos raquíticos hierbajos con los que alimentar a sus rebaños; en ocasiones, la lucha a muerte era contra reyezuelos-caciques de diminutos poblados; padeciendo endémicas enfermedades que diezmaban el ganado; soportando pavorosas sequías que obligaban a recorrer enormes distancias para saciar la sed de aquellas famélicas vacas, ovejas y cabras; con insistente reiteración, padeciendo las consecuencias de los terribles vientos simún que, arrasando la tierra ahogaban las míseras briznas de hierba; y por supuesto, con una periodicidad y reiteración excesivamente insistentes, sometidos durante largos periodos a la cruel tiranía del hambre. 

En una de esas ocasiones en las que el periodo de hambre se prolongaba por más tiempo de lo acostumbrado, encontramos la clave concreta para entender una nueva emigración o éxodo de la familia de Abraham. En su día habían salido de Caldea internándose en los territorios del noroeste de Mesopotamia; después habían salido de allí y se habían adentrado en Canán; ahora, con la lícita y comprensible pretensión de soplar una cuchara de vez en cuando, abandonaban la peregrinación por los territorios comprendidos entre el mar grande de occidente (Mediterráneo) y el río Jordán, y penetraban en un nuevo país: Egipto. 

Las tribus nómadas, y entre ellas la de los hebreos (los habiru), sabían que en ocasiones, cuando las circunstancias se tornaban tan adversas que resultaban insoportables, y aprovechando que en Egipto se consentía su entrada siempre y cuando la tribu no fuese muy numerosa, no tenían otra opción que refugiarse en lo que identificaban como el país de la Tierra Negra. No obstante, los nómadas sólo se internaban en los territorios del río Nilo si no encontraban otra solución, puesto que aquella elección, como se detallará después, era una alternativa casi desesperada. Abraham debió considerar que la situación era angustiosa y condujo a su gente al país del gran río. Esa fue la primera vez que la tribu hebrea pisó tierra egipcia (Gén. 12, 9). 

No se sabe, o al menos yo no lo sé, cuánto tiempo estuvieron Abraham, Sara y Lot en Egipto, pero lo que sí se conoce, porque así quedó registrado en Gén. 12, 19-20, es que fueron expulsados por el Faraón.

LOS NÓMADAS (1*5) 

Este último suceso me da oportunidad para hacer una breve reflexión sobre los cuatro éxodos de los que, hasta el momento en que Abraham abandona Egipto, hemos sido testigos: Téraj sale de Ur; Abraham abandona Harán y marcha a Canán; Abraham deja Canán y se traslada a Egipto; Abraham es expulsado de Egipto y regresa nuevamente a los territorios ribereños del Jordán. Sin la menor duda aquellas gentes eran nómadas, pero además eran muy inquietos. 

Existen varias interesantes teorías que pretenden argumentar la obligatoriedad de esos “movimientos migratorios” en base a una extraña idiosincrasia de los hebreos, así como en los sentimientos que inspiran entre otros pueblos. Yo conozco algunas de ellas y no las comparto en absoluto. Sin embargo, no dejo de reconocer que un pueblo que tiene la certidumbre y la más absoluta convicción de haber sido elegido por un poderoso “dios” –algo que por otra parte, como veremos más adelante, y con algunos matices, es bastante cierto–, tiene por fuerza que sentirse distinto de los demás. Pero esa diferencia, no puede de ninguna manera dar justificación a ese odio irracional del que frecuentemente son objeto, y que originó a mediados del pasado siglo XX varios millones de los más atroces asesinatos. Pero además, si lo meditásemos unos segundos, tendríamos que admitir que el resto de la humanidad debemos a los judíos bastante más de lo que estamos dispuestos a reconocer. Claro que, por otra parte, los judíos también tendrían que conceder que ya son demasiados éxodos forzados, y que, aunque sólo fuese para evitar tanta polémica, un buen equipo de asesores de imagen les hubiera venido de maravilla. 

JOSÉ (1*6) 

Continuando con nuestra narración que iniciamos con la declarada intención de conocer un poco más a ese interesantísimo pueblo, y reconociendo que todavía faltan siglos para llegar al momento cumbre de la historia de los hebreos, ocasión en la que se produjeron unos fascinantes sucesos que de siempre han llamado la atención de media humanidad y que son el objeto de este trabajo, ahora debemos intentar conocer cuál era la causa de su estancia en Egipto en ese preciso momento, en el que según las Escrituras, la tronante Gloria de Dios se presentó de nuevo ante ellos para cumplir las promesas hechas a los patriarcas. 

Murió Abraham y murió su hijo Isaac. Estamos en los tiempos de Jacob, que había heredado de Isaac, su padre, y de Abraham, su abuelo, una notable amistad con su Dios, el cual, en el momento de cambiarle el nombre de Jacob por el de Israel —algo muy acertado, si tal y como se supone, el nombre de Jacob procede del hebreo AGAB que significa engañar— digo, que su Dios le había otorgado, junto con la más solemne bendición, la firme promesa de una inmensa descendencia y la concesión de una tierra que manaba leche y miel. Unos productos que, incomprensiblemente, siendo bastante menos necesarios que el agua y el pan, gozaban de más tirón que el vino y el aceite

Ya era muy anciano Jacob-Israel cuando de nuevo el hambre atacó con severidad al pueblo hebreo. El venerable patriarca, al igual que había hecho su abuelo, no viendo otra opción, en un quinto éxodo decide “bajar” nuevamente a Egipto. Sin embargo, debido a su avanzada edad, y posiblemente recordando que su abuelo había sido expulsado por el faraón, en principio, él mismo no se traslada personalmente al país del gran río, sino que envía a sus hijos a comprar provisiones. 

Pero los proyectos del patriarca se complicaron un poco. 

Unos quince años antes de esta expedición en busca de suministros, se había producido entre aquellas gentes, que no tenían una catadura moral demasiado ejemplar, un suceso que hasta a ellos mismos avergonzaba. Los hijos de Jacob habían vendido como esclavo a su propio hermano. Y lo peor del asunto es que lo vendieron usando la opción caritativa, humanitaria y fraternal, y de esta forma evitar la otra alternativa que se barajaba con respecto al joven José, y que era, ni más ni menos, la de asesinarle. Su Dios, el destino, o quien fuese que pasase por allí en aquel momento, decidió que el muchacho, que por aquel entonces sólo contaba diecisiete años, salvase la vida. 

Pasaron los años. 

Todos sabemos que la vida da muchas vueltas, y resultó, que cuando llegaron las hambres y los pastores hebreos se presentaron en Egipto en busca del necesario abastecimiento de pitanza, se encontraron con que aquel hermano vendido como siervo había prosperado enormemente y se había convertido en primer ministro, hombre de confianza y amigo del Faraón. Este bonito cuento, que por supuesto es de sobra conocido, se puede y se debe leer en el libro del Génesis, capítulos treinta y siete a cincuenta. No obstante, y a pesar de su innegable atractivo, tampoco es la finalidad de este trabajo. 

EL MONOTEÍSMO (1*7) 

De todas formas conviene tener muy en cuenta, a los efectos de intentar comprender la etiología del Éxodo, que entre José y aquel ignoto faraón –posiblemente Amenofis III–, y posteriormente con su hijo y sucesor, nació una gran amistad; y que el patriarca hebreo con su religión monoteísta, influyó de una manera muy acusada en el politeísta rey de Egipto. Esta influencia, junto con algunos otros sucesos extraordinarios que acontecieron por aquellos días, tuvo sus posteriores consecuencias durante el reinado de Amenofis IV –el místico Akhenatón–, en la poco conocida época del El-Amarna, y determinó como rumiada y preventiva reacción, que unos años más tarde, los sacerdotes de Amón consiguieran expulsar de Egipto a los monoteístas hijos de Israel. 

Por supuesto, todos estos relatos del Génesis, de la misma manera que mis propias interpretaciones al respecto, deberán ser tomados con mucha, pero que con muchísima reserva. 

Y puesto que acabo de referirme a la influencia del monoteísmo hebreo en aquel rey de Egipto, creo que es éste el momento adecuado para dejar constancia de una realidad que, aunque nadie discute, tampoco nadie resalta suficientemente: 

Moisés, Arón, Josué y todo el pueblo que les acompañó en el Sexto Éxodo, el Éxodo por excelencia, eran egipcios. 

Nota: He dicho Moisés y debería decir: sobre todo, Moisés. 

Aquellos hebreos, sus padres, sus abuelos y todos sus antepasados en unos cuatrocientos años (Gén.15, 13), –cuatrocientos treinta, si aceptamos la precisión de Éx.12, 40–, habían nacido en Egipto. Es importante reconocer esta evidente realidad si en verdad deseamos llegar a una correcta exégesis de los sucesos del Sinaí. Así pues, recordemos que aquellas gentes eran egipcias, y que con todas las matizaciones y con todas las puntualizaciones que se quieran efectuar, la cultura del país del Nilo había arraigado en sus costumbres y, por supuesto, en sus conocimientos y técnicas. Y esta influencia, como se podrá apreciar en su momento cuando tratemos sobre los capítulos olvidados, es muy importante, y se puede decir que resulta casi determinante. 

Y aquí doy por finalizada la pequeña incursión en el libro del Génesis. A partir de este momento nos adentramos en el documento más fascinante y asombroso de todos los tiempos: El Libro del Éxodo. 

LA CRONOLOGÍA EN LA BIBLIA (1*8) 

Según el primer capítulo del Éxodo, los israelitas han entrado otra vez en Egipto. Pero esta ocasión con alguna diferencia; en esta nueva andadura se presentan pisando fuerte como familia del jefe. Y, ¿qué les voy a contar a los lectores? ¿Alguien imagina cuál puede ser el comportamiento de unos inmigrantes que al llegar al país de acogida, se encuentran que el mandamás, jefe y boss de esa poderosa nación resulta ser un pariente muy pariente? Naturalmente, y como por otra parte hubiera hecho casi todo el mundo, los hebreos se aprovechan de ello, y olvidando que habían venido de visita –turismo y negocio−, su estancia en Egipto en unas condiciones de acogimiento bastante favorables para ellos, se prolongó año tras año. 

Pero ya se sabe que todo se acaba. De igual manera que había muerto su bisabuelo Abraham, su abuelo Isaac y su padre Jacob, José, el amigo del faraón, fue a reunirse con sus antepasados. También murieron sus hermanos y murió toda aquella generación y varias más. Y, por supuesto, murieron los faraones amigos de José, y con ellos se dio fin a la acogedora protección que estaban recibiendo los hijos de Israel en Egipto. Así consta en Éx. 1, 8: Alzóse en Egipto un rey nuevo, que no sabía de José. 

Desde el faraón Amenofis III, que reinó entre 1413 y 1377 antes de la Era Común, y que pudiera ser el faraón que se beneficiaba de los usufructos del trono cuando Israel llega a Egipto –momento en que José es nombrado visir del reino–, hasta Ramsés II o Merneptah, que eran los faraones entre los años 1300 y 1220, cuando también posiblemente se inicia el Éxodo, han transcurrido casi doscientos años. Sin embargo, en Éx. 12, 40 consta otra apreciación de ese mismo tiempo: La estancia de los hijos de Israel en Egipto duró cuatrocientos treinta años. Como se puede apreciar, existe una “pequeña” diferencia de unos doscientos años. Claro que, estas discrepancias cronológicas nunca han supuesto el menor inconveniente para los elásticos y acomodaticios levitas. En este caso solucionaron la contradicción, modificando el momento de iniciar la cuenta de esos cuatrocientos treinta años –o desde Abraham o desde Jacob−. Para ellos, para los flexibles levitas, para los auténticos inventores de la teoría del Punto Gordo, un hombre tiene veinte o treinta años, dependiendo de la decisión que adoptemos: podemos empezar a contar sus días desde el momento en que nació, y en ese caso el hombre cuenta veinte años, pero también podemos comenzar la contabilidad desde aquel feliz día en el que sus padres, siendo todavía unos niños, se conocieron gracias al designio divino; en este otro caso, el hombre ya tiene treinta años. Éste es un típico ejemplo de lo que ocurre en la Biblia, y que hace que algunos relatos sean tan sospechosos como un puzzle encajado a martillazos. Pero no olvidemos, o mejor dicho, tengamos muy en cuenta, algo que también es muy cierto: en esa parte de las Escrituras que es el Pentateuco, a pesar de sus enormes errores y evidentes añadidos, existen grandes verdades que no deben presentar ni la menor duda en cuanto a su autenticidad. Y me estoy refiriendo a unos relatos que pueden parecer fantásticos, pero que no obstante resultan rigurosamente ciertos. Sin embargo, y como ya he dicho, también es indiscutible que durante centenares de años algunas partes fueron añadidas, otras suprimidas y muchas alteradas. Nadie puede pretender, ni siquiera imaginar, que una obra que no estaba escrita sino que se transmitía oralmente, y de la cual, los hombres eran depositarios y responsables, pudiese permanecer inalterable en el transcurso de los siglos. 

Como una muestra indirecta de las sólidas pero sospechosas verdades de la Biblia, debería resultarnos muy significativo lo que afirma Flavio Josefo (Contra Apión) cuando refiriéndose a la rigurosa verdad de los anales de su historia, dice: “Únicamente los profetas han consignado por escrito con toda claridad, bien los hechos del pasado y ya antiguos que habían conocido por inspiración divina...” Entendamos el asunto y admiremos el rigor científico: Escriben lo que han conocido por inspiración divina. En lo que se refiere a la claridad de los escritos, remito al lector a Éx. 4, 24-26 y a Éx. 33, 18-23. 

Así pues, cuando afirmo que los textos contienen demasiadas mentiras, sugiero que nadie se rasgue las vestiduras, pero que si lo hacen, al menos y por pudor, lo ejecuten en el aislamiento de sus claustros. No debemos perder de vista que el Pentateuco y el resto de las Escrituras no son libros de historia, sino que son unos libros que relatan historias, y que, por supuesto, también nos cuentan muchas historietas de inspiración divina

MULTIPLICACIÓN DE LA DESCENDENCIA DE ABRAHAM (1*9) 

En ese tiempo —durante esos doscientos o cuatrocientos o cuatrocientos treinta años—, aquellas setenta almas descendientes de Abraham y que durante el patriarcado de Jacob habían bajado desde la tierra de Canán hasta Egipto, se habían multiplicado enormemente y, según dice el faraón en Éx. 1, 9: Los hijos de Israel forman un pueblo más numeroso que nosotros. Al parecer se había convertido en un pueblo muy considerable en número dentro de otra nación. Sin embargo, en evidente discrepancia con la faraónica afirmación, Moisés, en Dt.7, 7, dice refiriéndose al pueblo hebreo: sois el más pequeño de todos. Así, pues, aquel pueblo era al mismo tiempo el más numeroso y el más pequeño. Sencillo y fácil de entender

Sin embargo, la solución a esta evidente contradicción no es muy difícil, si tenemos en cuenta que a los sacerdotes-gobernantes hebreos les interesaba muy mucho, dejar constancia de la fuerza de su pueblo. Y en aquellos tiempos, la fortaleza de un ejército no radicaba en la posesión de armas estratégicas, sino en una imponente cantidad de hombres aptos para la lucha. En mi opinión, aquel pueblo hebreo era, en números, más bien pequeño que grande. 

Nota demográfica: ¿Cómo es posible que las familias de Abraham y Lot, que constaba de al menos un par de millares de miembros, quedase reducida en tiempos de Jacob a setenta almas, y que después diese origen a doce nutridas tribus con más de seiscientos mil hombres de lucha? (Éx. 12, 37). 

Pero fuese como fuese, grande o pequeño, lo que parece indudable, según se desprende de las palabras del faraón, es que algunos enemigos ya se había agenciado, y que, para muchos egipcios, para los Sinuhé de toda la vida, aquellos descendientes de emigrantes resultarían un completo incordio. Hoy lo denominaríamos como “un grupo étnico, que gozando de unas peculiaridades y costumbres ancestrales que le hacen distinto, no obstante, es merecedor de nuestro respeto”. Por desgracia, en aquel tiempo no eran tan respetuosos. 

Nota: Esto de los respetos por las minorías es una complaciente fábula inventada por los arrebatados de la tolerancia. Algunos historiadores “buenistas”, en su amoroso roll de comprensivos y flexibles ciudadanos, afirman sin el menor rubor, que por ejemplo, en la ciudad de Toledo de la España medieval, los miembros de las tres religiones (judaísmo, cristianismo e islamismo), convivían respetuosa, pacífica y amorosamente. Esta afirmación, además de ser falsa es falsa. El fanatismo, el odio, la desconfianza y la envidia eran las insignias bajo las que se agrupaban los unos contra los otros. Nadie duda que es muy fácil inventarse una ilusa ilusión, pues, como dijo don Paco Quevedo: “El mentir de las estrellas es muy seguro mentir, porque ninguno ha de ir a preguntárselo a ellas”. 

LA VIDA EN EGIPTO (1*10) 

En Egipto, como ya he dicho, las tribus de pastores nómadas, además de estar al resguardo de sus enemigos naturales –que solían ser los habitantes de todas las comarcas por las que peregrinaba–, no se veían continuamente azuzados por la amenaza del hambre; y por otra parte, se podía asegurar sin faltar a la verdad, que tenían casi asignadas unas tierras en la región de Gosén; un territorio al noreste del delta que, al parecer, resultaba muy apto para el pastoreo. 

Pero esta bucólica y casi idílica dulzura la amargaban los egipcios que, al parecer, se lo hacían pagar con creces. Ciertamente los hebreos no pasaban hambre y comían casi todos los días, pero en el menú que se les ofrecía, los egipcios ponían en su mesa un primer plato de absoluto desprecio y un segundo aderezado con las mayores ofensas; y todo ello acompañado con una guarnición de humillaciones. Además, y como postre, los hijos del dios Amón imponían a los hebreos unas tasas y unos tributos con una base imponible tan alta, que resultaban casi insoportables; sobre todo, para unos pueblos nómadas muy poco acostumbrados a pagar impuestos. Estos pastores, cuando no podían atender los pagos de sus contribuciones con dinero, y antes de desprenderse de sus diminutos rebaños, se veían obligados a realizar labores ajenas a las que tenían por costumbre. Por esta razón, unos trabajaban en las canteras, otros en el arrastre de piedras y un buen número como barreros, recogiendo en las cercanías del Nilo los barros y pajas necesarios para los alfares en los que se fabricaban los ladrillos de adobe. 

No se sabe con certeza cuál era la causa de ese odio que los egipcios sentían por los forasteros, pero tampoco se conoce con precisión el origen del odio y del racismo que siempre ha proliferado por el mundo. En el caso de los nómadas y los egipcios se apuntan varios y distintos motivos que pueden tener mayor o menor fundamento. Pero lo cierto es, que los egipcios, eminentemente agrícolas, no sentían demasiada simpatía por aquellos pastores de extrañas costumbres que adoraban a un solo e invisible Dios. 

Así están las cosas cuando aquel faraón, muy presionado por los sacerdotes de Amón, medita, tal vez con fundamento, sobre el problema que supone para Egipto la estancia entre ellos del pueblo hebreo y de algunas otras minorías raciales. Y el faraón, en su reflexión de Éx. 1, 9, se dice: He aquí un pueblo muy fuerte y numeroso que posiblemente suponga un peligro para nosotros en caso de ser invadidos, puesto que pueden tomar partido por el enemigo. El monarca egipcio, que al parecer no era tonto del todo y que no debía su trono al voto emigrante, cavila de esta manera: “Estos hebreos no serán muchos, pero algunos sí que son; y malo es que desde el exterior te acose el enemigo, pero tenerlo en casa es todavía peor”

Esta reflexión del faraón, nos está diciendo con toda claridad que los egipcios no estaban excesivamente felices con la presencia de los hebreos, y que, por lo tanto, no parece muy coherente la postura que en el Pentateuco se atribuye al faraón impidiendo la salida de los israelitas. Pero sea de una manera o sea de otra, al menos debemos de reconocer, sin que ello conceda la razón al rey de Egipto, que de la misma forma que en la ocasión anterior en tiempos de Abraham, esta vez los israelitas tampoco debían estar plenamente integrados; y se podría afirmar sin faltar demasiado a la verdad, que las relaciones entre egipcios e israelitas eran ambivalentes: la mayor parte de las veces se odiaban, sin embargo, en otras ocasiones sólo se aborrecían

Y todo esto sucedía, a pesar de que los hebreos en los primeros tiempos, habían sido tratados con toda consideración en atención a sus amistades y relaciones en la Corte. No obstante, ellos siempre se habían considerado de paso en aquél país, al que, por supuesto, no sentían como suyo. Se producía un fenómeno que sucede con mucha frecuencia entre los emigrantes: los hebreos estaban idealizando sus tierras de procedencia, los lugares de peregrinaje de sus padres

Aunque existían excepciones, según se aprecia en Lev. 24, 10, es probable, por no decir seguro, que los matrimonios hebreos se celebraban dentro de ese mismo pueblo, y con preferencia dentro de los miembros de la misma tribu. La demostración la encontramos en la endogámica ley de levirato reflejada en Gén. 38, y en el pretendido Código de la Alianza, especialmente en Éx. 34, 15 y 16. Por otra parte, y dentro de lo posible, y evitando la confrontación directa con las leyes egipcias, aquellos pastores mantenían sus tradiciones, sus alimentos y su forma de vestir; procuraban vivir cerca los unos de los otros, rehusando en lo posible el trato con los demás. En pocas palabras: conservaban y defendían su diferencia cultural. 

Por supuesto, al no ser propietarios de tierras ni disfrutar de una especial amistad con los sacerdotes del dios Amón, que eran junto con el faraón los dueños de las mayores extensiones de terrenos de cultivo, los hebreos no participaban con intensidad de las tareas agrícolas; y eso también era muy poco apreciado por un pueblo que vivía del trabajo del campo. Un sector significativo de los hijos de Israel, siguiendo el ejemplo del abuelo José, estaba constituido por funcionarios del gobierno, escribas, administradores y artesanos; no obstante, una mayoría seguía dedicándose al pastoreo, y esa actividad tampoco era muy bien vista entre los egipcios. Y, como todos sabemos, siempre y en todos los lugares han existido grandes conflictos entre agricultores y ganaderos; si alguien lo duda sólo debe que consultar los archivos de la Mesta. 

En pocas palabras: Los hebreos eran diferentes, se consideraban diferentes, y además hacían notoria demostración de sus diferencias. Y ya se sabe que a los hombres en general, lo raro, lo extraño, lo diferente, nos inquieta. Y de cualquier manera, para los egipcios, aquellas extrañas tribus de pastores tan escasamente integrados que vivían dentro del país, suponían un problema que tenía una notable importancia. Pero, sea como fuere, tendremos que reconocer que ese original pueblo hebreo hacía una evidente demostración de esa rara habilidad que posee para evitar hacer amigos

Además, a estas peculiaridades se debe añadir una circunstancia que influía en su potencial peligrosidad: la mayoría del pueblo hebreo estaba localizado y concentrado en una misma comarca, la región de Gosén. Y resulta, que ya entonces sabían, que un pueblo conflictivo, si no está diseminado, y por el contrario permanece agrupado en una región determinada, puede resultar todavía más... ¿problemático? 

Nota: Estos territorios de Gosén estaban constituidos por una franja de terreno con una anchura notable. Era una región que, por su proximidad a la frontera, sufría de continuas razias y correrías de pequeños grupos nómadas que arrasaban las cosechas. Estas circunstancias aconsejaban no cultivar los campos e invitaban a ser un frecuente asentamiento de pastores. 

En toda esta problemática relación entre egipcios y hebreos, y como circunstancia más decisiva, encontramos el asunto de las distintas y opuestas religiones. 

Los estamentos sacerdotales egipcios sentían verdadera intranquilidad ante la extraña religión monoteísta de los hebreos y su invisible dios. Estaba todavía muy reciente en su memoria la experiencia con un dios único emprendida por el faraón Akhenatón; y aquellos tristes recuerdos no eran muy agradables para “los traficantes de dioses” −también conocidos como sacerdotes−, que cuando fueron obligados a cerrar algunas sucursales –ellos las llaman templos−, y tuvieron esconder en sus sacristías una respetable cantidad de piadosas divinidades, comprendieron que podían terminar en el paro. Yo, por supuesto, no tengo ni la menor duda que los sacerdotes de Amón, que no obtenían beneficio alguno del dios de los hebreos, fueron los verdaderos instigadores del odio de los egipcios contra los israelitas. Con lo cual, ésta no deja de ser una demostración más de la ostentosa incapacidad de los dioses para unir y reconciliar a los hombres. Claro que, si de lo que se trata es de la recurrente y manoseada intención divina de poner a prueba a los humanos, entonces el asunto cambia: en aquellos tiempos, igualito que ahora, para poner a prueba a los hombres, los dioses se apañaban de maravilla. Y para qué hablar de su divina generosidad cuando acogen a los hombres en el paraíso. ¡Lástima esa luctuosa última cláusula de obligado cumplimiento! 


LAS BUENAS COMADRONAS (1*11) 

Pero bueno, sea de la manera que fuere, la situación en Egipto llegó a un punto crítico, y tal y como nos cuenta el LIBRO, el faraón decide poner en marcha una iniciativa “bastante discutible”. 

Según consta en Éxodo 1, 11-14, el escriba o copista responsable, afirma que el faraón, con su poco solidaria intolerancia, les amargaba la vida, les oprimía y les esclavizaba. A continuación, en los versículos del 15 al 22, se enfrasca en la narración de unas leyendas populares, y relata, hasta con nombres, el cuento de las competentes e incorruptibles parteras, donde, al parecer, el faraón y su gobierno se dedican a ordenar a las comadronas que maten a los hijos de los hebreos. Los cronistas sagrados no se detienen en reparar, que en el más excepcional de los casos, una partera podría matar a cuatro o cinco recién nacidos, pero que si lo intentaba con el sexto, no se escapaba viva aunque se cobijara bajo el trono del mismísimo faraón. Además, en aquella sociedad, la parturienta, cuando recibía ayuda para el trance, que no era siempre ni mucho menos, se la facilitaba su pareja de hecho, su compañero sentimental, su madre, sus hermanas, sus vecinas, e incluso sus otros hijos, pero en muy escasas ocasiones era atendida por una partera. Este tipo de leyendas urbanas se repite en otros muchos escenarios, y además de estar basadas en la espantosa mortandad infantil, como otras muchas fábulas tiene su origen en algún suceso real que con frecuencia tiene su fundamento en la existencia de parteras muy poco hábiles, escasamente asépticas, y que en ocasiones se presentaban a prestar su servicio en acusado estado de embriaguez. Sea por la causa que fuere, aquellas comadronas, cumpliendo fielmente el "juramento hipocrático" no atendieron a las indicaciones del rey, y como resultado, las hebreas continuaron pariendo hermosos retoños. 

Insistiendo en su perversa iniciativa, y viendo que el proyecto parteras no ha surtido el efecto deseado, el faraón adopta una vía aun más directa. “Mandó pues el faraón a todo su pueblo que fueran arrojados al río cuantos niños nacieran a los hebreos, preservando sólo a las niñas”. (Éx. 1, 21) 

Esta nueva y criminal iniciativa del faraón, aunque parezca extraño, podría estar más ajustada a la realidad. Aquellas gentes vivían en una cultura tan ruda y primitiva, que es muy probable, que apoyado por el odio que, sin la menor duda, sentían los egipcios por sus intrusos vecinos, un tirano promulgase leyes de ese estilo o muy semejantes. Pero también pudo ocurrir, y lo digo haciendo notar la existencia de Arón, que tal vez la pretensión del faraón fuese la de limitar el número de hijos varones entre los hebreos: hijas, todas las que deseéis, pero varones, sólo uno por familia. 

Aquí conviene hacer otra puntualización. 

Yo estoy seguro que ninguno de los lectores de este trabajo defendería con absoluta convicción, la teoría de que jamás en la historia de la humanidad han existido gobernantes que hayan pretendido imponer un control de la natalidad. Con mucha frecuencia los poderes públicos, más o menos déspotas y tiránicos, han tenido esa misma ocurrencia; en nuestro más reciente pasado disponemos de amarillentos ejemplos. Entonces, en aquel Egipto del Imperio Nuevo, también había sucedido unos años antes, cuando el “demofílico” (no demagógico) faraón Akhenatón, tratando de mejorar el nivel de vida y la renta per cápita de sus súbditos, intentó esa misma maniobra restrictiva, pretendiendo limitar una actividad procreadora que entretenía mucho tanto a los hombres como a las mujeres, y que gozaba de un gran arraigo entre el pueblo. En apariencia con sus mejores propósitos, y para evitar el abuso de la píldora del día después, el místico rey de Egipto intentó organizar los más deliciosos momentos de su amado pueblo. Y, si esa iniciativa en aquellos tiempos tan cercanos al Éxodo, había sido propuesta para los naturales del país, nadie podrá dudar que ese mismo proyecto se intentase poner en práctica con las etnias foráneas que pudiesen resultar conflictivas. 


¿PERMISO DE SALIDA O EXPULSIÓN? (1*12) 

Sea como fuere, las cosas no se presentan demasiado atractivas para los israelitas que, no obstante, se resisten a salir de Egipto. Y, por resultar ciertamente importante para la tesis de este trabajo, deseo efectuar una nueva precisión: 

En contra de lo que afirman las Escrituras, los hebreos, o al menos una parte muy considerable de ellos, no abandonaron voluntariamente Egipto. Como ya había sucedido antes, y como luego ocurriría en distintos tiempos y en diferentes países, los israelitas fueron expulsados, o al menos deportados, del país del Nilo. Aunque se pretenda interpretar en otro sentido, así lo deja patente el Éx. 11, 1, cuando aludiendo al faraón, Yavé dice: “...no sólo os dejará ir, sino que os echará de aquí. Y de forma semejante consta en la Torah en Nombres 12, 39: …porque al ser expulsados de Egipto (los hijos de Israel) no habían podido demorarse… 

Moisés no presionó al Faraón para que permitiese la salida del pueblo hebreo. Moisés negoció y fue consiguiendo, poco a poco, que la expulsión fuera más tolerable para aquel pueblo y para que aquellas gentes pudiesen abandonar el país con la mayor parte de sus pertenencias. De esa manera se daría cumplimiento a la promesa que Yavé había hecho a Abraham en Génesis 15, 14. 

Y es que, además no pudo haber sido de otra manera. ¿Alguien puede pensar que un pueblo inteligente, por mucha añoranza que tuviese por regresar a sus orígenes, sin haber sido presionado ni expulsado, decidiera salir voluntariamente de un país donde al menos no padecía hambre y, a continuación, se internase en un desierto a pasar calamidades durante cuarenta años? Desde luego, pocos diabéticos e intolerantes a la lactosa sentirían un gozo indescriptible por habitar una tierra de leche y miel. Pero, con independencia de patologías, en Éx. 12, 14, se puede leer que el pueblo se enfrenta con Moisés recordándole: ¿No te decíamos nosotros en Egipto: Deja que sirvamos a los egipcios...? 

Pero todavía hay más. Suponiendo, lo que ya es mucho suponer, que hubieran abandonado el país en un acto de libre voluntad, en un momento de enajenación mental colectiva, o que, simplemente se hubiesen equivocado al tomar la decisión de salir, ¿acaso no habrían retornado desde el desierto de Sinaí al comprobar las condiciones de vida que soportaban? Existen numerosos episodios en los que el pueblo se lamenta de su penosa existencia en el Sinaí añorando su vida en Egipto, y sólo una alusión, en Núm. 14, 4, donde se presenta una iniciativa para intentar regresar a Egipto. ¿Por qué no regresaron? En el lugar más alejado, estaban a unas diez jornadas. No retornaron porque, sencillamente, no podían hacerlo. Habían sido expulsados, y sobre ellos pesaba la pena de muerte o, en el mejor de los casos, la pérdida de libertad si desobedeciendo al faraón insistían en regresar a Egipto. 

Pudo suceder que un número indeterminado de hebreos, los más desfavorecidos por la fortuna, los eternos descontentos, los inadaptados, los indignados y tal vez los románticos, pudieran estar en disposición de abandonar Egipto. Pero estoy seguro que después de cinco o diez años de vida en el desierto del Sinaí, aquellas humillaciones que habían recibido en el país del Nilo, ya formaban parte de sus recuerdos y ensueños más deliciosos. 

Y que conste, que en este aspecto tampoco culpo en absoluto al pueblo de Israel. Ellos tienen su forma de ser y son consecuentes con ella; prefieren ser expulsados antes que adaptarse y modificar su esencia y su concepto de la vida. Y, yo entiendo esa actitud; buena, mala o regular, es digna de respeto. 


RAZONES PARA LA PERMANENCIA DE ISRAEL EN EGIPTO (1*13) 

Retomando el relato, habíamos dejado al Faraón –y cuando se dice faraón se quiere decir sacerdotes presionando–, haciendo la vida imposible a los israelitas a quienes odia y de quienes desconfía. Y todo ello con el evidente propósito de que hagan el hatillo y tomen la determinación de salir del país. Como consecuencia, los hebreos estaban sufriendo presiones, abusos, humillaciones e incluso los más graves daños físicos, por lo que es de suponer, que sino todos, al menos un número significativo de ellos, sí que debería estar deseoso de abandonar Egipto. Entonces, ¿por qué no se marchaban? 

Pues existía una multitud de razones. Al fin y al cabo, eran muchos años viviendo en aquella tierra; y no hay que olvidar ni por un momento, que en el Egipto de aquellos tiempos no se vivía nada mal. Si el hebreo comparaba la vida que ahora llevaba, con aquella otra que antes había padecido en las tierras de Caldea y después en Canán, por mucho que idealizara aquella etapa en sus recuerdos, la comparación resultaba muy desigual y la balanza se inclinaba abrumadoramente por permanecer en Egipto, y si tenían que prescindir de leche y miel, aguantarían a base de cerveza y dátiles

No obstante, para la inmensa mayoría existían dos grandes motivos, por cierto muy razonables, para oponerse a una nueva emigración y salir de aquel país: 

El primero de ellos era la meta, el destino final: Si salimos de Egipto, ¿dónde vamos a ir?; ¿tenemos acaso un país donde vivir como cualquier otro pueblo? Pero, con ser muy importante esta incógnita, no lo era menos la segunda: ¿Va a permitir el Faraón que nos llevemos de Egipto todo lo que hemos conseguido reunir y guardar durante tantos años?; ¿va a consentir que abandonemos este país con nuestras riquezas, nuestro patrimonio y nuestro ganado? 

Evidentemente, no. El gobierno de turno pretendía expulsarles y arrebatarles todos sus bienes, que sin la menor duda irían a parar a las arcas del faraón y, por supuesto, a las del desinteresado cuerpo sacerdotal. Entonces −pensaban los hebreos−, ¿qué hacemos fuera de Egipto; sin un país donde acogernos; rodeados de enemigos, y para colmo sin un duro


EL “GANADO” DE LOS HEBREOS (1*14) 

Y, puesto que durante más de tres mil años se ha estado liando la madeja, aquí también conviene tirar un poquito del hilo adecuado para desenrollar el enmarañado ovillo: 

Se dice que el pueblo hebreo estaba esclavizado, y parece bastante sensato pensar que los esclavos poseen pocas riquezas. De este razonamiento nace la obligada pregunta: ¿tenían bienes, propiedades y ganados aquellos hebreos? 

Pues lo primero que debemos hacer, es resaltar una realidad evidente: 

El pueblo de Israel no era esclavo de los egipcios. Era un pueblo libre viviendo dentro de otro pueblo. Posiblemente, no fuese muy apreciado, y tal y como se afirma en Éx. 1, 10, tampoco disfrutase de gran confianza, siendo casi seguro que viviría muy vigilado, pero no eran esclavos. Excepto tierras de labor, eran propietarios de todo tipo de bienes, y gozaban de una considerable fortuna en ganados, oro, plata y piedras preciosas. Eso es indudable. No todos, desde luego, pues aunque a mucha gente le cueste creerlo, hay muchos “judíos” que no son ricos. 

A pesar de que no suponga un alarde de riquezas, debemos mencionar el asunto del Becerro de Oro citado en el capítulo 32 del Éxodo, donde mediante piadosa postulación y colecta se recoge el suficiente oro como para hacer la representación de un tótem con forma de buey o “torico”. 

Pero además tenemos, al menos, otros cuatro o cinco episodios que resultan una prueba evidente de que aquellos oprimidos y esclavizados hebreos eran portadores de un verdadero tesoro. 

En Éx. 15, 9, cuando el faraón se apresta para atacar a los hebreos que están acampados junto al mar Rojo, haciendo notar las intenciones de los egipcios, se dice así: Dijo el enemigo: “Los perseguiré, los daré alcance, repartiré el botín, mi codicia será saciada”. Y estas palabras son puestas en boca de los egipcios por los mismos hebreos, que dejan constancia de ello en el Canto Triunfal. Esto refuerza el hecho incuestionable de que el faraón tenía el perfecto conocimiento de que aquellas gentes se llevaban gran cantidad de riquezas y, por otra parte, que los hebreos reconocían que eran portadores de un respetable capital. 

Después, en Éx. 36, 6, se relata un caso excepcional: los sacerdotes levitas se ven obligados a renunciar a la generosidad del pueblo: “Nadie traiga más ofertas para el santuario... porque tenían ya material suficiente y aun sobrante”. Y debemos dar por supuesto, que muy pocos hebreos declararían y pondrían a disposición de los sacerdotes la totalidad de su fortuna. 

Por si esto fuese poco, en Núm. 7, 1-88, podemos deleitarnos con los platos y jarros de plata, las tazas de oro, perfumes y demás chucherías, que los levitas recibieron del resto de sus hermanos los pobres siervos israelitas

Para mayor abundancia tenemos una cuarta cita, que nos dice con toda claridad, que el pueblo de Israel tenía considerables riquezas cuarenta años después de salir de Egipto. Me refiero a Dt. 2, 6-7, cuando Yavé ordena a los hebreos: Compraréis de ellos (se refiere a los hijos de Esaú) a precio de plata los alimentos que comáis y aun el agua que bebáis; porque Yavé, tu Dios, te ha bendecido en todo el trabajo de tus manos y te ha provisto en tu viaje por este vasto desierto, y ya desde cuarenta años ha estado contigo Yavé, sin que nada te haya faltado

Por otra parte, nadie puede poner en duda que durante la estancia de los hebreos en el desierto, sobre todo en las cercanías de Cadesbarne, frecuentes caravanas de comerciantes visitarían el campamento para abastecerles de todo tipo de mercaderías. Y yo supongo, que ese suministro no sería regalo o gentileza de aquellos pueblos vecinos, que además y con toda seguridad, se regirían por el lema de: hoy no se fía, mañana sí

Tampoco debemos despreciar el contenido de Éx. 16, 3, donde los hebreos dicen: ¡Ojalá hubiéramos muerto a manos de Yavé en el país de Egipto, cuando nos sentábamos junto a la olla de carne y comíamos pan hasta hartarnos! En mi opinión, que por supuesto puede estar muy equivocada, no es excesivamente frecuente que los esclavos se harten de carne y pan. 

Y por último, en Éx. 38, 24, 28, consta que en la construcción del tabernáculo se emplearon unos mil doscientos kilos de oro y unos cuatro mil doscientos kilos de plata. Cantidades, que para ser únicamente una parte de las propiedades de los siervos hebreos no están nada mal. 

Por hacer una estimación de la “miseria” de los hebreos durante su esclavitud, se han efectuado cálculos y estudios bastante rigurosos relacionados con este tema, y ha resultado que el gasto, o si se prefiere, la inversión que realizó el pueblo de Israel para la construcción del Tabernáculo y su mobiliario, rondaba los quince millones de dólares. 

Naturalmente, esas riquezas han intentado ser justificadas basándose en el versículo treinta y seis de Éxodo doce, en el cual consta que los hebreos, con la complicidad de Yavé, estafaron y robaron a los egipcios. Pero eso, además de ser mentira, resulta que es mentira, y no digo que sea una falsedad, para no incomodar a los que prefieren la palabra mentira por estar muy acostumbrados a ella. Ni Yavé organizó aquel timo, ni los egipcios se dejaron timar, ni los hebreos timaron a nadie. Al menos ésta es mi opinión. Por supuesto, con el permiso del veraz cronista y sus amiguetes

Los hebreos sufrían el odio y la desconfianza de los egipcios, pero también eran gentes libres y poseedoras de una considerable fortuna; no eran pobres miserables obligados a robar a los egipcios según consta en Éx. 3, 21-22 y en Éx. 12, 36, tres versículos que, sin la menor duda, evidencian su condición de “pegotes” añadidos. 

Estas razones, y en contra de lo que los “sumos” fueron incorporando a las Escrituras, demuestran que los israelitas no eran siervos de los egipcios. A menos, por supuesto, que en aquellos tiempos existiera un grupo social que luego desapareciese de la historia de la humanidad, y que estuviera constituido por siervos y esclavos ricos


LA DEUDA CON EGIPTO (1*15) 

Es de justicia resaltar que Egipto fue el refugio y el granero de los hebreos durante siglos, y que si no hubiera sido así, posiblemente ellos y otros muchos pueblos nómadas hubieran desaparecido de la faz del planeta. Israel debe a Egipto mucho más de lo que Egipto pudiera adeudar a los hebreos. 

Ni yo ni nadie puede negar que es muy probable que los egipcios tuvieran una parte de culpa en la incomprensión y el odio contra los hebreos, pero también doy como seguro que toda la culpa no era de ellos, y que los israelitas no facilitaron la convivencia; ni renunciaron a sus costumbres; ni intentaron integrarse en los pueblos que les daban cobijo. 

Nota: Quede claro que yo no censuro su comportamiento. Y no lo censuro, porque, en mi humilde opinión tenían todo el derecho del mundo a no modificar sus costumbres; y sobre todo, porque yo, posiblemente, con derecho o sin él, hubiera hecho lo mismo. Pero esto no es óbice para admitir que los egipcios, que también tenían sus derechos, podía sentirse molestos por esa conducta de sus invitados hebreos, y que, con la mayor tolerancia, les pusieran de patitas en la calle. 

Debemos tener presente que, aquel pueblo hebreo que vivía en Egipto, era el mismo que muchos años después sería expulsado por el imperio romano de los territorios ribereños del Jordán, y que unos quince siglos más tarde de esa dispersión, en 1492, los Reyes Católicos obligaron a salir de Castilla y Aragón. Por cierto, que esa última expulsión tuvo idénticos, o al menos muy parecidos fundamentos a los alegados por el faraón. Durante la dominación musulmana en la península ibérica, los judíos habían mantenido unas relaciones fluidas y frecuentes con la cultura impuesta por los ocupantes, y eso estaba muy mal visto por los cristianos que, inmediatamente después de la conquista de Granada, decidieron la expulsión de los sefarditas. Esta razón, y por supuesto, las altruistas motivaciones políticas y los desinteresados intereses religiosos, fueron las causas determinantes del destierro. Es indudable que existieron otros motivos pero, esencialmente, fueron estos dos: temor ante su cuestionada lealtad —recordemos Éx. 1, 10—, y la rapiña de los poderes religiosos y civiles —no olvidemos Éx. 10, 24—. 

Como es fácil de advertir, la historia se repite una y otra vez con una machacona insistencia que ya resulta excesivamente… 

Antes de finalizar el presente capítulo, creo necesario efectuar una recapitulación: 

Este ensayo mantiene, en oposición a lo manifestado por el libro del Éxodo, que los hebreos no fueron liberados de su esclavitud en Egipto sino que fueron deportados o expulsados por el faraón y por los sacerdotes de Amón. El proceso, sin duda doloroso, fue suavizado por la aparición de un hombre providencial llamado Moisés. Y lo más interesante, en realidad, lo que podemos entender como verdaderamente importante: 

En el momento en que da comienzo el Éxodo es cuando sucede ALGO; es cuando tiene inicio una serie de extraordinarios sucesos, a los cuales, en principio, es muy difícil dar una explicación racional, pero que como podremos comprobar, evidencian sin la menor duda que YAVÉ ESTABA ALLÍ


LOS ELEGIDOS: UN PUEBLO MONOTEÍSTA, POCO NUMEROSO Y SIN TERRITORIO (1*16) 

Precisamente porque Yavé estaba allí, es por lo que he realizado esta breve reseña de la historia bíblica de los hebreos, pretendiendo entender el posible vínculo entre aquel pueblo nómada y aquellos viajeros procedentes de los Cielos que están sobre los Cielos. (Dt. 10, 14 y I Rey. 8, 27) 

¿Qué relación existe entre los israelitas y la presencia de Yavé en nuestro mundo? 

Desestimando la versión oficial en la que se hace constar que el pueblo hebreo ya había sido seleccionado y elegido muchos años antes, en tiempos de Abraham, y que Yavé sólo tuvo que ir a recogerlos cuatrocientos años después de la promesa efectuada al patriarca (Gén. 15, 13), he intentado conseguir una interpretación lógica de la relación entre Yavé e Israel. Y he obtenido tres razones. En mi opinión, Yavé escogió a los hebreos por: 

Ser un pueblo con una religión monoteísta. 
Ser un pueblo poco numeroso. 
Ser un pueblo carente de patria o territorio propio. 


Pueblo monoteísta adorador de un Dios invisible
Para Yavé y sus ángeles debió resultar, sino determinante, al menos muy llamativo, que un pueblo en aquella época adorase a un sólo e invisible dios; que no construyese imágenes y que no hiciese representaciones de él. Eso, como se apreciará después, fue muy del agrado de los visitantes. 


Pueblo muy reducido
A pesar de que en varios versículos (Éx. 12, 37; Núm. 2, 32) se hace constar con quimérica ilusión, que el censo arrojaba un número de más de seiscientos mil varones aptos para el combate, debemos suponer, mejor dicho, estamos obligados a reconocer, que aquellos infantes eran algunos menos. Como ya he citado, es en Dt. 7, 7, donde Moisés recuerda al pueblo: Si Yavé se ha ligado con vosotros y os ha elegido, no es por ser vosotros los más en número entre todos los pueblos, pues sois el más pequeño de todos. Vamos a entenderlo: el más pequeño de todos

Pero es que además, en aquellos tiempos, incluso en nuestros días, un ejército de más de quinientos mil hombres, era y es una formidable fuerza bélica. Entonces, hace más de tres milenios, una expedición tan numerosa, sin espadas, lanzas ni arcos, aunque sólo estuviese armada con hondas y mazas, incluso sin la ayuda de ningún dios, podía haber conquistado y sometido un vasto imperio. Y por otra parte, ni el faraón más falto y más espeso, pone junto a sus fronteras a un ejército poco amistoso de medio millón de hombres. Así pues, de seiscientos mil hombres combatientes, nada de nada. Quitemos un par de ceros y dejemos como mucho, pero como mucho, mucho, seis mil hombres aptos para la lucha; y me parece que estoy siendo demasiado generoso. Naturalmente, siempre se agradece un poco de sentido del humor, y por lo tanto, lo de los seiscientos mil infantes es una jocosa aportación levítica que merece mi sincero reconocimiento. 

Nota. Ahora que hago referencia al sentido del humor, creo que es el momento de hacer una aclaración: Yo sé de mi escasa capacidad para hacer gracias y comentarios jocosos. Sin embargo confío, que esta incapacidad me sea disculpada si el lector tiene en consideración que sólo pretendo obtener una sonrisa. 


Pueblo sin tierra 
Los poco numerosos y mal adiestrados infantes hebreos, no estaban en absoluto capacitados para invadir otras tierras y, por supuesto, nadie envidiaba ni deseaba ocupar su enclave en la península del Sinaí, que por otra parte, estaba bajo el dominio y protección de Egipto. 

Cada una de estas tres peculiaridades citadas, contempladas con independencia, pero sobre todo si las consideramos juntas y complementarias, hacían idóneo al pueblo hebreo para ser aislado y controlado durante algunos años. 

No teniendo un mínimo fundamento para efectuar una interpretación de esa hipótesis de la selección anterior a la llegada de la astronave), es por lo que después de mucho tiempo intentando encontrar una respuesta, he llegado a esta conclusión: 

Yavé y sus ángeles observaron que aquel pueblo reunía una serie de características muy aptas para lo que ellos pretendían. Advirtieron que a sus tres condiciones de monoteístas, escasos en número y pueblo sin tierras, se añadía además, la indiscutible realidad de que estaban escasamente integrados en el país en el que residían; que los hebreos se sentían marginados, y que un número, más o menos significativo, deseaba abandonar Egipto. Teniendo todo esto en cuenta, Yavé decidió que aquel sería el pueblo elegido. 

Pero aparte de teorías más o menos acertadas o erróneas, hay algo cierto e indiscutible: 

Entonces, hace unos tres mil trescientos años, Yavé los tomó a su cargo, los condujo a la península del Sinaí, y allí, durante un periodo de tiempo de algo más de un año, los protegió, los alimentó, los instruyó, los estudió e hizo con ellos un pacto. Y al final, como culminación de todo un proceso, los hizo entrega de Las Tablas de Piedra del Testimonio

Después Yavé se fue, y los hebreos se quedaron solos. Aunque, ciertamente, no se quedaron más solos que el resto de los hombres. 

Y ahora, entre otras muchas incógnitas, debemos preguntarnos: 

¿Qué propósito podía animar a Yavé para buscar esas tres características de las que “gozaba” el pueblo de Israel? ¿Qué le indujo y decidió para hacer de los hebreos el pueblo elegido? 

La respuesta, mí respuesta, la encontraremos en el capítulo de Las Pruebas. 


RESUMEN DEL CAPÍTULO I 

El Génesis es una colección de leyendas entre las que están incluidos los relatos de algunos acontecimientos, pretendidamente históricos, pero muy deformados por mentes fantasiosas. 

No podemos conceder demasiado crédito a la cronología de la Biblia. 

Con independencia de su nomadismo, ya antes del famoso Éxodo conducido por Moisés, el pueblo hebreo había padecido o gozado, al menos otros cinco éxodos. 

Durante la época de los patriarcas, en tiempos de carestía, los hebreos acudían a refugiarse en Egipto. 

El hebreo en Egipto era un hombre libre viviendo con su tribu bajo la autoridad del faraón; excepto tierras de labor, podía adquirir todo tipo de propiedades. 

Los hebreos no estaban integrados en Egipto; pero deseaban vivir allí. 

Los hebreos no pidieron autorización para salir de Egipto, fueron expulsados por un faraón, muy influenciado por el “clero”. 

Las gentes del pueblo hebreo que inició el Éxodo eran egipcios; la cultura y forma de vida del país del Nilo afectaba de una manera casi determinante en sus costumbres. 

El pueblo hebreo que salió de Egipto con Moisés era muy pequeño; inferior a 30.000 personas contando hombres, mujeres y niños. 

Además de ser poco numeroso, el pueblo hebreo carecía de territorio y era monoteísta. 

El monoteísmo hebreo habría interactuado –influyendo y recibiendo influencias−, con los movimientos teológicos que se produjeron por aquellos tiempos en Egipto; especialmente, en la época del faraón Amenhotep IV (Akhenatón). 

Una teoría interesante es aquella que admite como una posibilidad, que la presencia de Yavé y de sus ángeles en los relatos del Éxodo, fuera el cumplimiento de la promesa efectuada cuatrocientos años antes al patriarca Abraham. Ésta, además de ser una teoría, se adapta con facilidad al texto bíblico. 

Y, podía ser; ¿por qué no? 

Además, si logramos ser un poco menos beatos y milagreros, nos resultará posible admitir, que en aquellos episodios de la “hornilla humeante”, los visitantes recogiesen muestras genéticas de los hijos/as del hombre, y que después, durante esos cuatrocientos años, se efectuaran un considerable número de fecundaciones “in vitro”. Esos hijos del hombre, viajeros del cosmos, regresarían a su mundo acompañando a Yavé. 

Todo esto sólo es una elucubración mía y no goza del menor fundamento ni en las Escrituras ni en la ciencia; no obstante yo insisto y pregunto: 

¿Por qué no pudo suceder así?, ¿quién lo desmiente?, ¿los sacerdotes?, ¿las Escrituras?, ¿la ciencia? 

Y ahora, cuando se da término a este episodio de los hebreos, es cuando deseo efectuar una aclaración: 

Este trabajo no pretende, en principio, realizar un estudio arqueológico. Y, en principio, no he buscado a YHWH en excavaciones, grutas o pozos. Tampoco he intentado localizar pruebas para saber con certeza si YHWH se apareció a Abraham, a Isaac y a Jacob; pero sí sé, que YHWH no luchó a favor de unos y en contra de otros y, por supuesto, también sé, que no ordenó la muerte de niños egipcios. 

No obstante, sí que he escudriñado como un afanoso arqueólogo. Y he buscado a YHWH en tres lugares: en la sensatez de las Escrituras, en los sentimientos del hijo del hombre y en la inmensidad del cosmos. 

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